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Alguien se abalanzó sobre él y unas afiladas uñas se clavaron en su carne, golpeándole y mordiéndole con rabia. Mateo aulló de dolor, deshaciéndose con dificultad de su atacante y lanzándolo contra la pared. Aquella maldita chica había sido un problema desde su nacimiento y se arrepentía diariamente de no haberla ahogado el mismo día en que vino al mundo, conmovido por las lágrimas de su madre. «¡Asquerosa bruja del demonio!» Toda su cólera se dirigió hacia la joven, pateándola con dureza hasta que no pudo más, dejando un bulto informe sobre el suelo. Respiró pesadamente, si alguien le buscaba, que las encontrara a ellas, que las torturara hasta la muerte si era su gusto. ¡Jamás sabría el favor que le estaba haciendo!

Cogió la bolsa con sus pertenencias y guardó una considerable cantidad de dinero bajo la sotana. Tenía oro suficiente para huir hasta el mismo final del mundo si era necesario, nadie iba a atraparle. Ni tan sólo se dignó mirar a la mujer que seguía en el suelo, con la cabeza enmarcada en una mancha de sangre, los ojos abiertos mirando fija y obstinadamente al clérigo. La muchacha se había recuperado y se arrastraba hacia su madre, mientras un gemido sordo salía de su garganta. Mateo salió a la calle sin girarse, y desapareció por una esquina.

Giovanni se movía con cautela. La oscuridad de la cripta no representaba un problema para él, sabía perfectamente cómo orientarse. Acababa de encontrar una sandalia en el suelo, delante de una de las bocas que se abrían en la segunda sala. Siguió el pasadizo, rozando con una mano la pared de la derecha, recordando cada saliente, cada hendidura, haciendo un mapa mental del túnel en que se hallaba. De pronto, estuvo a punto de tropezar, algo le impedía el paso. Se agachó, dándose cuenta de que había encontrado al joven fraile desvanecido. Palpó el cuerpo con delicadeza, en busca del pulso, las manos expertas buscando una herida, una lesión. El joven estaba vivo aunque uno de sus pies se encontraba hinchado y casi deformado. «Una mala caída», pensó el italiano, intentando incorporar al joven, al tiempo que vertía unas gotas de agua en sus labios. Pareció despertar.

– ¡Ayudadme, ayudadme! ¿Quién sois? -Fray Pere estaba atemorizado.

– Tranquilizaos, muchacho, no temáis. No soy vuestro enemigo.

– ¡Perdido, estoy perdido!

– Calma, calma. Os habéis torcido un pie, quizás esté roto. No debéis preocuparos, os sacaré de aquí, no estáis perdido. Giovanni cargó el cuerpo del joven fraile a sus espaldas, con suma delicadeza, procurando proteger el pie dañado. Salió de la cripta tan silenciosamente como había entrado y una vez fuera, buscó su refugio tras las columnas del claustro en obras y dejó su carga sobre el suelo, apoyando a fray Pere sobre unas piedras.

– Escuchadme con atención, jovencito. Me temo que no sois consciente del peligro que corréis, pero no es una buena idea espiar a gente como ésa. Esto no es un juego. Podríais salir lastimado, mucho más de lo que estáis.

– ¿Quién sois? ¿Por qué me ayudáis? -Fray Pere despertaba de su inconsciencia.

– No soy nadie, muchacho, es mejor para vos no saber mi nombre. Y si os estoy ayudando es por la simple razón de que a mí tampoco me gusta la gente perversa, como esos dos a los que espiabais. Tened en cuenta que si uno de ellos os descubriera, vuestra vida no valdría nada, creedme. Debéis apartaros de todo esto ahora mismo. Prometedme que lo haréis.

– ¿Sois del Temple?

Giovanni le miró con afecto. Conocía la impresión que causaban las capas blancas con su cruz roja en la imaginación de los jóvenes. Caballeros cruzados sin temor a nada ni a nadie, los héroes del desierto de Judea. Era cierto, hacía mucho tiempo, él mismo había querido formar parte de la milicia templaria, pero su familia tenía otros proyectos para él, malos proyectos. Sacudió la cabeza en un intento de apartar aquellos pensamientos.

– Seré lo que queráis que sea, mi joven amigo, no es importante. Pero ahora, debemos pensar en lo que es mejor para vos. Nadie debe saber dónde os habéis perdido, y mucho menos qué estabais curioseando. Decidme, ¿cuál es el mejor lugar para que os encuentren, que no levante sospechas?

– En el patio, tras los árboles, hay un rincón que nadie visita mucho y no está lejos de donde fray Berenguer me ordenó que le esperara.

– Muy bien, eso nos conviene. Diréis que caísteis, que el dolor os hizo perder el conocimiento. De esta manera, no incurriréis en ninguna mentira.

Fray Pere sonrió. Giovanni lo cogió de nuevo y lo trasladó al lugar acordado, siguiendo las instrucciones del joven, con todas -las precauciones para no ser vistos. Una vez allí, se despidió. -Recordad lo que os he dicho, éste es un juego muy peligroso, no hagáis más tonterías heroicas. Y ahora dadme diez minutos para desaparecer y empezad a gritar pidiendo ayuda.

– ¡Esperad! No os he dado las gracias, sois mi ángel guardián.

– No lo hagáis, muchacho -contestó Giovanni con tristeza-. No me deis las gracias, no me las merezco. Nunca he salvado a nadie de nada. Apartaos de todo esto. ¡Lo habéis prometido!

Dalmau esperaba. La reunión se estaba alargando demasiado y se temía lo peor. Estiró las piernas en un gesto de dolor, tendría que recurrir de nuevo a Abraham, sus viejos huesos volvían a reclamar atención. ¡Todo había pasado tan deprisa! Como en un abrir y cerrar de ojos, sólo sus cansados huesos le advertían del paso de los años, como un aviso silencioso. Y sin embargo, Dalmau había hecho oídos sordos durante mucho tiempo, como si fuera el joven ágil y fuerte de antaño, el «caballero de los pensamientos profundos», como le llamaba Jacques, mofándose. Sonrió ante los recuerdos que se agolpaban a su memoria. «Si hay que correr, que lo haga Dahmau, no hace falta que nos cansemos todos.» Era el más rápido, le gustaba correr a toda velocidad, sintiendo la potencia de sus largos pasos, fundiéndose con el viento del sur. Bernard, el mejor jinete; Jacques, el toro más fuerte; Gilbert, su querido Gilbert, la mejor espada. Sí, el mejor equipo de todos, nadie lo había puesto en duda nunca.

Sin embargo, todo había desaparecido en unos segundos con la muerte de Bernard, nada parecía lo mismo, y el peso de los años le había caído de golpe, inopinadamente, aplastándole. La memoria era lo único vivo que sentía en su interior, lo que daba fuerzas a su cuerpo y a su mente. Todo lo demás había pasado a un segundo plano. «D'Arlés, maldito bastardo -pensó-, y yo convertido en un saco quejumbroso y dolorido.» A pesar de todo, no se permitió este pensamiento ahora.

Alguien le avisó de que le esperaban en la sala de reuniones. Se levantó, obligando a su espalda a mantener la línea recta, y entró. Tres hombres le aguardaban, sus hábitos los identificaban como miembros de su orden, y se hallaban inmersos en el estudio de los pergaminos que les había entregado.

– Sentaos, frey Dalmau, haced el favor.

– Nos habéis dicho que estos pergaminos son los que estaban en poder del traductor, de ese tal Mateo, y que fueron robados a Bernard Guils por un ladronzuelo, llamado D'Aubert.

– Exacto, señor -respondió Dalmau-. Son los que D'Aubert le entregó para su traducción.

– ¿No tenía otros documentos en su poder? -No, señor.

– Me temo, frey Dalmau, que no son los que estamos buscando.

– Ésa era también la sospecha de mis compañeros, señor. -¿Estáis seguro que son los mismos que transportaba Bernard?

– Caballeros, llegados a este punto ya no estoy seguro de nada -Dalmau suspiró profundamente-, pero hay testigos que vieron al tal D'Aubert robando en la nave y muy cerca del cuerpo de Guils en la playa. También tenemos la confesión que D'Aubert le hizo al traductor, afirmó que estos pergaminos los había robado del cuerpo de Bernard Guils. La muerte violenta del ladrón nos hizo pensar que íbamos en el buen camino. Sin embargo, tenemos la sospecha de que Bernard pudo organizar una gran operación de distracción, es posible que se diera cuenta de que estaba vigilado y creara un gran engaño para confundir al enemigo.

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