Debido a esta extraña situación en que se encontraba, se sorprendió cuando uno de los hermanos, ya entrado en años, se acercó a él para expresarle su condolencia por la muerte de Guils. Conmovido ante el sincero pesar de aquel hombre ya entrado en años pero todavía corpulento, sintió un profundo agradecimiento hacia el hecho de que alguien le tratara como a un igual y le reconociera a pesar de su aspecto.
Pero no podía perder el tiempo en disquisiciones mentales para aliviar su maltratado orgullo, le esperaba una cita con frey Dalmau, una explicación lógica a la reacción de éste ante su pregunta acerca de «la sombra». Recordó la expresión del administrador templario ante la palabra, el destello de furia en su mirada. Aquello le había intrigado y se preguntaba qué podía causar tanta rabia en un hombre aparentemente tranquilo como él.
Repasaba mentalmente los últimos acontecimientos, en tanto se encaminaba hacia las habitaciones del boticario. Era imprescindible averiguar la naturaleza del objeto que Guils transportaba con tanto celo, estaba seguro de que le ayudaría a clarificar el sentido de su investigación. Si era motivo de tanta sangre derramada, debía saber a quién beneficiaba su desaparición, descubrir quién se escondía tras el delito y a quién favorecía, porque de sobras conocía que el instigador, el verdadero culpable, se halla siempre cercano al crimen. Pero ¿qué demonios llevaba Bernard y a quién preguntárselo? Poco a poco, se daba cuenta de que lo ignoraba casi todo de Guils. ¿A quién obedecía? ¿Quiénes eran sus superiores inmediatos? No sabía nada. Él se limitaba a obedecerle, a seguirle, pero ¿quién marcaba el ritmo a Bernard? No tenía ni la más remota idea. Casi nunca compartían información con los comendadores del Temple que se encontraban en la realización de sus misiones, aunque hallaban una completa colaboración, sin preguntas, todos parecían saber que no tendrían respuestas. Entonces, ¿a quién recurrir en un momento como éste, con quién hablar y con quién no?.
La muerte de Guils le había dejado incomunicado, desorientado y sin saber qué camino tomar. A cada pregunta que se hacía a sí mismo, la ignorancia de su propia respuesta le dejaba sin aliento, con una gran sensación de rabia e impotencia que le inundaba, a riesgo -sentía él- de ahogarle sin remedio. -¡Maldita sea, Bernard, de todas las precauciones repetidas mil veces, te olvidaste de la principal, no me preparaste para tu ausencia! -Había hablado en voz alta involuntariamente, sobresaltando a un novicio que pasaba a su lado.
Cuando llegó a las estancias del boticario, le extrañó el silencio de la habitación. Frey Arnau, sentado ante su pequeña mesa que le servía de laboratorio, estaba inclinado sobre un mortero, concentrado en golpear una mezcla. Observó la alargada silueta de Abraham, tendido en el camastro, con los ojos cerrados. Frey Arnau se volvió al escuchar el ruido de la puerta.
– Malas noticias, muchacho. No será posible emprender nuestro viaje, Abraham no se encuentra bien.
– ¿Está enfermo?
– Ya lo estaba cuando emprendió esa maldita travesía. A pesar de mis súplicas, se obstinó en partir y su salud se resiente, pero como buen médico él mismo es el peor de sus pacientes. -Arnau volvió a su mortero.
– ¿Cuánto tiempo creéis que tardará en recuperarse? No es prudente que se quede aquí, cada vez estoy más seguro de que su vida corre peligro.
– Su vida ya corría peligro antes de todo este lío, hermano Guillem. Pero tranquilizaos, se recuperará. Este obstinado judío no se va a marchar de nuevo sin mi permiso, os lo aseguro. ¡Ah, por cierto! Dalmau os espera en la Sala Capitular y parece nervioso. ¿Pasa algo de lo que debiera enterarme, muchacho?
– En el mismo instante en que lo sepa, os lo comunicaré. -Guillem lo miró con afecto y dándole una palmada en la espalda, salió de la habitación. No era una buena noticia que Abraham estuviera enfermo y no pudiera partir. Ignoraba hasta qué punto el Temple podía protegerlo y los acontecimientos, tras la muerte de Guils, parecían complicarse sin que él pudiera evitarlo.
Se ordenó a sí mismo alejarse de pensamientos sombríos, que sólo iban a conseguir que le estallase la cabeza. Debía apresurarse porque frey Dalmau lo esperaba y necesitaba tener la mente despejada y clara para escuchar lo que tenía que decirle.
Abraham despertaba de su sueño con dificultad, pensando que su buen amigo Arnau le había suministrado algún calmante en la sopa, para paliar el dolor de su cuerpo y de su mente. Había oído, en la lejanía de la inconsciencia, la voz del joven Guillem y los murmullos del boticario, y éstos le habían traído de vuelta a la realidad.
Su cuerpo estaba cansado y débil. La enfermedad avanzaba inexorable, paso a paso, sin ninguna prisa. Pensó en Nahmánides, su viejo compañero, y en el encargo que éste le había hecho. Confiaba en él y temía decepcionarlo, no tener las fuerzas necesarias para llevar a buen fin su misión. Tendría que fiarse de Arnau. Sólo pensar que el manuscrito de Nahmánides pudiera caer en malas manos le aterraba, aquel hermoso libro no podía convertirse en ceniza.
– ¡Arnau, Arnau! -Su voz era débil, casi un murmullo.
– Aquí estoy, mi buen Abraham, a vuestro lado. -Arnau había acudido al instante, con cara de preocupación-. No debéis inquietaros, descansad, ya habéis abusado demasiado de vuestras fuerzas. Os dije y os repetí que no estabais en condiciones de partir. Un viaje tan difícil y…
– Debo hablar con vos urgentemente, Arnau -le cortó el anciano judío, intentando incorporarse.
– Vos y yo no tenemos edad para urgencias, os conviene descansar y hablar poco.
– Arnau, no seáis obstinado y ayudadme, os digo que tengo que hablar con vos. -La voz de Abraham se había recuperado y en su tono había enfado e irritación, cosa que sorprendió a su compañero.
– ¡Está bien, está bien! -respondió el boticario, colocando varios almohadones en la espalda del enfermo-. No niego que puedo ser muy obstinado en ocasiones, Abraham, pero vive Dios que vos me superáis ampliamente. ¡Qué carácter! No sabéis estar enfermo.
– Callad y escuchad con atención -cortó Abraham en seco-. Si lo hacéis, comprobaréis la urgencia del tema que me preocupa, y si no os lo he contado antes es porque temía crearos problemas. Y creedme, es un tema que puede causaros innumerables complicaciones.
– Me estáis asustando, amigo mío, y eso no es fácil. Creía que confiabais en mí y que nuestras diferentes circunstancias personales no afectaban a nuestra relación.
– Lo siento, Arnau, pero esto no tiene nada que ver con la confianza, sino con el miedo -murmuró Abraham, mirando con franqueza al boticario-. Sabéis que estoy enfermo, enfermo y cansado, me queda poco tiempo y la muerte se ha convertido en una compañía incómoda, invisible, y no se aparta de mí. No puedo arriesgarme a morir sin confiaros el último deseo de otro viejo amigo.
– El querido Bonastruc de Porta. Claro que para ti siempre será Nahmánides -le interrumpió Arnau, mirándole con ironía.
– Pero ¡cómo podéis saberlo!
– Sois un viejo judío terco y tonto -suspiró el boticario con paciencia-. Por mucho que disimularais vuestro viaje a Palestina con los motivos más inverosímiles, sabía que queríais despediros de vuestro estimado amigo. En vuestro estado, la razón tenía que ser muy importante y lo comprendí de inmediato, pero reconozco que me dolió que no confiarais en mí. Vos sabéis lo mucho que apreciaba a Bonastruc y lo injusto que me pareció todo lo que hacían con él. Me enfadé con vos, lo confieso, pero no tardé mucho en rezar por vuestro retorno, a mi Dios y al vuestro, por si acaso.
Abraham lo contempló con ternura y afecto. Su amigo tenía razón, habían compartido una excelente amistad durante años y sus diferentes creencias no habían alterado su relación, sino al contrario, ambos se habían enriquecido con sus diferentes conocimientos, intercambiando información y ciencia.