– ¡Maldita sea, Bernard., no voy a poder sacarte de mi cabeza en lo que me resta de vida!
A la mañana siguiente, después de un sueño reparador y un buen desayuno en la cocina del convento, Guillem de Montclar se encaminó, con paso decidido, hacia el barrio marítimo. Antes de salir, había preguntado por frey Dalmau, el oficial templario encargado de los asuntos comerciales de la zona del puerto y le habían contestado que ya había salido hacía unas horas y que le encontraría allí.
La mañana aparecía gris y sobre la ciudad caía el peso de oscuros nubarrones que amenazaban lluvia. Guillem husmeó el aire, inspirando la fría humedad, y apretó el paso en tanto su mente ordenaba el plan del día. La amenaza de lluvia no influía en la actividad del barrio, en pleno rendimiento, con una muchedumbre deambulando en todas direcciones. El joven pensó que éste constituía un magnífico lugar para pasar desapercibido, aunque cambió de idea al observar los penetrantes ojos de frey Dalmau clavados en él desde la distancia. No había nada que escapara a la observación de aquel hombre, habituado a distinguir lo que le interesaba entre una multitud. Se acercó a él, lentamente, con una sonrisa irónica ante la agudeza visual de su hermano.
– Buenos días, frey Dalmau, empezáis muy pronto el día. -Buenos días, hermano Guillem. Por lo que parece, el tiempo está bien repartido, unos empezamos al alba y otros lo acaban empujando una carretilla.
– Las noticias corren muy rápido en la Casa.
– Ya sabéis, hermano, lo mucho que le gusta al Temple estar bien informado y esto debe contagiarse a sus miembros. Últimamente estábamos un poco aburridos y la verdad, todos preferiríamos seguir aburridos si con ello evitáramos la muerte de uno de los nuestros. Pero no os haré perder el tiempo con palabrería. Decidme en qué puedo ayudaros.
– Quería que me indicarais dónde puedo encontrar al tal Camposines, el comerciante del que me hablasteis. -¿Camposines? Con gusto lo haré, aunque dudo de que él os pueda ayudar demasiado. El problema de los comerciantes, un problema que ellos consideran virtud, es que su mirada pocas veces se aparta de su mercancía y me parece que no estáis interesado en pigmentos para el tinte.
– Frey Dalmau -rogó Guillem con una sonrisa-, por algo hay que empezar y en mi situación cualquier camino es bueno.
– ¿Tan mal andamos? -Dalmau lo observaba con atención, intentando encajar al joven en su particular escala de valores-. Veréis, muchacho. Ayer, cuando la barca arribó a la playa y dejaron a Guils tendido en la arena, me fijé en un detalle un poco extraño que quizás os sirva de algo.
– ¿De qué se trata?
– Cuando Abraham hablaba con Camposines, vi que el hombre que se había quedado con Guils se largaba, y uno de los miembros de la tripulación se acercó al enfermo como si estuviera interesado en su estado. Pero no era interés por su salud lo que demostró. En realidad, hizo un registro completo de Bernard, con unas manos realmente rápidas y educadas en estos menesteres. Y esto no es lo más extraño…
– Me tenéis en ascuas, hermano Dalmau. -El joven estaba nervioso ante la precisión de los recuerdos del administrador. -No perdáis la paciencia, muchacho. Después del registro, el individuo se levantó de un salto, parecía muy sorprendido y enfadado. Miró a su alrededor, luego a Guils y cuando estaba seguro de que nadie lo observaba, le pegó un brutal puntapié al hermano Guils, que gracias a Dios estaba inconsciente. Después se largó en dirección al barrio de Santa María, hacia la Ribera. ¿Qué opináis?
Guillem se había quedado sorprendido ante la historia y no acababa de comprender el significado de aquello. Frey Dalmau, el administrador, viendo su desorientación, continuó:
– Escuchad, lo que quiero decir es que este hombre buscaba algo y estaba convencido de que lo tenía Guils. Cuando no lo encontró, se sorprendió y enfureció hasta el extremo de desahogar su frustración en un pobre moribundo, arriesgándose a ser visto por alguien. Y lo que es más, me he enterado esta mañana de que ese tipo se ha largado, dejando plantado al capitán D Amato. El veneciano está de un humor de perros buscando un sustituto para poder largar amarras. ¿No lo encontráis interesante?
Guillem pensó unos segundos antes de contestar, empezaba a comprender el hilo conductor que le brindaban.
– Indica que lo que quería este individuo, fue robado a Guils antes de llegar a la playa. No se os escapa nada, frey Dalmau, me extraña que la orden no os haya dado un trabajo como el mío.
Dalmau lanzó una carcajada. Le gustaba aquel chico. -Porque esta misma habilidad es lo que salva al Temple de los malos negocios, Guillem, y ya sabéis que sin buenos negocios estamos perdidos.
Guillem se contagió del buen humor del administrador y ambos rieron de la mala fama mercantilista que tenía su orden. -Me recordáis los chistes malos de un buen amigo.
– Os comprendo, yo también conocía a Guils y muchas de mis ocurrencias son fruto de su ingenio, que no del mío. Juntos, nos habíamos reído mucho en Palestina, luchando codo con codo. Cuando le vi desembarcar en aquel estado, a punto estuve de correr a su lado, pero no lo hice, no le hubiera gustado que le descubriese y me quedé aquí, paralizado e impotente, viendo cómo Abraham se lo llevaba. Mandé recado urgente a la Casa de lo que estaba pasando.
– Desconocía que Guils tuviera buenos amigos en la Casa, pero os comprendo. No hubierais podido hacer nada por él, nadie podía ya hacer nada…
– Podría haber estado a su lado, Guillem, compartir su soledad en el último momento. Podría haber dado una paliza de muerte al individuo que le pegó un puntapié y llevarlo a ras tras hasta la Casa para que explicara su indigna conducta. Fijaos en las cosas que hubiera podido hacer, y no hice nada. Ya veis, hermano Guillem, que yo os puedo explicar mis problemas, en tanto que vos y Guils no podéis compartir nada, ésa es la diferencia. Un trabajo solitario el vuestro.
Guillem asintió, el administrador había descrito su trabajo con una sola palabra: soledad. Sin Bernard, esta soledad se hacía irrespirable y sólo entonces se dio cuenta de lo que su muerte representaba para él, y comprendió el intenso miedo que sentía en su interior.
– Debéis encontrar a D’Amato, muchacho. Ignoro si el individuo del que os he hablado pueda ser el asesino de Guils, pero es un buen sospechoso, mucho mejor que Camposines.
– ¿Y cuál es el mejor lugar para encontrar al capitán veneciano?
– Yo recorrería todas las tabernas del puerto. Seguro que lo encontráis en una de ellas, borracho o buscando tripulante nuevo, o ambas cosas a la vez.
Guillem agradeció su valiosa ayuda y Dalmau prometió tener los ojos bien abiertos y los oídos prestos a cualquier rumor interesante. Ya estaba a punto de marcharse, cuando se dio la vuelta de repente.
– ¿Frey Dalmau, tiene para vos algún significado la palabra «sombra»?
Se arrepintió de la pregunta ante la sorprendente reacción de frey Dalmau. Su cuerpo se tensó, rígido como una vara, y su expresión pacífica se transformó en una mueca de ira y miedo.
– Escuchad, muchacho, ésta es una pregunta peligrosa y debéis ser prudente al hacerla. Ahora no es momento de hablar, pero quiero saber dónde la habéis oído y en qué circunstancias. Nos veremos esta noche, en la Casa, en la habitación de Arnau y charlaremos. Ahora marchaos y buscad a D'Amato. Averiguad todo lo que podáis sobre aquel hombre de la tripulación.
No era un simple comentario, era una orden y eso asombró a Guillem. Frey Dalmau todavía conservaba aquella expresión de rabia contenida, como si algo hubiera removido un poso profundo y espeso. El joven se preguntó qué podía causar aquella reacción. ¿De qué se enteraría aquella noche? Necesitaba la guía de Bernard, su experiencia y seguridad, sin él se sentía perdido. Apartó aquellos pensamientos, que sólo aceleraban el miedo que sentía de no estar a la altura de las circunstancias. Fuera lo que fuese lo que el hermano Dalmau tuviera que contarle, tendría que esperar. Mientras tanto, tenía mucho trabajo que hacer.