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Guillem observaba cómo el tercer hombre, Antonio, recogía sus pertenencias y apagaba los rescoldos del fuego. Tenía órdenes de matarlo y era necesario poner remedio a la situación. Esperó unos minutos, dando tiempo a que los dos hombres se alejaran, en tanto el llamado Antonio silbaba y daba un último vistazo, comprobando que todo estuviera en orden. Sonrió ante el resultado de su trabajo, el pajar volvía a su naturaleza abandonada, como si nadie lo hubiera pisado en siglos, propiedad exclusiva de las almas en pena. Dio media vuelta, dispuesto a marcharse, cuando algo le tiró al suelo y lo envolvió con una tela pesada y oscura. Un pánico supersticioso se apoderó de él, la Sombra lo había atrapado y estaba perdido, impotente ante el poder maléfico de aquel espectro. Sintió un golpe sordo que le rasgaba la garganta y sus manos, en un intento desesperado, acudieron ciegamente para detener el fluido vital que se le escapaba. Un sereno abandono invadió su cuerpo y se quedó quieto, resignado a la fatalidad, envuelto en la capa oscura que le había cegado, sin poder ver a su agresor. Aunque no hacía falta, el pensamiento de Antonio estaba fijado en aquella Sombra evanescente cuya leyenda siempre le había provocado un miedo irracional y sin sentido. Sus manos se aflojaron abandonando la garganta, y un caudal rojo se abrió paso, libre de ataduras, impregnando su piel.

Guillem le contempló sin ninguna expresión. No ignoraba que aquel hombre le hubiera matado y lo hubiera celebrado en la primera taberna; no sentía ninguna piedad ni tampoco culpa. Indiferencia, acaso, y la alegría de seguir vivo.

– Mi primer espía papal, Bernard. ¡A tu salud, compañero!

Frey Dalmau recorría a grandes pasos la corta distancia que había entre las dos paredes. Era una estancia diminuta, vacía de muebles y de cualquier elemento. Oyó un ruido en el techo y se pegó a una de las paredes, la mano en la espada, listo para reaccionar. Una trampilla se abrió encima de su cabeza, apareciendo la gran cicatriz de Jacques el Bretón, que bajó por una estrecha escalerilla de mano hasta llegar junto a su compañero. Se abrazaron con emoción.

– Éste es uno de los peores lugares, Jacques, podrías haber escogido cualquier otro. Nunca me gustó, parece una ratonera.

– Es el que tenía más a mano, Dalmau. Me he pasado la mañana recorriendo nuestros viejos agujeros y poniendo orden. Era necesario establecer si todavía conservan unas mínimas reglas de seguridad, y lamento decirte que he prescindido de un par de ellos, ya no existen.

– ¿Y los «santuarios» de Guils? Deben de estar en perfectas condiciones. Bernard era sumamente cuidadoso con sus espacios de seguridad, «sagrados», como les llamaba. ¿Los has revisado?

– He revisado los que conocía, Dalmau, y están impecables. Pero tengo que confesar que desconozco muchos de ellos, Bernard ampliaba continuamente su red de seguridad.

– ¿Qué has hecho con El Delfín Azul?

– Todo arreglado, Santos ha desaparecido de la faz de la tierra y un nuevo propietario aparece en escena. Nadie sabe quién es, naturalmente; el único visible es un encargado que no sabe nada de nada, un desgraciado facineroso que está convencido de que va a hacerse de oro. Monseñor va a tener una desagradable sorpresa, sus esbirros llevan días rondando por allí.

– ¡Ya ha llegado! -Dalmau no pudo evitar una exclamación de asombro.

– Querido amigo, me parece que no le valoras en lo que vale. Está aquí desde el mismo momento en que el barco de Guils llegaba a puerto, husmeando la pista de D'Arlés como una perra en celo. No se fía ni de sus propios hombres, necesita ser el gran almirante de sus ejércitos. ¡No se perdería esto por nada del mundo!

– Eso nos complica las cosas, Jacques, hay demasiada gente metida en este asunto.

– Vamos, Dalmau, muchacho, no te desanimes. El transporte de Guils, sea lo que sea, ha alborotado a todo el gallinero: los papales de Monseñor, los franceses de D'Arlés, nosotros… ¿No han venido los bizantinos? Es una lastima, sin ellos no será lo mismo.

– No te lo tomes a broma, Jacques, éste es un asunto muy serio. Ha estallado una guerra subterránea y no declarada, pero una guerra que puede convertirse en una auténtica carnicería si no andamos con cuidado.

– Bien, maldito espía, ¿puedes decirme cuál es el motivo de esta especie de guerra? ¿Qué llevaba Bernard?

– Documentos -respondió evasivamente Dalmau.

– ¿Documentos? Vamos, no te hagas el misterioso conmigo, resulta muy aburrido. ¿Qué malditos papeluchos valen tanta sangre? ¿Se han vendido Tierra Santa a los mamelucos?

– Te diré lo que sé, Jacques, y reconozco que no es mucho. ¿Recuerdas las excavaciones que la orden realizaba en el Templo de Jerusalén?

– ¡Pues claro! Y como yo todos los servicios especiales de Occidente y de Oriente.

– Eso no es verdad, Jacques, no lo sabe tanta gente. -Dalmau parecía irritado ante la frivolidad de su compañero.

– ¡Ya salió el hombre enigmático del Temple! No puedes negar la evidencia, las filtraciones son un negocio en alza y que yo sepa, la mitad de los que se dedican a este repugnante negocio lo hace en nombre de dos o más amos. El estilo D'Arlés se ha impuesto, Dalmau, es el más fructífero, aunque te moleste. No entiendo cómo puedes seguir en esto.

– Está bien, está bien, no empecemos a discutir, Jacques. -Dalmau lanzó un profundo suspiro, conocía muy bien las opiniones de su compañero al respecto-. Volviendo al asunto, parece que encontraron algo en las excavaciones, algo importante y que se ha mantenido en secreto durante todo este tiempo. Pero la actual situación en Tierra Santa es inestable, por no decir crítica, y temieron por su seguridad. Organizaron una operación de gran envergadura, al mando de Bernard, para encontrar un escondite más seguro.

– ¿De qué se trata? ¿Sabía Bernard lo que era? -Desconocía la naturaleza del documento, sólo su importancia.

– Bien, ¿y qué demonios es, Dalmau?

– No lo sé, créeme, no tengo la menor idea. Todo se ha llevado con el máximo secreto y muy pocas personas conocen su contenido. Lo único que conozco es que se trata de dos pergaminos, uno en griego y otro en arameo. No me han dicho nada más.

– Muy poca cosa para un cancerbero tan fiel como tú, Dalmau. «Ellos» se encargan de este asunto, ¿no es verdad?

– Sí, si quieres verlo de esta manera tan peculiar, pero no olvides que «ellos», como tú dices, somos nosotros.

– Como siempre, en este tema no estoy de acuerdo. Nunca lo he visto claro, Dalmau, y sabes que tengo parte de razón. Yo también trabajé con ellos, contigo y con Bernard, no lo olvides. El selecto «Círculo interior» siempre en primera fila.

– Te dejas llevar por una animadversión irracional, Jacques, tú has seguido trabajando para nosotros… a través de Bernard, es cierto, pero ¡por todos los santos!, ¿para quién piensas que trabajaba Bernard?

– Bernard era diferente, tú eres diferente… -se obstinó Jacques.

– Dejemos de discutir y de perder el tiempo que no tenemos, amigo mío. Nuestra prioridad es D'Arlés. Hay que encontrarlo antes de que lo haga Monseñor. Es importante que esta vez no se nos escape. No después de la muerte de Bernard.

– ¿Y qué piensan tus superiores? -Jacques se obstinaba en la pregunta.

– No interferirán, conocen mi postura y saben que si me impidieran saldar esta vieja cuenta, abandonaría el oficio. Y eso no les interesa, o sea que asienten y callan. ¡Déjalo ya, Jacques, olvídate de «ellos» de una vez!

– Tienes razón, no podemos perder el tiempo. Y el chico de Guils, ¿qué hacemos con él?

– Por ahora, Guillem ha pasado a nuestra tutela, me he convertido en su superior inmediato, en su único superior, y tú en su protector, Jacques, pero hemos de apartarlo de nuestro asunto. Sólo nos concierne a ti y a mí, ahora sólo quedamos nosotros. El chico se mantendrá al margen.

– No será nada fácil apartarlo si anda cerca.

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