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– ¡Os digo la verdad, nadie del Temple se ha…!

– O sea que ningún templario se ha dejado caer por los Cambios. -La voz pareció metalizarse más, en un tono que no parecía posible en una garganta humana-. Supongo que quieres decir que no has visto templarios, porque no has visto capas blancas. ¡Qué extraordinario talento para la observación!

– Ninguna capa blanca, no señor, ni ninguna pregunta sobre D’Aubert… Eso es, pero creo tener una pista.

Por un instante, Guillem se apiadó del pomposo usurero. Estaba jugando en terreno peligroso y desconocía las reglas. Era una mala transacción que le reportaría serias pérdidas, posiblemente irreparables. Pero Leví seguía convencido de su habilidad para el engaño, ajeno a la realidad que se imponía por momentos y al tono, cada vez más acerado, de su interlocutor. Quería jugar fuerte sin disponer de capital, un mal negocio para su profesión.

– ¿Una pista de D'Aubert? -repitió la voz, con sorna-. Me tienes en ascuas, Leví, después de tantos días de escasez informativa, logras sorprenderme.

Su tono, sin embargo, no era de sorpresa.

– He oído rumores, señor, rumores que indican que puede estar escondido en una posada de mala muerte, en el barrio marítimo, cerca de…

– ¿No será por casualidad, la posada de tu amigo Santos? -cortó la voz con desprecio.

– Santos no es mi amigo -se defendió Leví-. Hemos hecho algún negocio juntos, pero no es un tipo de confianza.

– ¡Claro! Tú no tienes amistades, viejo avaricioso, todo el mundo confiaría antes en un escorpión del desierto que en una escoria como tú. Y además eres un pésimo embustero, me temo. Desde el principio sabías dónde encontrar a D'Aubert, pero has preferido sacarle tú misma la ganancia. ¿No es así, Leví?

– ¡Eso no es cierto, jamás os engañaría!

– Desde luego que sí, amigo mío, engañarías a tu propia madre si con ello sacaras unas miserables monedas. Lo sabías desde el principio, D'Aubert es de tu calaña, un viejo conocido que acudió a ti en el mismo instante que desembarcó. Lo que sí es cierto es que no tienes ni remota idea de dónde está escondido el médico judío, pero D'Aubert… tú mismo lo escondiste, esperando a ver qué podías sacar de este negocio. Me has engañado, Leví, y ya te avisé de las consecuencias.

– ¡No es verdad, lo juro por lo más sagrado! ¡No conozco a D'Aubert! He trabajado para vos honradamente, no os mentiría, no me atrevería, señor.

– ¡Por todos los demonios, Leví, di de una vez la verdad. Te va la vida en ello!

La amenaza era cortante, no había necesitado ni siquiera elevar el tono de voz para que un aire gélido se extendiera por toda la casa. Leví sollozaba, jadeaba como un animal herido y el sonido de su respiración reptaba por la paredes, en un desesperado intento de huida. Las posibilidades de transacción se agotaban y empezaba a darse cuenta, aquello era un mal negocio.

– Está bien, tenéis razón. Conocía a D’Aubert, pero sólo superficialmente. Vino a verme al desembarcar, buscaba un refugio seguro y me prometió mucho dinero. Decía que iba tras algo grande.

– ¿Cómo de grande, Leví?

– ¡No lo sé! No quiso explicarme nada, decía que todavía

tenía que descubrir algunas cosas. Sólo quería que le pusiera en contacto con un traductor de griego. ¡Sólo eso!

– ¿Y eso es lo que hiciste, le enviaste a alguien?

– ¡No, a nadie, os lo juro! Le dije que en la posada encontraría la información que buscaba. ¡Nada más!

– No me molesta que mientas, Leví, todo el mundo lo hace continuamente. Lo que me enfurece es que intentes engañarme a mí, y que tengas la convicción de que puedes hacerlo. No me gusta nada, vieja rata de muelle. Por eso he decidido prescindir de tus servicios, ya no me sirves de nada. Nada personal, ya lo sabes, sólo negocios, y me temo que tú has hecho una inversión equivocada.

Guillem oyó un sollozo roto, las súplicas del usurero en demanda de clemencia, y un escalofrío le recorrió el espinazo al escuchar sus gritos de auxilio. Leví lloraba, gritaba, se le oía arrastrarse por el suelo mientras balbuceaba frases incoherentes. Se trataba de su último negocio y el joven no le juzgó por ello, estaba intentando apostar hasta su dorado genovino para salvar el pellejo. Pero Leví desconocía la verdadera naturaleza de la Sombra, porque Guillem sabía con seguridad que aquella voz sólo podía pertenecerle. El usurero estaba perdido, porque desconocía su total ausencia de piedad.

Un sonido entrecortado que no supo identificar llegó hasta el palomar, un ruido leve, casi un murmullo. El vacío volvió a apoderarse de la casa; un silencio sepulcral lo envolvía todo, como si las palabras que Guillem había escuchado no se hubieran pronunciado jamás. No se movió ni un milímetro, rígido, con la musculatura contraída contra la pared, atento a cualquier rumor, a cualquier sonido que le indicara la presencia del hombre, su trayectoria. «Nada puede desvanecerse en el aire», pensó.

La espera se hacía interminable y el dolor por la inmovilidad agarrotaba sus piernas. De repente, oyó con claridad el ruido de una puerta al cerrarse. Se relajó en silencio, intentando recuperar el ritmo de su respiración, casi detenida, mover un pie. De repente, una voz de ultratumba le obligó a detenerse, a permanecer paralizado. «¡Quieto!» Apoyado en aquella sucia pared llena de excrementos de palomas, conmocionado, tardó unos segundos en comprender que la orden provenía de su propia memoria. Como si el recuerdo viajara en su ayuda para salvarle la vida, los consejos de Guils y sus particulares opiniones acerca de los espías papales se le hicieron audibles.

«Son como serpientes, muchacho, de las peores. Utilizan los trucos más sucios que puedas imaginarte, reptando por las paredes, dispuestos a lanzarte su veneno cuando tú crees que han desaparecido. O sea, mi querido caballero Montclar, debes actuar como si nunca se hubieran ido, otorgarles el divino don de la ubicuidad y de la transmutación, igual que si trataras con espectros del infierno.» Guils se reía a carcajadas, el odio que sentía hacia los espías papales le hacía maldecir como un poseso. «¿Conoces el truco de la puerta? Pues escucha con atención, chico. Tú espías en tanto ellos también espían y estás convencido de que ignoran que tú estas allí. ¿Me sigues, cachorro de hiena? Bien, sin que sepas muy bien por dónde han ido, oirás una puerta que se cierra y respirarás tranquilo, pensarás que por fin, esta peste romana ha desaparecido de tu vista, y te moverás. Y estarás muerto en unos segundos. ¿Por qué? Ya te lo he dicho, asno, no se van, permanecen inmutables y eternos, esperando que el pobre imbécil se mueva y les indique su presencia. Tu única esperanza es tener más tiempo que ellos, esperar pacientemente y rezar, rezar para que después de tantas tonterías, tengan prisa en jorobar a algún otro desgraciado como tú.»

Sí, tenía que haber sido aquel recuerdo lo que le había paralizado cuando con seguridad iba a encontrarse con su muerte. Pero todavía no lo estaba, pensó concentrándose en su propia inmovilidad, olvidando el dolor del cuerpo entumecido y respirando sin que un solo murmullo saliera de sus labios. Hombre y pared, casi fundidos, convertidos en la misma espera. Su mente distraída en Guils y en los ejercicios que le obligaba a hacer, «ejercicios antipapales» los llamaba con irreverencia, al tiempo que lo tenía paralizado en los lugares más increíbles. «Hazme un favor, chico, pierde el sentido del tiempo, ya no existe.» Horas y horas, colgado de un árbol, arrodillado en un confesionario, sentado, de pie, estirado, boca arriba, boca abajo… ¡Dios, lo que había llegado a maldecir a Bernard por aquella tortura! «Maldice, caballero Montclar, pero en silencio y no me mires como un carnero en el matadero.»

Oyó de nuevo la puerta pero se mantuvo quieto. Hasta el aire parecía paralizado, atrapado en miles de motas de polvo eterno. «Sí, eso es, lo he conseguido, soy ubicuo y transmuta do, tengo todo el tiempo del mundo, me quedaré aquí, me moriré aquí mismo dentro de unos años.» Oyó unos pasos, alejándose, pero no le importó, iba a quedarse allí hasta el final del mundo, convertido en mota de polvo.

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