Bernard Guils se desplomó en el lecho, agitado, presa de sus alucinaciones. Se encontraba en el camino, cerca del Jordán, había andado por el desierto y estaba exhausto y sediento. Fue entonces cuando la vio, estaba allí, esperándole, como si no hubiera hecho otra cosa en la vida que aguardarle. Blanca como la capa que llevaba sobre los hombros, con la crin al viento, las patas delanteras golpeando el aire, lanzando un relincho de bienvenida. Su hermosa yegua árabe le estaba esperando hacía mucho tiempo. Se acercó a ella, acariciándole la cabeza, hablándole en un susurro como sabía que le gustaba y, cogiendo las riendas, montó con suavidad. Ya nada le ataba a su pasado, una nueva vida se abría ante sus ojos y ni tan sólo volvió la cabeza, sonrió y cruzó el Jordán.
Abraham vio cómo una gran paz se extendía por la cara de Bernard, cómo su cuerpo se relajaba liberado del dolor, el estertor desaparecía y con él, la vida. Una enorme tristeza se apoderó del anciano médico cuando cerró el único ojo entreabierto y cubrió su rostro con la sábana. Se quedó sentado, inmóvil y sus labios empezaron a recitar una oración hebrea por aquel cristiano que no había podido salvar.
Unos golpes en la puerta lo sacaron de su ensimismamiento. No tenía ni idea del tiempo que llevaba allí, sentado al lado del cadáver. Pero ni tan sólo los golpes lograron perturbar su espíritu, se levantó lentamente, como si el cuerpo le pesara y se encaminó a la puerta. Su amigo Moshe, el carnicero, estaba ante él con una expresión de disculpa en la mirada.
– Abraham, siento mucho mi comportamiento anterior, no tenía derecho a juzgarte tan severamente, te pido perdón. -Su mirada expresaba tal arrepentimiento que el médico no pudo negarle la entrada, divertido ante los escrúpulos de su amigo. -Pasa, viejo cascarrabias judío, dentro de un rato pensaba ir a buscarte.
– ¿Cómo está tu paciente? ¿Has logrado que se recuperara? ¿Necesitas algo? -Moshe ya no sabía cómo disculparse. -Ha muerto no hace mucho. Poco he podido hacer contra un veneno tan potente como el que han utilizado para robarle la vida -contestó Abraham, invitándole a que pasara a la pequeña estancia que le servía de comedor.
– ¡Veneno! -exclamó Moshe.
Abraham le contó la historia sin ocultarle nada, necesitaba hablar con alguien y conocía a Moshe desde que tenía memoria. Aunque un poco más joven que él, se habían criado juntos desde niños y siempre habían mantenido una fiel amistad. Moshe siempre había sido un conservador, como su padre, siguió la tradición familiar en su oficio y se casó con quien su familia dispuso, a pesar de que Abraham sabía que siempre había estado profundamente enamorado de su hermana Miriam y que ésta le correspondía. Pero aquellos infelices jóvenes no se atrevieron a afrontar las consecuencias y los resultados no habían sido buenos. La esposa de Moshe era una mujer autoritaria y orgullosa que le despreciaba, y su querida hermana Miriam tenía por marido a un rígido rabino que había borrado la sonrisa de su rostro.
El mundo ordenado y rutinario de Moshe sufrió un sobresalto al oír la historia de su amigo. Admiraba a Abraham desde que eran niños, sabía que tenía la amistad de un hombre sabio que le respetaba y quería.
– ¡Dios sea con nosotros, Abraharn! En buen lío te has metido. Y este pobre hombre, muerto en tu casa. ¿Qué vamos a hacer ahora?
Abraham sonrió al oír que su amigo utilizaba el plural, inmerso en la historia, realmente preocupado por su seguridad. -Tú volverás a casa y no dirás nada a nadie. Si te preguntan por mí, dirás que he vuelto a emprender un viaje para atender a un paciente y que no sabes cuándo volveré.
– Pero Abraham la gente puede pensar que no has vuelto de Palestina, lo mejor sería…
– No, Moshe -le atajó el médico-, es muy posible que alguien me viera llegar al Call, ya sabes cómo corren las noticias en este barrio, parece que nadie te ve y acabas siendo el tema principal de conversación en la sinagoga. Lo mejor será ceñirse a la verdad lo máximo posible. En cuanto a mí, haré lo que Guils me pidió antes de morir, iré a la Casa del Temple y les contaré la historia.
– Tienes razón, es lo mejor -asintió Moshe, convencido-. Es una suerte que todo este lío dependa del Temple y no del aguacil real. Pero Abraham, ¿has pensado ya con quién vas a hablar? No puedes presentarte allí diciendo «tengo un muerto que les pertenece»…
– No te preocupes, tengo un buen amigo en la Casa, uno de toda confianza. Pero necesito que me hagas un favor, ten los oídos bien abiertos, entérate de si alguien me vio llegar y habla con mi cuñada. Puedes contarle que ya he llegado, pero que una urgencia médica me obliga a marchar de nuevo. No des demasiadas explicaciones, ser demasiado locuaz es la manera de atrapar a un mentiroso.
Abraham despidió a su amigo, dándole las últimas instrucciones. Después hizo otra visita a la habitación donde Guils ya no sentía dolor ni tristeza. Aquella forma humana que escondía la sábana había emprendido un viaje que nadie podía compartir. Revisó de nuevo sus ropas, palpando cuidadosamente cada centímetro de tela, buscando en las costuras y en los bolsillos, pero no encontró nada. Pensó que era posible que todo aquello fuera parte de una alucinación provocada por el veneno, pero algo en su interior le decía que era cierto. Una de las razones era la propia muerte de Guils, su asesinato. Se necesitaba una buena razón para acabar con la vida de un hombre y la existencia de aquel paquete podía ser una causa legítima para matar.
Sin embargo, entre las ropas de Guils no había nada. Abraham se sentó al lado del cadáver e hizo un esfuerzo por recordar. Cerró los ojos y vio a Bernard en la popa de la nave, con el brazo derecho fuertemente apretado contra el pecho. Recordó los enérgicos paseos del hombre, de popa a proa, de proa a popa y de forma constante y reiterativa, el gesto de su mano izquierda rozando el pecho, como queriendo asegurarse de que algo importante seguía en su lugar. Sí, estaba seguro de que Guils llevaba algo valioso para él, pero mientras estuvieron embarcados Abraham había llegado a la conclusión de que estaba preocupado por la seguridad de su bolsa, algo muy común en este tipo de travesías, en la que se encontraban rodeados de una tripulación desconocida y, en muchos casos, proclive al hurto.
Alguien había robado a Guils aprovechando su estado o peor todavía, alguien había provocado el estado de Guils para robarle. Ocasiones para hacerlo no habían faltado, ya que desde el momento del desembarco mucha gente se había acercado al enfermo. La historia iba cobrando forma en la mente de Abraham… Guils había gritado un nombre en su agonía, Guillem, le pedía que avisara a un tal Guillem, pero Guillem qué, era un nombre común que no le proporcionaba ninguna pista. Tenía que actuar con prudencia, la intensa angustia de Bernard indicaba que aquel lo por lo que había muerto tenía una gran importancia y un gran peligro. Abraham quería cumplir sus últimos deseos, pero su información era escasa, casi mínima. Después de unos minutos de reflexión, el anciano judío tomó una decisión, tomó su capa y salió de la casa.
La tarde empezaba a caer. Tenía que apresurarse, no podía arriesgarse a que cerraran el Portal del Castell Nou y le impidieran salir hasta la mañana siguiente. A Dios gracias, la Casa del Temple estaba muy cerca y no tardaría ni cinco minutos en llegar hasta allí. No se encontró con nadie conocido, a esa hora la gente acostumbraba a recogerse y las patrullas de vigilancia aún estarían apurando los últimos instantes en alguna taberna, antes de empezar la ronda de la noche.
Su mente no dejaba de trabajar. ¿Guillem?… El maestre provincial se llamaba así, Guillem de Pontons, pero… ¿era realmente el hombre al que se refería Guils? Tendría que improvisar sobre la marcha.
Abraham tenía muy buena relación con los templarios de la ciudad. En su calidad de médico había atendido a muchos miembros de la milicia que habían solicitado sus servicios. Siempre había sido tratado con respeto y afecto, y no había que olvidar las intensas relaciones que el Temple mantenía con los prestamistas del Call, ambas partes se beneficiaban de aquella relación y hacían excelentes negocios.