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Recorrió de nuevo todas las tabernas del barrio marítimo, en busca de D'Aubert, sin encontrarlo. De vuelta, vio a Ricard Camposines hablando con unos hombres y aprovechó la casualidad, como si la mano del destino le auxiliara en su camino. Quizá tenía razón frey Dalmau, y el comerciante no podría ofrecerle ningún dato de interés, pero valía la pena intentarlo y, sin pensárselo dos veces, se dirigió hacia él.

– Buenos días, señores -se presentó-. Quisiera hablar unos momentos con el señor Ricard Camposines, si fuera posible. No quisiera interrumpir su trabajo.

Camposines se adelantó un paso hacia Guillem, intrigado y a la vez asustado de que éste fuera uno de los representantes de sus acreedores, impacientes por recobrar sus beneficios antes de tiempo.

– Soy Camposines. Supongo que os envían por el asunto del préstamo, pero antes tengo que cerrar el trato, ayer mismo llegué y…

– No, no me envía ningún prestamista, no os preocupéis. Soy un amigo de Abraham Bar Hiyya y de Bernard Guils, vuestros compañeros de viaje, y sólo quisiera haceros unas preguntas, nada más. Si estáis ocupado en estos momentos, volveré más tarde, en cuanto podáis.

– ¡Dios Santo! -exclamó aterrorizado el comerciante-. Sois un oficial real. Os aseguro que ya no sé nada.

Al joven le costó tranquilizar al agitado Camposines, presa del pánico ante cualquier conflicto que estorbara su negocio. Le explicó, con suavidad, que era amigo de Guils y que su única pretensión era saber qué había pasado y cómo, y que no tenía ningún interés en perjudicarle. Le llevó a la posada del alfóndigo, con palabras tranquilizadoras, y le invitó a una jarra de vino, comprobando que el comerciante se calmaba poco a poco. -Y bien, ¿cómo está vuestro amigo? -preguntó.

– Murió ayer, en casa de Abraham, amigo mío. -Guillem le miraba con simpatía y preocupación, esperando su reacción ante la noticia.

Camposines empezó a temblar, como si un frío glacial hubiera atravesado las puertas de la posada, bebiendo la jarra de un golpe.

– ¡Dios Santo, Dios Santo, me lo temía! Estaba muy mal al desembarcar, hice lo que pude, no podía dejar la mercancía, yo… -Calmaos, por favor, nadie os está acusando de nada malo. Hicisteis lo que creísteis correcto, ayudasteis a Abraham, no podíais hacer nada por Guils.

– ¿Lo creéis realmente? -Una sombra de duda se extendía por el rostro del comerciante, entristeciendo sus facciones, y Guillem se apiadó de él.

– Estoy convencido de que actuasteis correctamente, y Abraham os agradece mucho vuestra ayuda. Si he venido a hablar con vos, es simplemente porque he pensado que a lo mejor podríais darme noticias de uno de los otros pasajeros.

Camposines parpadeó con sorpresa. Había temido que aquel joven viniera a pasarle cuentas por su cobardía, porque así se sentía, un cobarde que había abandonado a su suerte al viejo judío y a su pesada carga.

– ¿De quién me estáis hablando?

– De un tal D'Aubert. Me han contado que robó a uno de los frailes que os acompañaban, y es posible que también robara a Guils cuando éste enfermé.

– ¡D'Aubert robó a uno de los dominicos! -Por un momento, la sonrisa inundó la cara de Camposines-. Tenéis que perdonarme, joven, pero uno de estos frailes era realmente desagradable y me estaba imaginando su cara al descubrir el robo. Pero, en fin, no me extraña. D'Aubert era una mala pieza, espero no tener que volverle a ver en mi vida. ¿Sabéis que me lo encontré, más de una vez, rondando mi mercancía en la bodega de la embarcación? Si os he de ser sincero, no le saqué el ojo de encima en todo el viaje, no me fiaba de él.

– ¿Lo habéis visto después del desembarco?

– ¡Qué casualidad, joven! Precisamente, estábamos hablando de él cuando vos llegasteis.

– Continuad, amigo Camposines, os escucho.

– Veréis, me han contado que el tal D'Aubert se ha pasado el día en el alfóndigo buscando a alguien que dominara el idioma griego. ¿No os parece extraño? Un iletrado ignorante como él, en busca de un traductor de griego. Seguramente está tramando algo y por lo que sabemos, no será nada bueno.

Ya calmado, Camposines se lanzó a narrar su difícil y complicado viaje por tierras lejanas, en busca de sus exóticos pigmentos. Guillem le escuchó durante un rato, interesándose por sus problemas y después se levantó para marcharse. Se despidieron como dos buenos amigos y el comerciante se ofreció a darle toda la ayuda necesaria, e insistió en que contara con él, y se reafirmó en que sentía profundamente la muerte de Guils.

Guillem se encaminó de nuevo hacia la Casa del Temple. La fina lluvia que había caído durante el día, lo tenía empapado y necesitaba cambiarse y comer algo. Ya había recogido bastante información y era momento de ordenarla, de buscar el lugar correspondiente a cada hecho. Meditaba acerca de las palabras de Camposines. ¿Un traductor de griego? ¿Para qué necesitaba un ladronzuelo como D'Aubert a alguien así? Existía la posibilidad de que hubiera robado al fraile una carta o documento escrito en esta lengua, pero ¿qué valor podía tener para lanzarse a la busca de un traductor, de manera tan indiscreta? ¿O quizás era algo que guardaba relación con Bernard Guils? ¡Qué demonios sería lo que llevaba! Nadie le había comunicado la naturaleza del paquete que transportaba, sólo su importancia.

Todo el asunto era cada vez más confuso y su mente no dejaba de dar vueltas y más vueltas, intentando encontrar un hilo conductor que lo guiara. Sin embargo, no conseguía poner en orden la información conseguida. Lejos de clarificar los hechos, los oscurecía todavía más. Personas y datos tejían un complicado laberinto y cuanto más avanzaba, más perdido se sentía.

«Bien -pensó-, frey Dalmau me espera esta noche y es posible que descubra el mensaje de Bernard, acaso sea la solución a todo el enigma, una especie de código secreto que desconozco. Pero si Guils intentaba mandarme una señal de peligro, ¿por qué no utilizar una clave conocida por ambos? Guils, mi buen maestro, me has abandonado en medio de este monumental laberinto lleno de sombras, ladrones y traductores de griego. No estoy preparado para esto, todavía no.» Estaba cansado y harto. Aquel trabajo, sin Bernard, perdía todo su sentido, toda su razón de ser.

Capítulo V Frey Dalmau

«¿Tenéis alguna deuda contraída con algún hombre del mundo que no podáis pagar vos mismo o vuestros amigos, sin la ayuda de la Casa? Porque se os despojaría del hábito, se os entregaría al acreedor y la Casa no sería responsable de la deuda.»

La muerte de Bernard Guils era ya una noticia en la Casa de Barcelona y los preparativos para su entierro se aceleraban. Su desaparición había creado inquietud entre los miembros de la milicia. Nadie sabía, con exactitud, la causa de su muerte y los rumores añadían más misterio a su asesinato. Muchos de los hermanos, sobre todo los más jóvenes, se preguntaban qué hacía Guils, sin hábito e irreconocible como templario, en casa de un judío. Para ellos, Bernard era una leyenda nacida de sus gestas en Tierra Santa, un fiero lugarteniente del Temple de Acre al que muy pocos habían conocido personalmente. Nadie podía explicar la verdadera naturaleza de su trabajo y aunque las sospechas se extendían y la palabra «espía» se repetía en voz baja, todo aquello no dejaba de pertenecer al terreno de la duda.

Lo mismo sucedía con el joven Guillem, su compañero. También sin hábito, totalmente rasurado, no asistía a los actos litúrgicos y entraba y salía de la Casa siempre que le placía. Sin embargo, no se le conocía un historial heroico que le significara entre sus hermanos y por ello, muchos de ellos pensaron que era un simple criado, quizás un sargento de los muchos que tenía el Temple. Pasó a ser el chico de Guils, simplemente, le clasificaron y dejaron de notar su presencia. Era cierto que esta situación favorecía el especial trabajo de Guillem, pero aquella indiferencia le irritaba. «Si quieres tu capa blanca, olvídate de este trabajo, muchacho», Bernard se lo había repetido en muchas ocasiones, siempre que percibía en los ojos de su alumno aquel brillo especial al contemplar el perfecto orden de un destacamento de templarios, en marcha hacia algún lugar.

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