– Pero vosotros todavía desconocíais el nombre del traidor. -Así es. Jacques el Bretón lo averiguó dos días más tarde, y nosotros fuimos capturados y encerrados en una mazmorra siria. Mientras tanto, D'Arlés se escapaba a Francia, a convencer al rey Luis.
– ¿Qué ocurrió?
– Cuando llegamos al lugar indicado, D'Arlés dijo que se adelantaba para recibir al individuo del Manto, mientras nosotros aligerábamos las monturas. Pero no había ningún comerciante ni Manto: D'Arlés nos había vendido y fuimos atacados y capturados, Guils, mi hermano Gilbert y yo. Pasamos dos años en aquella mazmorra, mi hermano murió allí, y nosotros también hubiéramos muerto de no ser por Jacques el Bretón. Nos encontró, nos sacó de aquel inmundo agujero y nos contó lo que había ocurrido.
– ¿Y D'Arlés?
– Se presentó ante el rey de Francia con un mugriento trapo, jurando que se trataba del Manto de María. Contó que el Temple tenía escondida la reliquia porque tenía propiedades milagrosas de curación, que él, en persona, había insistido en donarla al rey, pero que la orden se lo había prohibido. Dijo que su fidelidad a Luis era mayor que la que sentía por el Temple, que suplicaba su protección porque la orden había puesto precio a su cabeza y que, al mismo tiempo, le suplicaba discreción. Que a pesar del gran sufrimiento que le había causado la orden, conocía la valentía y honradez de muchos de sus miembros y no quería ofenderlos, por ello rogaba al rey que sólo comunicara al Gran Maestre el resultado de su acción y que quedara secreto para el resto. Luis estaba encantado, con el trapo, con D'Arlés y con la idea de soltarle una dura reprimenda al maestre Thomás de Berard. Pero mi hermano Gilbert estaba muerto y tanto Guils como yo habíamos perdido dos años encerrados, sin saber nada.
– Podríais haberle descubierto.
– Lo intentamos. También lo intentó el maestre Berard, pero Luis no quiso oír nada. «Francia no necesita ni tiene espías», le dijo, negándose a escuchar cualquier hecho delictivo de D'Arlés, ni tampoco a poner en duda la autenticidad de la reliquia. Ya os he dicho que estaba encantado. En cuanto a D'Arlés, podéis suponer que se hizo un nombre en la corte y se convirtió en el brazo derecho de Carlos d'Anjou, el hermano menor de Luis. Berard estaba convencido de que siempre había trabajado para él y es posible que tuviera razón.
– ¡Carlos d'Anjou! Un hombre ambicioso -dijo Guillem, asombrado por toda la historia.
– Eso es decir poco, querido muchacho. Es un hombre sin escrúpulos, con un servicio de espionaje digno de un rey, y que tiene en su centro a D'Arlés. Ambos son almas gemelas, no se detendrán ante nada, ni tan sólo ante el Papa que ahora come en su mano.
– Recuerdo unos versos que me enseñó Guils, no hace mucho. -Guillem se concentró para recordar mejor el poema-. Creo que son de uno de nuestros hermanos.
El Papa prodiga indulgencias a Carlos y a los franceses para luchar contra los lombardos y, en contra nuestra, da pruebas de gran codicia, ya que concede indulgencias y dona nuestras cruces a cambio de sueldos torneses.
Y a cualquiera que quiera cambiar la expedición a Ultramar por la guerra de Lombardía nuestro legado le dará poder, puesto que los clérigos venden a Dios y las indulgencias, por dinero contante.
– Versos del templario Ricaut Bonomel, muchacho, que explican claramente cuál es la situación actual. -Dalmau bajó la mirada, abatido-. Carlos d'Anjou no se detendrá ahora, ha conseguido que el Papa apoye y financie su ambición en Sicilia y que, a través de él, aniquile a toda la dinastía del emperador Federico, los Hohenstauffen. Sin embargo, su ambición va más lejos, hacia Constantinopla, el viejo imperio de Oriente. Tierra Santa abandonada a su suerte, en tanto el Papa desvía dinero y gentes para Carlos, en el corazón de Occidente, en una guerra de cristianos. Son malos tiempos para nosotros, Guillem.
– ¿Por qué la Sombra? ¿Por qué este nombre? -preguntó el joven, interesado.
– Por su forma de matar. Se ha convertido en un asesino experto, el brazo ejecutor del D'Anjou. El apodo se lo pusieron los genoveses, por su habilidad en no dejar rastro, se rumoreaba que después de derramar sangre, lo único que puede percibirse de él es el murmullo de una sombra desvaneciéndose. Muy poca gente conoce su rostro, vive en la sombra que proyecta Carlos d'Anjou y se ha convertido en una leyenda entre los espías.
– Pero vosotros sabéis quién es -afirmó Guillem.
– Sí, pero vamos quedando pocos. Guils, Jacques y yo, juramos encontrarle y ejecutarle, en un pacto de sangre. Bernard nos ha dejado a medio camino, sólo quedamos Jacques y yo.
– Contad conmigo, frey Dalmau, ocuparé el lugar de Guils. -No, Guillem, vos tenéis otro trabajo. Debéis buscar lo que robaron. La Sombra es nuestra tarea desde hace años. No debéis inmiscuiros en nuestra caza. Es algo personal que no tiene nada que ver con vos, ni con la Orden. Alejaos de D'Arlés.
– Frey Dalmau había hablado con autoridad, sin una vacilación.
– Pero es posible que matara a Guils, y si fue así, ¿por qué no le reconoció?
– Le reconoció, aunque tarde. Bernard nos envió un último mensaje con su nombre. Es posible que D'Arlés haya cambiado después de tantos años, o que encontrara la «máscara» perfecta para engañar a Bernard, no lo sé. Quizás estaba distraído, cansado… Es posible que nunca lo sepamos, ahora no es importante.
– Si la Sombra va detrás de lo que llevaba Guils, es posible pensar que es algo que interesa a Carlos d’Anjou. ¿No creéis, frey Dalmau?
Dalmau estaba absorto en sus propios pensamientos, con la mirada perdida en algún punto de la oscuridad. Tardó unos segundos en responder.
– De eso podéis estar seguro, muchacho.
– Entonces, necesito saber de qué se trata. ¿Qué era lo que Guils transportaba? ¿A quién iba dirigido? ¿Quién era su superior, de quién recibía las ordenes? -Las preguntas se agolpaban en la mente de Guillem.
Frey Dalmau lo miró fijamente, con preocupación. Ignoraba hasta qué punto aquel joven estaba preparado para dar el último paso. Bernard lo había protegido hasta el final, lo había alejado de aquella decisión que una vez ambos habían tomado y que había determinado sus vidas. Dudaba, a pesar de que las circunstancias parecían empujar al joven Montclar, hacia aquella delgada línea que, una vez cruzada, no tenía retorno. Debía pensarlo, no estaba seguro de que fuera la mejor solución. Esperaría y quizá Bernard, allá donde estuviera, le enviaría una señal que le guiara.
– Debéis buscar a D'Aubert, es muy posible que él sea el ladrón, y la pista del traductor de griego es un buen inicio. Concentraos en buscar toda la información posible del robo, no os preocupéis de nada más.
– ¿He de entender que vos seréis mi superior inmediato, frey Dalmau?
– Si ello os tranquiliza, así podéis pensarlo, Guillem.
El joven lo estudió con curiosidad, convencido de que podría darle mucha más información, pero no insistió. Sabía que no conseguiría nada, llevaba el tiempo suficiente con Guils para aceptar que hay respuestas que no existen. Necesitaba respirar aire puro con urgencia, aquel lugar le deprimía y la oscuridad empezaba a pesarle físicamente. Dalmau pareció intuir los sentimientos del joven y levantándose, dio por terminada la reunión.
Guillem salió al gran patio central de la Casa, respirando con fuerza, como si hubiera estada inmerso en una tinaja de agua durante demasiado tiempo. Se apoyó en el pozo que había en el centro, concentrando su mirada en el oscuro vacío. Imaginaba a Guils en el barco, alargando la mano hacia el cuenco de agua, sin prestar atención al rostro que se lo ofrecía, perdido en sus propias reflexiones. ¿En qué estaba pensando? Lo contempló mientras se acercaba el cuenco a los labios y bebía, distraído, sin sospechar que sería su último sorbo de agua, palpando su camisa para encontrar la seguridad de que «aquello» seguía allí. De golpe, recordó la silueta que había visto desaparecer en casa del anciano judío, ¿ la Sombra? Por un instante habían respirado el mismo soplo de aire.