Inició su recorrido en busca del veneciano por las tabernas del puerto, y a la sexta lo encontró. Estaba ante una mesa, con una jarra de vino y cara de pocos amigos. Guillem se acercó a él.
– ¿Me permitís invitaros a una ronda, capitán? -El joven se sentó a su lado, sin esperar la respuesta.
– ¿Qué ocurre? ¿Acaso os interesa el trabajo? Porque si no es así, os juro que no deseo perder el tiempo. -La voz de D'Amato empezaba a tener la misma textura del vino barato que consumía.
Guillem puso una bolsa de cuero encima de la mesa y sonrió al hombre.
– Vaya, vaya…, está claro que el trabajo no os interesa. Pero algo habrá de vuestro interés para que esta bolsa acabe en mis manos, ¿no es así? -La mirada del veneciano había que dado fija en la pequeña bolsa de cuero, calibrando su peso, el tipo de moneda que podía contener, su tacto.
– Un poco de información, nada más -contestó Guillem. -Mientras el peso de la bolsa y el de la información estén en equilibrio, procuraré complaceros. -El veneciano pidió otra ronda, observando a su interlocutor con interés-. Dejadme adivinar…, seguro que os interesa uno de mis pasajeros, uno que llegó medio muerto a la playa. ¿Me equivoco? ¿Acaso era vuestro padre?
– Os equivocáis, capitán, mi padre hace tantos años que está muerto que ni recuerdo su cara. Tampoco sé nada de ningún moribundo, ni me interesa. Lo que deseo saber es todo lo que sepáis acerca de uno de los miembros de vuestra tripulación, uno que recogisteis en el puerto de Limassol, en una de vuestras paradas.
– ¡Ese mal nacido, hijo de Satanás! Maldita sea su estampa -aulló D'Amato en un arranque de cólera. El color de su rostro subió varios tonos, pasando del rojo al escarlata-. ¡Ha desaparecido, me ha dejado plantado, varado en esta maldita ciudad! Nunca debí fiarme de él. Desde el primer día supe que era un maldito traidor, escoria. ¿A vos, qué os ha hecho?
Guillem meditó la respuesta, pues no quería que el veneciano relacionara a Guils con aquel asunto.
– Estafó a un comerciante de Chipre y huyó. Me han contratado para llevarlo de vuelta, de la manera que sea. Ya conocéis las malas pulgas de los mercaderes chipriotas. No sé demasiado del asunto ni me importa, pero creo que la hija de ese comerciante tiene algo que ver.
– O sea, que es un maldito estafador que utilizó mi barco para huir. No me extraña la prisa que tenía por abandonar Limassol. Y no me sorprendería que también fuera un criminal. El hombre al que sustituyó apareció muerto, asesinado.
– ¿Asesinado? -Guillem sólo parecía mostrar una indiferente curiosidad.
– Eso he dicho. Uno de mis pasajeros, un médico judío, comentó que había sido del corazón, pero… ¡ca!, ni hablar. Aquel bergante tenía una salud de hierro. Además, vi la mirada de aquel mercenario, el tal Guils, el moribundo de la playa, cuando estaba examinando el cadáver. ¡Menuda ralea de pasajeros, sólo me faltaban ellos, otro atajo de escoria!
– ¿Ese tipo, el estafador, os provocó problemas durante el viaje? -El joven tanteaba el terreno, sin prisas, un excesivo interés pondría al veneciano en guardia.
– ¿Problemas? Amigo mío, no paró de crear conflictos durante toda la travesía. Estaba donde no tenía que estar, que es lo peor que se puede hacer en una embarcación, no tenía ni idea de hacer el nudo más sencillo, era un inepto. Llegué a la conclusión de que se había embarcado por algún motivo oscuro.
– ¿Qué queréis decir?
D'Amato se acercó a él, en tono confidencial. El fuerte olor a vino, en oleadas, llegaba hacia el olfato de Guillem. -Observé que no le quitaba el ojo a uno de los pasajeros, ese tal Guils del que os hablaba. Desatendía todas sus obligaciones para estar lo más cerca posible de él, cualquier excusa era buena si lo acercaba a ese hombre, pero se dio cuenta de que yo lo vigilaba, de que no me engañaba, y entonces intentó disimular su interés. Pero eso no es posible con Antonio d’Amato, amigo mío, no soy tonto. Pensé que quería robarle, pero ya me diréis qué demonios iba a robar a un mercenario como aquél.
– No tengo la menor idea -le contestó Guillem apurando su jarra y pidiendo otra ronda. Se había percatado de que la bebida aflojaba la lengua del veneciano-. De todas formas, capitán, es un comportamiento extraño para un ladrón.
– Vamos, compañero, no seáis ingenuo, ése tenía de ladrón lo que yo de genovés. No sé si estafó a vuestro patrón, pero de lo que estoy seguro es que buscaba alguna cosa y os juro que no debía de ser nada bueno. ¡Fijaos que incluso he llegado a pensar que tenía algo que ver con la enfermedad del tal Guils, el mercenario, quizás hasta con su muerte!
– ¡Otro asesinato! Creí que me habíais dicho que este hombre no había muerto, que estaba enfermo pero vivo.
– Se rumoreó que estaba borracho, pero os puedo asegurar que eso no es cierto. Era un hombre extraño pero no un borracho. Y estaba muy enfermo. Vos no le visteis la cara cuando desembarcó, pero os juro que era el rostro de un muerto.
D'Amato se persignó tres veces para alejar los malos espíritus y continuó en tono enigmático.
– Os lo contaré porque me caéis bien, compañero. Un día, durante la travesía, encontré a ese malnacido repartiendo las raciones de agua, y ése no era su trabajo. Cuando se dio cuenta de que lo había visto, salió corriendo. A1 principio pensé que, como siempre, estaba eludiendo sus tareas, más duras, desde luego, pero después…, cuando ese hombre se puso tan enfermo, no dejaba de pensar en el día que lo había visto trasegar con el agua.
– Pero ¿por qué haría una cosa así? -preguntó Guillem. -¡Ja!, por cualquier buena cantidad de oro, amigo mío -le respondió el veneciano, convencido del valor del metal-. ¿Por qué otra razón había de ser? Ha sido una travesía de pesadilla, con problemas con la tripulación y con los pasajeros… y ahora que recuerdo, también hemos tenido un ladronzuelo, un auténtico profesional el tal D'Aubert, siempre con la mano metida en bolsa ajena. Con mis propios ojos contemplé cómo desvalijaba a uno de los frailes sin que éste se diera cuenta. Unas manos rápidas y limpias, sí señor, en el último momento y a punto de desembarcar y ¡zas!, la bolsa del fraile ya estaba en otras manos.
Guillem insistió en pagar una nueva ronda, aunque ya sabía todo lo que tenía que saber. Había vaciado al veneciano de toda la información necesaria. Sin embargo, todavía se quedó un rato con él, escuchando sus diatribas contra marineros y pasajeros, pisanos y genoveses. Mientras D’Amato hablaba, algo se iba perfilando en sus pensamientos. Ya se despedía, cuando le preguntó por D'Aubert.
– ¿Sabéis adónde ha ido?
– Se fue corriendo como un conejo, antes de que se llevaran a Guils. Estaba en la playa, rondando como un hurón y vigilando cualquier descuido para sacar ganancia. No me extrañaría que hubiera desvalijado al propio moribundo, aprovechando que estaba medio muerto ¡Ralea de malditos cobardes!.
Guillem salió de la taberna. Las piezas iban encajando poco a poco. Pensó entonces que era posible que D’Aubert hubiera robado a Guils en la playa, aprovechando el momento en que Abraham hablaba con Camposines, y que después huyera. O quizás, antes de desembarcar. Si había robado al fraile, era probable que hubiera probado suerte con un hombre gravemente enfermo. Y después había llegado el otro, convencido de encontrar algo que ya no estaba en su lugar.
Algo por lo que estaba dispuesto a matar. No tenía ni idea de lo que Guils transportaba, pero estaba seguro de que si D'Aubert lo había robado, estaba en un grave peligro de muerte. O sea que se imponía encontrar al ladrón, antes de que el asesino de Guils diera con él. A1 mismo tiempo que reflexionaba, descubrió una manera para controlar su miedo, incluso para hacerlo desaparecer. Un nuevo sentimiento le exigía encontrar al asesino de Guils y matarlo con sus propias manos. En su ánimo cobraba fuerza una sensación desconocida, que iba a convertirse en su compañera durante un tiempo.