– La verdad es que no estoy seguro, maese Leví. Podría corregir mi error si encontrara al bergante que me engañó. -¿Y por qué no me contáis el problema? Si está en mi mano, seguro que os ayudaré.
– Veréis, esta mañana hemos desembarcado un valioso cargamento de seda y yo era el encargado de vigilar que la descarga transcurriera con toda normalidad. Todo iba bien, pero no sé por qué razón en el último momento dos fardos del precioso tejido quedaron a un lado. Un hombre de mediana edad, que cojeaba levemente, se acercó a mí para decirme que venía a recoger aquellos dos fardos que el capataz había olvidado. Me pedía autorización para llevarlos al almacén y disculpas por lo sucedido. No me pareció nada sospechoso, os lo aseguro, pero al llegar al almacén y contar los fardos, descubrí que faltaban dos. Desde ese momento, no he hecho más que recorrer todo el barrio en busca del ladrón. Estoy realmente desesperado, maese Leví, no puedo volver a casa sin los fardos de seda.
Leví le miraba con fingida conmiseración, disimulando el desprecio que sentía. El truco más viejo del mundo para el joven más estúpido del mundo. Era increíble que existiera gente de tan poca inteligencia.
– Desde luego que puedo ayudaros, aunque mis servicios no son gratuitos.
– ¡Por descontado, maese Leví! -Un rayo de esperanza iluminaba la cara de Guillem, que siguió fingiendo entusiasmo-. Os pagaré lo que me pidáis, no soy un pobre miserable. Mi trabajo me reporta beneficios y nuestra parada en Génova llenó mi bolsa, mi padre fue muy generoso.
Los ojos de Leví se entrecerraron de placer hasta formar una delgada línea recta. Génova era una palabra mágica en su idioma, la traducción exacta del metal reluciente. No hacía muchos años, aquella república había encuñado una nueva moneda, el «genovino», una joya de 3,5 gramos de peso del oro más puro y perfecto.
– Ya os he dicho que mi precio no es barato, joven, no quisiera que pensarais que os engaño, pero mi valiosa experiencia y mis consejos tienen el precio del mismísimo oro. Podéis preguntar a quien queráis, soy el hombre más respetado y con mayor reputación de este barrio.
Guillem se llevó la mano a la bolsa, sin precauciones, deseoso de arreglar sus problemas filiales al precio que fuera. Entre sus dedos brillaba un dorado «genovino» a dos palmos de la puntiaguda barba del cambista, lo que logró arrancarle un gesto de avaricia. La excitación dominaba a Leví ante aquella preciosa moneda, pero aquello podía representar un peligro para él, a alguien no le iba a gustar nada descubrir que poseía una información como aquélla… pero ¿quién iba a decírselo? El «genovino» seguía lanzando destellos en la mano del joven, hipnotizando al cambista. «Vale la pena arriesgarse», pensó Leví. Se consideraba lo suficientemente listo para poder controlar la situación sin que nadie le descubriera.
– Estoy seguro de que a vuestro padre no le importaría que ofrecierais un poco más -dijo, pensando en los posibles riesgos.
– Es un magnífico precio para una simple información, Maese Leví. No soy un tonto, sólo quiero encontrar a un ladrón, no que lo matéis en mi nombre.
Algo en el tono de voz del joven le sobresaltó, encendiendo una señal de alarma, pero el «genovino» seguía reluciendo en su mano y toda su atención se encontraba allí. No quería pensarlo más, sabía que era un precio excelente y nadie se enteraría de aquella pequeña transacción.
– Vuestros deseos son órdenes. ¿Conocéis una posada llamada El Delfín Azul, al final del barrio?
– No la conozco, pero no me será difícil encontrarla. -Allí encontraréis a vuestro cojo, joven. -Leví hizo ademán de coger la moneda, pero la mano de Guillem se cerró con rapidez y el disgusto apareció en el rostro del cambista.
– ¿Y cómo puedo estar seguro de que se trata del mismo hombre al que busco? ¿Cómo podéis estar tan seguro vos mismo?
Leví se mostraba huraño, no le había gustado aquel gesto y la desconfianza empezaba a instalarse en su mirada.
– Os lo explicaré de forma que lo podáis entender -contestó con suficiencia-. Este hombre apareció ante mi mesa para preguntarme si conocía a algún traductor de griego. Me sentí humillado ante tal pregunta. Yo soy un próspero hombre de negocios conocido en toda la ciudad, incluso yo mismo hablo griego, pero mis servicios no están al alcance de todo el mundo, no me pareció que ese hombre pudiera pagarlos. Pero juró y aseguró que contaba con los recursos necesarios, y fue entonces que me contó que había acabado de vender dos fardos de la mejor seda y que su bolsa estaba bien llena. No me convenció y me limité a enviarlo a la posada que os he indicado, un lugar de mala muerte, para que preguntara por allí. Eso es todo. Me temo que no podréis recuperar vuestra seda, pero si no os demoráis, es posible que recuperéis el dinero.
– Y decidme, Leví. -Guillem depositó la moneda en la mano del cambista, que se cerró como una garra-. ¿Por qué un simple ladrón necesita a un traductor de griego? ¿No me habréis engañado? Eso no sería justo.
– Ni lo sé ni me importa, jovencito. Nuestro negocio ha terminado. Si no estáis satisfecho, podéis ir a quejaros a vuestro padre y explicarle vuestros problemas. Quizás él no se muestre tan generoso.
Leví ya había conseguido lo que quería. Había mezclado un poco de verdad y fantasía para contentar a aquel estúpido mozalbete y no estaba dispuesto a disimular su desprecio ni un minuto más, ni tampoco a correr riesgos mayores, sólo deseaba que desapareciera de su vista.
Guillem se alejó abatido, dando a entender con sus gestos que se sentía engañado y estafado. Aquella demostración dejaría a Leví satisfecho, encantado de haber desplumado a otro in cauto por tan escaso servicio. Guillem no se alejó demasiado, ya tendría tiempo de comprobar la veracidad de la información que le había dado. Volvió sobre sus pasos hasta encontrar una posición favorable que le permitía vigilar a Leví sin que éste se percatara de su presencia. Le había contado una verdad a medias y esperaba que la otra mitad se desvelara por sí misma. Con un poco de suerte, no tendría que aguardar mucho. Por el momento, se apoyó en el muro y esperó.
– Siempre tenemos la posibilidad de confiar en Montclar, hermano Dalmau.
– Eso es cierto, señor, pero sería mejor esperar. Si entregamos ahora esta información a Guillem, también le exigimos mucho más y es pronto todavía, está desorientado por la muerte de Guils. Habría la posibilidad de que tomara la decisión sin pensar, y vos sabéis, tan bien como yo, que esta situación exige una larga reflexión. Es para siempre, señor, no hay retorno…
– ¿Acaso vos cambiaríais vuestro camino si pudierais, hermano Dalmau? ¿Os arrepentís de vuestro juramento?
– No se trata de mi vida, señor. La he dedicado a lo que voluntariamente escogí y siempre he sido fiel a mi juramento.
– ¿Incluso cuando se trata de D'Arlés?
– Fui sincero en lo que se refiere a este tema y vos mismo me prometisteis que no intervendríais cuando se presentara el momento. Jamás he negado mis sentimientos y, ya antes de serviros, sabíais que mantenía un juramento de sangre con mis compañeros. Guils también os lo comunicó.
– Sí, tenéis razón, hermano Dalmau, pero creo que el joven Montclar está preparado. Guils lo hizo bien, aunque lo protegió en exceso, y ello es lo que motiva inquietud en Guillem, no sabe de quién depende después de la muerte del hermano Bernard. Está desorientado y confuso. Ha perdido su hilo conductor y no sabe a quién recurrir ni en quién confiar. Estaréis de acuerdo en que es una situación muy desagradable para él.
– Completamente, señor, es por ello que le he dado a entender que, por ahora, seré su superior, su hilo conductor. -Dalmau hablaba con convicción. Deseaba que Guillem decidiera por sí mismo, sin presiones. Sabía que aquella decisión determinaría la vida del joven, que en cierta manera le ocultaría definitivamente a la vista del mundo entero.