Guillem esperó con paciencia hasta observar la silueta oscura que parecía trepar por los muros, vio cómo se detenía y volvía a avanzar como un gato pegado a la pared. Pasó tan cerca de él que pudo aspirar el penetrante olor a sudor frío que transpiraba, la ligera brisa que provocaba su movimiento. Transcurridos unos segundos, salió de su escondite sin que un solo murmullo delatara su presencia, entornando cuidadosamente la puerta y dispuesto a seguir con la cacería. Pero esta vez él sería el cazador.
No había avanzado muchos metros, cuando vio la presencia oscura cerca de unas casas, agazapada y a la espera. Alguien andaba delante de su perseguidor, un hombre envuelto en su capa que marchaba apresuradamente ansioso por llegar a su portal, quizá rezando para no tener que dar muchas explicaciones a su mujer. Lo que siguió a continuación fue tan rápido que Guillem no tuvo tiempo para reaccionar. El hombre que le perseguía se movió a la velocidad del viento cayendo sobre el incauto trasnochador sin un ruido, y sólo el destello del metal avisó a Guillem del fatal desenlace. Contuvo el aliento mientras un escalofrío le recorría la espina dorsal. El asesino había confundido a aquel infeliz con él y ya era demasiado tarde para ayudarlo, nunca regresaría a su casa. Observó cómo el desconocido registraba las ropas de la inocente víctima al tiempo que lanzaba un juramento, una exclamación reprimida que denotaba la frustración del asesino, porque no había encontrado lo que buscaba. Un revuelo de capa le confirmó que el individuo daba por terminado su trabajo y se alejaba maldiciendo en voz baja. Guillem reemprendió entonces la persecución.
Se alejaban de la ciudad, hacia el norte. Guillem intentaba controlar el impulso de saltar sobre aquel sicario y dar rienda suelta a su rabia contenida, pero algo reprimía su deseo. Quizás el recuerdo de la maldición que había escuchado, en italiano, una lengua que conocía a la perfección. ¿Qué motivos podía tener aquel sujeto para querer matarle? No era D’Arlés, la Sombra, su voz era totalmente distinta, alejada del tono duro y cortante, metálico, que el joven guardaba en su memoria. ¿Quizás uno de sus esbirros? Era posible que pensara que él era una pieza menor, que no se tomara la molestia de hacer personalmente el trabajo. ¿Habían descubierto su verdadera identidad? Pero ¿cómo? D'Arlés no dejaba cabos sueltos, lo tenía comprobado, por muy superficiales que éstos fueran, borraba sus huellas con la precisión de un carnicero. Entonces, ¿quién era aquel hombre al que seguía? Entraba dentro de lo posible que estuviera perdiendo el tiempo, que persiguiera a un simple salteador de caminos ya de regreso al seguro refugio de su madriguera. Tenía que arriesgarse, pensó protegiéndose tras la sombra protectora de los árboles que delimitaban el camino. Su presa caminaba delante de él, tranquila, ajena a su persecución.
La noche era clara, iluminada por una luna transparente que reflejaba una luminosidad espectral a su alrededor. Guillem pudo ver, unos metros más adelante, el perfil de una casa de campo para la que los buenos tiempos ya habían pasado, un caserón grande y abandonado con un considerable pajar a su izquierda. Allí se adivinaba un resplandor entre las rendijas de su desvencijado portón, y hacia allí se dirigía su presa, entrando en el pajar sin una vacilación.
Guillem rodeó el edificio, inspeccionándolo, buscando el espacio perfecto que le permitiera entrar sin llamar la atención. Lo encontró en el lado sur, donde una escalera indolente se apoyaba en la pared. Había sido construida con manos hábiles y a pesar de los años de escaso servicio, parecía sólida. Subió con precaución, probando la resistencia de cada escalón antes de apoyarse en él, hasta llegar a la boca oscura en donde tiempo atrás se amontonaba la paja recién cortada. Una vez arriba, se arrastró por el altillo, buscando una rendija en el suelo lo suficientemente ancha para ver cómodamente lo que sucedía unos metros más abajo.
Dos hombres estaban sentados en el suelo del pajar, comiendo y calentándose en torno a una pequeña fogata. -¿Ya has acabado tu trabajo, Giovanni? -preguntó uno de ellos al recién llegado.
– ¿No ha llegado Monseñor? -El mencionado Giovanni no parecía dispuesto a dar explicaciones.
– No creo que tarde mucho, acostumbra a ser muy puntual, como ya sabes.
– No me gusta este asunto -masculló Giovanni-. He visto a uno de los esbirros de DArlés merodeando por El Delfín Azul.
– A ti no te gusta y yo no entiendo nada. No hace ni tres días que trabajábamos juntos, la gente de DArlés y nosotros, y ahora… ¿Puede alguien explicarme este embrollo? -El hombre masticaba un trozo de pan con dificultad, sus escasos dientes provocaban un extraño silbido cuando hablaba.
– Más vale no hacer demasiadas preguntas, Carlo -respondió Giovanni-. Tu vida se alargará, a Monseñor no le gusta dar respuestas. ¡Este asunto lo ha descontrolado todo!
– Pero ¿qué demonios de asunto, Giovanni? Estamos a oscuras, ni tan sólo sabemos qué estamos buscando. Lo único cierto es que en esta ciudad se han reunido tantos espías con diferentes amos que ya nadie sabe a quién vigila.
– Te repito lo mismo que le he dicho a Carlo, cuando los -amos se pelean entre sí, más nos vale no prestar atención, Antonio. Ellos ya sabrán el porqué, yo prefiero ignorarlo.
En el exterior, el sonido de un galope se acercaba rápidamente.
– Bien, muchachos -comentó Giovanni, levantándose-, si alguien quiere acortar su vida, es momento de preguntar, creo que Monseñor ya está aquí. Más vale que nos preparemos, nuestros resultados han sido escasos.
Fray Berenguer de Palmerola aprovechó su paseo diario para acercarse hasta la Casa del Temple. Las noticias que le había comunicado aquel importante caballero francés le habían inquietado. ¿Aquel viejo judío un traidor, un conspirador? Apartó las dudas de su mente, aquella raza abominable era capaz de todo y Robert d'Arlés era un hombre de toda confianza, no le mentiría. Sabía que era un íntimo colaborador de Carlos d'Anjou, su mano derecha, y era de sobras conocido que Carlos sería muy pronto coronado rey de Sicilia y acabaría de una vez por todas con el herético linaje de los Hohenstauffen, ¡aquellos malditos gibelinos! Y, sobre todo, tenía que cuidar de sus propios intereses, el noble DArlés era una persona muy influyente y reconocía su talento, incluso había llegado a sugerir un cargo muy importante en Roma, lejos de la mediocridad de la vida del convento.
– Tenéis cualidades muy importantes para mí, fray Berenguer -le había comentado en voz baja-, cualidades imprescindibles en estos tiempos. Muy pronto estaremos en Sicilia y mi señor Carlos necesitará de alguien de su absoluta confianza, alguien que sea digno de él, ya me entendéis.
Las palabras de DArlés eran música celestial en sus oídos y habían encendido sus esperanzas. Después del desastre de Mongolia, sus posibilidades de ascender en la orden eran escasas y prueba de ello era que su superior no se había dignado todavía a llamarle a su presencia. Tenía mucho que ganar y muy poco que perder, al fin y al cabo el caballero francés sólo pedía un pequeño favor, un encargo sin importancia que no le comprometía a nada.
Cuando fray Berenguer llegó al portón de la Casa del Temple, solicitó ser recibido por el comendador, pero le notificaron que éste se hallaba de viaje. Sin embargo, podía ser atendido por el hermano Tesorero, frey Dalmau, el administrador. Mientras iban a avisarle, le instalaron en una amplia sala, iluminada por la luz que entraba a través de grandes ventanales, y a su lado dejaron una copa y una jarra de vino. Lo paladeó con deleite, el vino hecho en las grandes encomiendas templarias gozaba de merecida fama y, desde luego, no le decepcionó.
– ¡Estimado hermano! Me han dicho que deseabais hablar conmigo. -Frey Dalmau había entrado en la estancia y se dirigía hacia el dominico con los brazos abiertos.