– Tenéis toda la razón, Arnau, soy un judío tonto y cansado y estoy asustado, muy asustado. Por primera vez, la idea de
la muerte me atemoriza, como si viviera un inmenso vacío sin futuro ni esperanza en el que de nada me sirven todos mis estudios y conocimientos.
– Os pasa lo mismo que al resto de la humanidad, Abraham, pero como sois más sabio en conocimientos, más orgulloso en realidades -contestó el boticario, con la risa bailándole en los ojos-. Sin embargo, si lo que os preocupa es morir ahora, ya os lo podéis quitar de la cabeza. Moriréis algún día, de eso no cabe ninguna duda, pero no ahora. Os recuperaréis poco a poco. Dentro de unos días os encontraréis mucho mejor y esos lúgubres pensamientos desaparecerán. Os lo dice un buen boticario.
– Os haré caso y me cuidaré, pero de todas formas tengo que hablaros de algo muy importante para mí. Como sospechabais fui a Palestina a ver a Nahmánides y también para cumplir uno de sus deseos. Ya sabéis el triste destino de todas sus obras, quemadas en la hoguera, pero yo… Bien, será mejor que os lo enseñe. Traedme mi maletín y ruego a Dios que esto no os reporte grandes males.
Guillem golpeó un par de veces la puerta de la Sala Capitular. Una voz le ordenó que pasara y, al entrar, se encontró en una habitación muy hermosa. Paneles de madera noble cubrían parte de sus paredes y una amplia chimenea de piedra y mármol, esculpida, proyectaba destellos de luz en el artesonado del techo.
– Pasad, Guillem. Supongo que frey Arnau os ha comunicado los problemas de salud de Abraham y la imposibilidad de emprender nuestro viaje.
Dalmau estaba cerca del hogar, en pie, observándole con afecto. Le pareció más alto y más joven, como si fuera la mesa de administrador que tenía en el alfóndigo la que añadiera años a su figura. Sus ojos, de un gris claro, se hundían tras unas considerables ojeras y, sin embargo, su mirada transmitía serenidad. Su rasgo más característico era su extrema delgadez, casi exagerada en comparación con su altura.
– Parecéis sorprendido -le dijo-. Mucha gente cree que soy una continuación de mi mesa y cuando me levanto, impresiono a más de uno. A Guils le divertía mucho esto, decía que me había convertido en una letra de cambio andante… y creo que no le faltaba razón.
– Ignoraba que conocierais tan bien a Bernard.
– No teníais modo de saberlo, muchacho. Fuimos juntos a Tierra Santa, muy jóvenes, y juntos entramos en el Temple. Durante algunos años, compartimos este trabajo que ahora es el vuestro, una tarea difícil y anónima. Y peligrosa. Después nuestros caminos tomaron rumbos diferentes, pero nuestra amistad continuó.
Guillem le escuchaba con atención. No le había extrañado el pasado de espía de frey Dalmau, había comprobado su habilidad en la observación, su fino olfato de sabueso adiestrado.
– Habéis conseguido una buena máscara -le dijo, sin dejar de observarle.
– Comprendo. Habláis de la vieja teoría de Guils de cómo disfrazarse sin tener que hacerlo. -Dalmau soltó una estruendosa carcajada que contagió al joven-. Un magnífico concepto, no lo dudo, aunque no todos teníamos la extraordinaria capacidad de Bernard para aplicarlo. Os aseguro que provocó muchas polémicas entre nosotros, sobre todo porque yo necesitaba muchos elementos de camuflaje para pasar desapercibido, y Guils se partía de risa con mis disfraces. De ahí viene la broma de la letra de cambio, comentaba que por fin había entendido la filosofía de la «máscara» y que sin añadir nada a mi persona, me había convertido en el administrador más convincente del puerto.
Ambos se contemplaron, riendo, recordando las bromas del amigo desaparecido, cerca de la calidez del fuego que ardía en la chimenea.
– Bien, Guillem, tenemos asuntos de los que hablar.
La gravedad había vuelto al rostro de frey Dalmau. Le indicó con señas que le siguiera y se encaminó hacia uno de los paneles de madera que cubrían la pared. Guillem se fijó en la hermosa rosa del Temple, tan finamente trabajada, que llenaba todo el espacio del panel. También observó los distintos símbolos grabados a lo largo del muro de la Sala, diferentes todos, y se preguntó si en cada lado de la habitación habría el mismo orden. Frey Dalmau manipuló un mecanismo, oculto a la mirada de Guillem, y el panel se deslizó a un lado, sin casi un sonido. Entró tras Dalmau a un oscuro agujero donde unos escalones de piedra descendían hacia el fondo, con dificultad al principio, medio encorvado y con la roca del techo rozándole la espalda.
Bajaron durante un tiempo que al joven le pareció interminable, sobre todo por la estrechez del pasadizo. No era la primera vez que se encontraba en un lugar como éste. Recordó los pasadizos del castillo templario de Monzón, un auténtico laberinto subterráneo, donde Guils le había enseñado a orientarse. A oscuras, solo, perdido en la oscuridad de los túneles. «Sabes lo necesario para salir, chico, cuando lo consigas, comerás.» La primera vez se había pasado tres días perdido, sin comer, con el minúsculo frasco de agua vacío, hasta que Bernard lo encontró, desmoralizado y desfallecido. La segunda vez tardó veinticuatro horas, pero la orgullosa mirada de aprobación de Bernard fue mucho mejor que una copiosa comida y una jarra de buen vino. Sin embargo, nunca se acostumbró al fuerte olor a humedad, a tumba vacía, que parecía que saliera de la misma piedra viva. Guils los llamaba «lugares seguros», y para eso estaban, para reunirse o para fugarse, dependiendo de la circunstancia. «Y para esconderse, chico, como conejos en medio de una cacería.»
Desembocaron en una gran gruta natural. Grandes piedras se amontonaban en uno de sus lados, columnas con capiteles, derribadas. Una colosal estatua de la diosa Cibeles, mutilada sin manos, su hermoso rostro ladeado, mirando con la majestad de un dios que contempla, hierático, el dolor humano. Guillem reflexionó sobre ese imperio, que se creía inmutable e imperecedero y que había caído. Tal vez, en realidad, era la memoria la verdadera guardiana de la inmortalidad.
Diferentes túneles salían de una de las paredes de la cueva, un murmullo de agua de otro sumergido en la sombra. De repente aparecieron frente a una amplia sala con una mesa y varios asientos. Frey Dalmau se sentó, invitándole a hacer lo mismo.
– Y ahora que estamos tranquilos, Guillem, necesito saber dónde oísteis hablar de la «sombra», a quién y en qué circunstancias. Comprendo que os sorprenda mi demanda. No sabéis quién soy ni me conocéis demasiado, e ignoráis si podéis confiar en mí. Sin embargo, os ruego que lo hagáis.
Guillem pensó durante unos momentos. Su situación no era fácil, no sabía a quién acudir y desconocía qué ordenes debía seguir. La muerte de Guils escondía algo mucho más importante que un simple asesinato por robo, de eso estaba seguro, aunque ya no sabía qué pensar. Necesitaba confiar en alguien y Dalmau no le parecía una mala opción, era posible que pudiera indicarle a quién debía recurrir.
– Si os lo cuento, pondré en peligro vuestra vida. -Correremos ese riesgo -respondió Dalmau, paciente. Y Guillem empezó a hablar. Primero, con cautela, buscan do las palabras apropiadas; después, como si una necesidad vital lo impulsara a confiar a alguien toda aquella absurda historia. Dalmau escuchaba, y no quiso interrumpirle ni una sola vez, dejándole hablar libremente de Bernard, de lo que éste había significado en la vida del joven, de su desorientación sin él. Cuando Guillem terminó, se sintió seco y vacío, y permaneció en silencio. No sabía nada de su trabajo, ni de la muerte de Guils, los cinco años a su lado no le habían servido de nada. Frey Dalmau pareció comprender su estado de ánimo, la voz interior que atormentaba al joven.
– Creéis que Bernard no confió en vos y esto os hace daño. Pero creo que os equivocáis, Guillem, él no esperaba este final, era una previsión difícil de hacer. Es posible que, durante este tiempo, lo único que intentara fuera protegeros, adiestraros y al mismo tiempo, alejaros de las consecuencias de vuestro trabajo. Quizás os estaba regalando tiempo para que tomarais una decisión.