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– ¿Qué ocurrió con Bernard Guils, hermano Dalmau? ¿Qué pudo pasar para que alguien le cogiera tan desprevenido? -Creo que estaba cansado, gastado de tantos años de lucha. No es un trabajo fácil, señor, vos lo sabéis.

– Está bien, hermano Dalmau, el mal ya está hecho. Pero todavía desconocemos cómo averiguaron lo que Guils transportaba. Era sumamente cauto y dudo mucho de que cometiera algún error. De todas maneras, gentes muy cercanas a la Iglesia tenían conocimiento de nuestras excavaciones en el templo de Jerusalén y desde entonces llevamos años vigilándonos unos a otros. Carlos d’Anjou necesita tener al Papa doblegado a su voluntad y la mercancía de Guils es una flecha bien dirigida al corazón de Roma. Tenemos varios sospechosos, hermano, todos ellos igual de interesados en hacerse con nuestro botín.

– No hay que perder de vista a Roma, señor. Hay una tropa de espías papales recién llegados a la ciudad y no nos pierden de vista, y si a ello sumamos a la gente de D'Anjou… bien, la situación se está complicando por momentos.

– Por eso estoy preocupado por el joven Guillem de Montclar, hermano. Está en medio de un avispero sin tener conocimiento de ello.

– Permitidme que me ocupe, señor. Jacques y yo cuidaremos de él y, llegado el momento preciso, le explicaremos todo lo que debe saber. Entonces, podrá tomar su decisión.

– Confío en vos. Sé que vuestra gran amistad con el hermano Guils os convierte en. el mejor tutor para el joven Montclar.

– Estoy completamente de acuerdo con vos, señor.

– Bien, hermano Dalmau, es hora de que me contéis vuestros planes. ¿Cómo habéis distribuido a nuestra gente y cuál es el paso siguiente?

– Tengo a Guillem tras la pista del ladrón, ese tal D'Aubert, un simple delincuente sin implicaciones políticas. Es un caso de mala suerte, señor, si Guils no hubiera estado tan enfermo, jamás nadie le…

– Si ese ladronzuelo de D'Aubert no le hubiera robado, nuestro transporte ya estaría en manos de D'Arlés, hermano, y eso sería mucho más grave y complicado. Nos queda una oportunidad, espero que sepáis aprovecharla.

Dalmau asintió, no podía negar la evidencia. Después de un breve silencio, pasó a informar detalladamente de todos los pasos dados.

Leví seguía abstraído, perdido en pensamientos más bien desagradables, según evidenciaba por los gestos de su rostro. Sus ojos se movían intranquilos y vigilantes, de un lado a otro, observando cada detalle a su alrededor. Algo le preocupaba y no le dejaba en paz. Después de pasear, nervioso, de una punta a otra de su mesa, pareció tomar una decisión y recogiendo sus bártulos de trabajo, emprendió la marcha.

Guillem le siguió a prudente distancia, la suficiente para que el perspicaz cambista no se diera cuenta de la persecución. Llevaba unas tres horas vigilando a Leví y agradecía un poco de acción, sus piernas estaban entumecidas por el tiempo de espera y su espalda casi se había convertido en parte del muro en que se apoyaba. Las estrechas calles se sucedían como en un laberinto, y cuanto más avanzaban peores lugares atravesaban, como en un descenso a los infiernos. Los excrementos cubrían las calles y las paredes, y montones de deshechos de todo tipo se amontonaban en las esquinas, hasta que el hedor empezó a molestar el olfato del joven.

Leví seguía su marcha incansable, a buen paso, y Guillem comprendió que habían estado dando vueltas y más vueltas, cosa que le alegró comprobar. Las precauciones del viejo usurero sólo podían indicar que la verdad, medio oculta, estaba en proceso de iluminación. Varios borrachos deambulaban, sin sentido, entre vapores etílicos y zigzagueando de esquina en esquina, buscando un apoyo sólido para llegar a la siguiente taberna. Guillem extremó las precauciones. Sabía que algunos maleantes se hacían pasar por ebrios para poder así tener un amplio radio de acción que les permitiera un rápido y sorpresivo ataque. Cuando la víctima reaccionaba, ya era demasiado tarde. Se detuvo en seco, atento, Leví se había parado ante un portal, tras lanzar una mirada a sus espaldas.

El joven esperó unos minutos mientras estudiaba la casa por donde había desaparecido el cambista. Era una construcción casi en ruinas, a punto de desmoronarse, un lugar interesante para una cita.

La puerta se hallaba en estado de putrefacción y ni tan sólo ajustaba en el dintel. Únicamente tuvo que empujarla un poco, con precaución para evitar el chirrido de los goznes sueltos, y colarse dentro del edificio. Tardó unos segundos en habituarse a la oscuridad reinante y poder definir las sombras que lo rodeaban. Se encontraba en una amplia estancia, abandonada hacía tiempo, pero que guardaba todavía el olor de las bestias que había cobijado. Maderos y restos de cercas por el suelo, fragmentos de vajilla y excrementos secos… Andaba con cuidado, evitando provocar cualquier ruido que delatara su presencia. Al fondo, encontró una escalera de piedra, en bastante buen estado de conservación, por la que empezó a subir, tanteando cada escalón, sin apoyarse en la frágil barandilla, temiendo que toda la casa se desmoronase sobre él. A1 llegar al primer rellano descubrió una insospechada limpieza; alguien había eliminado los restos de polvo acumulado, y sobre el pavimento recién fregado, las pisadas de las zapatillas del cambista, como única señal. Una pequeña lámpara de aceite reposaba en un estante de la pared, llena y preparada para iluminar. Guillem continuó la ascensión con las mismas precauciones, conteniendo la respiración y con el cuerpo en tensión, hasta llegar a un estrecho corredor con tres puertas, todas ellas cerradas. Oyó murmullos en la última y en absoluto silencio, entró en la que tenía más cerca, encontrándose en un sencillo dormitorio, limpio y preparado para su huésped, con la tinaja de agua fresca lista para ser usada. Salió cerrando de nuevo la puerta con sigilo, y continuó por la escalera que se estrechaba en este último tramo, perdiéndose en la oscuridad. Finalmente, llegó a una diminuta buhardilla, un antiguo palomar abandonado, y desde allí comprobó que las voces del piso de abajo, se oían con toda claridad. Ajustó su cuerpo al mínimo espacio, sin levantar el más pequeño crujido y se quedó inmóvil.

– Eres un maldito embustero, Leví, me haces perder el tiempo.

Hasta el viejo palomar subía una voz sin tono, fría y del color del acero.

– Sois injusto conmigo, señor, vos me ordenasteis que os avisara de cualquier cosa que tuviera relación con D’Aubert, por pequeña que fuera. Vos lo dijisteis y así lo he hecho. -La voz de Leví había perdido la consistencia presuntuosa con la que acostumbraba a tratar a sus clientes y en su lugar, un agudo falsete atemorizado se adhería a cada partícula de aire.

– Muy bien, un jovencito estúpido te preguntó por D’Aubert porque le había estafado con la mierda de la seda. ¡Estupendo! Muy propio de D’Aubert. En cuanto al chico, sólo era un crío inútil que pide a gritos que le estafen. ¿Me dejo algún dato de vital importancia, Leví?

Guillem grabó aquella voz en su memoria, aquella frialdad impersonal del sonido le impresionaba.

– Y todavía hay más. El inteligente e importante usurero de ladrones, corre como un conejo asustado para avisar al amo de tan impresionante hecho, sin detenerse a pensar que es posible que le sigan, o que le estén vigilando desde hace días. Una simple escaramuza de ladronzuelos convertida en la tragedia del día. Eres un estúpido, Leví, sólo tu codicia es tan grande como tu estupidez.

– ¡No me han seguido! Estuve dando rodeos, tal como me enseñasteis. Llevo una hora dando vueltas y vueltas, asegurándome de que nadie me pisara los talones, muy alerta. Y sólo se acercó a mi mesa ese jovencito inútil, ningún templario ni nadie de aspecto sospechoso me ha hecho preguntas embarazosas. ¡Os lo juro!

– Vamos, vamos… un descreído como tú jurando en vano, Leví. Tus palabras no servirían ni para asegurar tu nombre, maldito embustero.

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