– Vos sabéis lo que quiso decir, sabéis qué significa la «sombra». -Guillem se aferraba a su única pista. No quería pensar en Bernard, en los motivos por los que le había dejado en la ignorancia.
– Sí, lo sé y no me gusta. Prueba de ello es que él está muerto.
– ¿Por eso este lugar? ¿Y tanto secreto?
– No, muchacho. -Dalmau contestó de forma tajante-. No se trata de nuestra seguridad, sino la de los otros. Nadie que sepa de la Sombra tiene una larga vida, y sería estúpido y superficial poner en peligro a los miembros de esta comunidad, ¿no creéis? Estamos aquí para evitar más muertes inútiles.
Frey Dalmau miró largamente al joven, calibrando sus aptitudes, y continuó.
– Ésta es una historia de espías, Guillem, un mundo aparte, irreal. Ya sabéis que ésta es una profesión que no existe, no hay espías en el Temple ni en Roma, no los hay en las Cortes reales ni en los caballeros Hospitalarios, ni en los Teutónicos. Los espías no existen y el mundo puede dormir tranquilo. Guillem sonrió ante la ironía del administrador, pero sabía que decía la verdad. Nadie aceptaba que hubiera espías, pero mientras tanto su número crecía de forma alarmante, desde las cancillerías hasta los conventos.
– La Sombra es un hombre que, en un tiempo, tuvo una estrecha relación con nosotros. Con Guils, conmigo y con el Temple. Su nombre, o el que dio al ingresar en la orden, era D'Arlés, Robert d'Arlés. Era un joven muy atractivo, con una gran cultura y una habilidad especial para los idiomas. Escaló puestos en la orden rápidamente, hasta que llegó a los que empezaban a llamarse «servicios especiales», con Guils y conmigo. -Dalmau calló un momento, inspirando hondo, como si no le fuera agradable recordar.
– Trabajamos varios años juntos, sin problemas. Éramos un buen equipo. Hasta 1251 no empezaron los conflictos. Hacía ya un tiempo que habíamos detectado filtraciones importantes en nuestra orden y varios compañeros habían muerto en extrañas circunstancias. Estábamos realmente preocupados, eran tiempos difíciles y la cruzada de Luis en Egipto había sido un desastre. Toda Tierra Santa lo estaba pagando muy caro. -¿Luis de Francia?
– El mismísimo rey de Francia, instalado en San Juan de Acre después del desastre de Damieta. Aquella matanza habría podido evitarse. Nosotros habíamos insistido en la necesidad de recuperar Jerusalén y dejar la campaña egipcia para más adelante, pero todo fue inútil.
– Los franceses estaban más preocupados por conseguir el poder en Occidente, frey Dalmau, igual que el Papa. La muerte del emperador Federico y la desintegración del imperio era un enorme pastel, una gran tarta de colores llamando a los comensales.
– Sí, tenéis razón, un apetitoso pastel…, todavía lo es, a pesar del tiempo transcurrido. -Dalmau resopló en un gesto de disgusto-. Siria y Egipto estaban en guerra entonces y no negaré que los intereses de la Orden estaban con los sirios, lo que nos iba a traer graves problemas. Siria acababa de tener una grave derrota y ofreció al rey Luis la ciudad de Jerusalén, a cambio de una alianza militar contra Egipto. Era una propuesta tentadora, sobre todo después de Damieta. Luis podía recuperar su fama y convertirse en el héroe de la cristiandad, algo que él deseaba. Sin embargo, entre esta halagadora propuesta y el rey, se encontraban los miles de cautivos cristianos encerrados en las mazmorras egipcias. Era un asunto delicado, los nobles le presionaban con la amenaza de que si pactaba con los sirios, Egipto mataría a todos los cautivos.
– ¿No fue por aquel tiempo que saltó el escándalo Vichiers? -comentó Guillem.
– Estáis bien informado, muchacho. En medio de aquella delicada situación, alguien susurró al oído del rey Luis que el Temple mantenía negocios con los sirios. Como veis, las filtraciones en nuestro servicio iban de mal en peor y todos nuestros esfuerzos para atrapar al traidor habían sido inútiles hasta entonces. Nos costaba creer que fuera uno de los nuestros, que estábamos alimentando a la serpiente en nuestras propias entrañas.
– ¿Cuál fue la reacción del rey?
– Luis montó en cólera contra el Temple, no podía creer que alguien moviera un dedo sin su divino consentimiento. Planeó una humillación sin precedentes para la orden, y el comportamiento del entonces Gran Maestre, Vichiers, le hizo caer en la ignominia para el Temple. Su nombre debería ser borrado de nuestros Libros.
– Pero ¿qué tiene que ver la Sombra en todo esto? -Guillem perdía el hilo y la paciencia.
– La Sombra era nuestro traidor, muchacho. El que desvelaba a oídos franceses y papales nuestros secretos, por eso os he puesto en antecedentes, para que podáis calibrar el peso de su traición.
– Creo recordar que Luis no llegó a pactar con nadie, ni con sirios ni con egipcios.
– Cierto, se quedó donde estaba, sin Jerusalén ni cautivos, pero muy irritado con el Temple. ¿ Conocéis la obsesión de Luis por las reliquias?
Guillem hizo un gesto negativo, desconcertado por el cambio en la conversación.
– Veréis, Luis creía que las reliquias eran portadoras del Cielo y que cuantas más poseyera, más Cielo tendría. Tenía la colección más increíble de la historia, amigo mío, y os la puedo recitar de memoria de tanto que se hablaba de ellas: la corona de espinas y un fragmento de la Vera Cruz, compradas en Constantinopla por un precio fabuloso; la Santa Lanza, los Santos Clavos, la Santa Esponja…
– ¿ La Santa Esponja? -murmuró Guillem, estupefacto. – La Túnica Sagrada, un trozo del Santo Sudario, un trozo de la toalla que María Magdalena usó con Jesucristo -Dalmau seguía la lista imparable-, una ampolla con leche de la Virgen y otra con la Divina Sangre… En fin, cuando acabó con el Nuevo Testamento, empezó con el Antiguo. Al mismo tiempo, las arcas de los comerciantes bizantinos, venecianos y genoveses se llenaban con fortunas colosales. Cada día salía a la luz una nueva reliquia, y no sé cómo el tesoro francés pudo soportar un saqueo parecido. Bueno, el caso es que en las reliquias está el principio y fin de esta historia, muchacho, aunque os sea difícil de creer.
– Tendréis que perdonarme, frey Dalmau, pero no veo la relación.
– No me extraña, Guillem. Todavía hoy me admira la complicada e increíble historia en que nos metió D'Arlés, sólo para salvar el pellejo. Habíamos conseguido encontrar la pista definitiva que nos llevaría al traidor, cuando D’Arlés se presentó para comunicarnos que había encontrado una reliquia auténtica, que había hablado con nuestros superiores y que se había decidido que su búsqueda era prioritaria. Había que encontrarla para ofrecérsela al rey de Francia y calmar así su cólera contra la orden.
– ¿Y os lo creísteis?
– Sí y no, nos creímos lo que decía D'Arlés, pero no nos creímos la naturaleza de la reliquia en cuestión. Llevábamos dos meses en el desierto, aislados de nuestros compañeros, únicamente en contacto con nuestros informadores árabes, y no os miento si os digo que estábamos exhaustos. Pero, por fin, habíamos logrado abrir una brecha en nuestra investigación, un camino que nos llevaba, directo, al nombre de nuestro traidor. Y aparece D'Arlés con una historia demencial.
– ¿Qué debíais buscar, una sandalia de Nuestro Señor o el mendrugo que sobró de la Santa Cena?
– ¡Oh, no, amigo mío! Se trataba del Manto de la Virgen. D'Arlés juró que su plan había sido aprobado y que debíamos partir de inmediato, que el comerciante que poseía la reliquia nos estaba esperando y que nuestros superiores habían insistido en que fuéramos nosotros los encargados de la misión, ya que no deseaban más filtraciones. Tuvimos una reunión de urgencia, no podíamos abandonar nuestra investigación en el punto en que se hallaba, y para nosotros lo prioritario era encontrar al traidor. Decidimos enviar a Jacques el Bretón para que continuara, pensando que en un par de días nos reuniríamos con él. Guils estaba furioso, convencido de que nos habíamos vuelto completamente locos y aullando que no daría ni un paso hasta tener la confirmación del maestre para aquella demencial misión. Pero estábamos muy lejos de San Juan de Acre y D'Arlés jugó muy bien su papel.