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Frey Arnau, apenado, lo contemplaba sin intervenir. -Necesitáis descansar, muchacho, tomaros un respiro. Guillem le miró mientras intentaba recuperar la respiración y controlar los frenéticos latidos de su corazón a punto

de estallar. Su mirada fija pero extraviada inquietó al boticario.

– ¿Todo está en orden, Guillem?

– Nada ni nadie está en orden en este maldito mundo, hermano. Alguien ha entrado en casa de Abraham antes que yo y lo ha revuelto todo, como si un huracán hubiera pasado por allí en su ausencia. Mucho me temo que no podrá volver en un largo tiempo. Abraham va a necesitar toda la protección de la orden si quiere seguir vivo.

– Por cierto, quiere hablar con vos, ha recordado algo y dice que es muy importante.

Más recuperado, Guillem se encaminó a las habitaciones del boticario, seguido por éste, todavía preocupado por el estado del joven. Abraham estaba inclinado sobre unos pergaminos que observaba con atención, cuando entraron en la estancia. Se alegró de ver a Guillem sano y salvo, aunque mostró una gran preocupación al enterarse de las últimas noticias, la idea de que alguien hubiera perturbado la intimidad de su casa le producía una profunda inquietud.

– Mi buen muchacho, ¿qué es lo que tengo que hacer ahora? Mi casa es lo único que poseo y no deseo comprometer a mi comunidad en este problema, ya tiene suficientes.

Frey Arnau asintió a las palabras de su amigo, conocía las dificultades y los malos tiempos que se cernían sobre la comunidad judía. Tomando a Abraham por el brazo le tranquilizó.

– Lo he estado pensando, amigo mío, y creo que lo mejor es que os alejéis de la ciudad una temporada. Dentro de unos días, sale un destacamento de los nuestros hacia el Rosellón, a la encomienda del Masdeu. Iremos con ellos y pondremos distancia al problema.

– Mi buen amigo Arnau. -Abraham parecía conmovido por la generosidad de su compañero-. Vos no tenéis que emprender este viaje; no podéis abandonar vuestras obligaciones y no quiero implicaros más, con uno que esté en peligro es suficiente.

Guillem intervino, interrumpiendo a frey Arnau que ya se preparaba para lanzar un discurso.

– Ambos debéis marcharos, de eso no hay duda alguna, los dos sabéis demasiado y si os quedarais, representaría un problema para mí porque no puedo garantizaros una protección total. Y creedme si os digo que este asunto es realmente peligroso. La muerte de Guils es buena prueba de ello.

– Se acabó la discusión, Abraham, el muchacho tiene toda la razón del mundo. Y ahora, decidle lo que habéis recordado y os tiene tan preocupado.

– Bien, procuraré ser lo más preciso que pueda. Veréis, Guillem, no sé si para vos tendrá algún sentido lo que os voy a contar y tampoco estoy seguro de que todo ello no sea más que producto de alucinaciones del pobre Guils, pero bueno, en los últimos momentos de su agonía, recobró el conocimiento, gritó vuestro nombre y después, al reconocerme, me rogó que me pusiera en contacto con el Temple, me dijo que os haríais cargo del problema y después…

– ¡Después, qué! -Guillem casi gritaba, cosa que le valió una mirada de reprobación del boticario.

– Después me dijo que tenía que avisaros de una sombra. -Abraham respondió velozmente, casi avergonzado. -¿Una sombra? -preguntaron sus interlocutores a la vez. -Sí. Exactamente, debía avisaros de una sombra. «La sombra que surgiría de la oscuridad», eso dijo. Después murió. Los tres hombres se quedaron en absoluto silencio, cada uno inmerso en sus propias cavilaciones, intentando dar un sentido lógico a las últimas palabras de Guils. ¿Una sombra? ¿Una sombra surgiendo de la oscuridad? «Evidentemente -pensaba frey Arnau-, toda sombra que se precie debe salir de la oscuridad para manifestarse… qué extraño galimatías.»

Guillem no salía de su asombro. ¿Qué demonios quería decirle Bernard con aquellas palabras, qué mensaje intentaba transmitirle? Parecía claro que era una señal de alerta, pero ¿de qué le prevenía? «Sombra» no era una palabra que entrara en el código secreto que ellos utilizaban, y que el propio Guils le había enseñado. ¿Sombra y oscuridad? ¿Qué significaba todo aquello?

Abraham intentaba recordar cualquier detalle que le hubiera pasado por alto, cualquier minucia que ayudara a clarificar aquel enigma, pero todo había ocurrido tan rápido que, incluso ahora, se veía incapaz de asumir que no fuera más que el producto de un mal sueño, una pesadilla atroz de la que despertaría en cualquier momento, en su casa, en su sillón favorito. Pero ya no tenía casa adonde ir y se veía obligado a huir como un delincuente. Notó que el miedo había hecho un cómodo nido en su interior y no tenía intenciones de abandonarlo, más bien al contrario, crecía a cada minuto que pasaba.

– Bien, lo tendré en cuenta -reaccionó Guillem, con expresión dubitativa-. Aunque no le encuentro significado, pensaré en las palabras de Bernard y actuaré con prudencia. Pero ahora debemos descansar, Abraham, aunque sólo sean unas horas, todos estamos agotados por los últimos acontecimientos y es difícil pensar en este estado

– Reconozco que ha sido excesivo para mí -convino el anciano judío con el cansancio reflejado en el rostro-. Mañana será otro día y pensaremos con más claridad. Confieso que no podría seguir ni un segundo más, mi salud no es buena.

Frey Arnau se mostró totalmente de acuerdo, el peso de las emociones también le afectaba. Comentó que se ocuparía de Abraham y salió en busca de algo que comer, no sin antes señalar que no olvidaría las medicinas del anciano.

– ¡Señor, las medicinas! -susurró Abraham-. Ni siquiera he recordado que debía tomarlas, creo que incluso he olvidado que estoy enfermo. Siento mucho no haber podido hacer algo más por vuestro compañero, Guillem.

– Hicisteis lo humanamente posible, Abraham, no permitisteis que muriera solo, abandonado en la playa, como un fardo de mercancía olvidado. Y eso fue importante. Pero debéis cuidaros. No sabía que estuvierais enfermo y lamento haberos presionado tanto con mis preguntas. Espero que me perdonéis.

– No hay nada que perdonar, muchacho, mi salud es la propia de mi edad y me alegra poderos ayudar en lo que sea. No dudéis en presionarme si este viejo judío todavía os sirve de auxilio.

Guillem se despidió con afecto del anciano y salió de la habitación. Andaba despacio, hacia el gran patio de armas, el corazón de la Casa. Necesitaba aire fresco y soledad para pensar y ordenar sus pensamientos. Todo era excesivamente confuso y las emociones todavía dominaban su alma. Tenía que poner orden, situar cada pieza en el lugar correspondiente y prescindir de lo superficial. En una palabra, aferrarse a los hechos, y uno de ellos era la muerte de Bernard Guils. ¿Por qué había muerto? Alguien quería apoderarse de lo que llevaba, no había otra razón. Sabían que no podían robarle fácilmente, no a Guils, no al mejor. Necesitaban matarlo antes y eso indicaba que le conocían, que sabían quién era. Pero ¿veneno? ¿En una nave en que casi todos compartían la comida, en que cualquier irregularidad alertaría a Bernard? ¿Cómo se lo habrían suministrado sin levantar sus sospechas? Era muy desconfiado y precavido, y en sus largos años de servicio acumulaba una gran experiencia. ¿Cómo lo habían hecho?

¿Y cuál había sido el momento del robo? Averiguarlo determinaría a los posibles sospechosos, a los que se encontraran más cerca de él y tuvieran la posibilidad de sustraer aquel misterioso paquete. Hay que empezar desde el principio, pensó, buscar a todos los que estuvieron cerca de Guils, oír sus versiones. Alguien tenía que haber visto algo, por estúpido que fuera, algo a lo que no había dado la menor importancia y que, sin embargo, la tenía.

Iniciaría sus investigaciones por la mañana. Necesitaba descansar y dejar de pensar, de dar vueltas y vueltas sobre el mismo eje sin llegar a parte alguna. Pensó en pasar unos instantes por la capilla de la encomienda pero desistió. De nada serviría alargar aquel interminable día y era mucho mejor dormir en una cama que en un banco de la iglesia. No, dejaría los rezos para el día siguiente, con la mente clara y el cuerpo a punto. «Si tu vida depende de una oración, reza, pero si depende de ti, cosa harto frecuente, olvídate de letanías y mueve el culo, chico.» Máxima número dos mil quinientas treinta, del interminable libro de instrucciones de Bernard Guils, pensó Guillem con una triste sonrisa.

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