– El chico se ha disculpado sinceramente, Arnau, no se lo tengas en cuenta. Está enfadado con todo el mundo y se ha cansado de culparme de todo a mí. Posiblemente ha pensado que eras un buen sustituto. Por favor, permítenos ayudarte, sigue con tu historia.
– Abraham y yo tenemos que encontrar un buen escondite para «algo». -Arnau no estaba convencido, miraba de reojo al joven y a Mauro, sin atreverse a ir más lejos.
– Nosotros también estamos buscando un refugio seguro para «otra cosa», Arnau -le confesó Mauro.
– Por favor, Arnau, todos tenemos problemas y no es justo que los míos sean los más importantes. -Guillem se esforzaba en enmendar su hostilidad-. Mauro tiene razón, me he dejado llevar por los malos presagios y mi mal humor es una pésima respuesta. Te suplico que lo olvides. Hagamos el viaje juntos. Creo que el hecho de habernos encontrado es mucho más que una simple casualidad, es como una señal para todos nosotros, ¿no crees? Vine a vosotros tras la muerte de Bernard, como si un hilo invisible me arrastrara a vuestro encuentro, fuisteis mis primeros amigos, consolasteis mi dolor y me ayudasteis. ¿No crees que encontrarnos en estos momentos es una señal del Cielo, Arnau?
El boticario vio la sinceridad en la mirada del joven. No mentía, y parecía profundamente abatido por su reacción. «Acaso hemos colocado una carga demasiado pesada sobre sus jóvenes espaldas», pensó. Además, el chico tenía razón, era un milagro haberse encontrado allí, una señal. Abraham y él estaban un poco viejos para aventuras, era posible que el Señor hubiera puesto un auxilio en su ranuno.
– ¿Has terminado tu misión, Guillem? -preguntó con suavidad.
– Casi, Arnau, casi. La terminaremos juntos, tal como la empezamos.
El boticario asintió en silencio, vacilando.
– Supongo que será un viaje del que nunca podremos hablar, no sólo por Nahmánides y lo que Abraham desea ocultar y proteger. Tampoco nadie debe saber lo que deseas guardar. ¿Lo has encontrado?
– Estás en lo cierto, querido amigo, será un viaje que sólo existirá para nosotros -respondió el joven, afirmando lentamente con la cabeza.
Los tres quedaron mudos, abstraídos, como si las palabras sobrasen y sólo el silencio ayudara a ordenar sus mentes y alejara la inquietud. Sin embargo, en el fondo de sus almas, no ignoraban que la inquietud y la duda jamás les abandonarían. Al rato se levantaron, se abrazaron con fuerza y subieron a sus habitaciones, mientras organizaban la jornada del día siguiente.
En la amplia sala que se encontraba en el primer piso de la torre de la Casa del Temple, Dalmau y Jacques el Bretón se hallaban desmoronados sobre unos sillones, sucios y empapados.
– Creo que no voy a olvidarlo jamás -sentenció un pálido Dalmau.
– Te creo, Dalmau, te creo, pero ha terminado, todo ha terminado.
– No puedo borrar de mi memoria el corcel blanco, Jacques, parecía que Bernard…
– Ya es suficiente, Dalmau, no te martirices. El hombre nos avisó, se le escaparon los caballos y no pudo detenerlos. Eso es todo.
– No puedes negar que todo esto tiene un aire sobrenatural, Jacques, ese mismo hombre nos dijo que era la única yegua blanca, ¡la única, entre treinta caballos! Una pura sangre árabe, que tenía sólo hace unos días. -Dalmau estaba sobrecogido.
– Te estás torturando inútilmente, Dalmau. Pero si fuera cierto, ¿qué cambiaría? Robert D'Arlés está muerto, y si Bernard quería participar en su caza desde el otro mundo estaba en su pleno derecho.
– No te entiendo, Jacques, para ti no hay nada asombroso.
– Te equivocas, eres tú quien está atemorizado ante los hechos asombrosos, has perdido el contacto, Dalmau, inmerso en tus letras de cambio, has perdido el contacto. No estoy asombrado porque creo que lo sobrenatural existe entre nosotros, que no todo tiene una explicación lógica, y que no siempre la culpa es del diablo, pero tampoco creo que lo de esta noche haya sido responsabilidad de un espectro infernal, ni nada de eso. Se escaparon unos caballos, cosa que acostumbra a suceder, y uno de ellos se escapó hacia la playa. ¡Y sí, era blanco, como el de Bernard! El caballo estaba asustado y descontrolado, embistió a D'Arlés que ya se estaba desangrando, lo pateó y lo remató. ¿Qué quieres, Dalmau? ¿Deseas que fuera el fantasma de Bernard desde su lejano mundo? Pues me alegro, muchacho, me alegro mucho si fue así. D'Arlés se lo merecía y si pudo salir del Averno por un instante para acabar con el bastardo, mucho mejor.
– Giovanni estuvo magnífico, parecía realmente Bernard. No creí que colaborara con nosotros hasta ese punto. -Dalmau seguía fascinado por los acontecimientos.
– Ni tú, ni yo conocíamos a Giovanni tan bien como Guils, Dalmau, pero confieso que me sorprendió su actuación, y también el precio de su colaboración. Creo que odiaba a D'Arlés tanto como nosotros, ¡Dios nos perdone!
– Me quedé paralizado, Jacques, totalmente paralizado. Ese bastardo corriendo hacia él, gritando como un loco el nombre de Guils, y Giovanni, inmóvil, con la espada en alto. -Un escalofrío recorrió a Dalmau.
– Yo también me quedé de piedra, el plan era que D'Arlés corriera hacia nosotros, huyendo del espectro de Bernard, pero ¿por qué se lanzó contra Giovanni? ¿Por qué si estaba convencido de que se trataba de Bernard?
– Ya nadie podrá saber sus razones, pero fue una suerte que Giovanni estuviera preparado, fue una buena estocada. Soñaré con ese brazo empuñando la espada, volando por los aires. ¡Santo Cielo!
– ¿Y qué vas a hacer ahora, Dalmau? -preguntó con interés el Bretón.
Dalmau pareció sorprendido por la pregunta, aquella venganza se había llevado muchos años de su vida. Se dio cuenta de que se sentía vacío por dentro, como si le hubieran arrancado una parte de sí mismo, de su propia esencia, y se sintió extrañamente solo.
– Volveré a mi trabajo -contestó escuetamente.
– ¿Conseguiste lo que te pedí? -preguntó Jacques con delicadeza.
Dalmau lo miró, abatido. Se levantó con gesto cansado y se dirigió hacia un gran baúl que ocupaba toda una esquina. Rebuscó en su cuello una cadena de la que pendían varias llaves, y lo abrió. Se volvió hacia Jacques con una caja de madera labrada y se la entregó.
– Me ha costado cometer muchas irregularidades, Jacques, y la mala conciencia de estar profanando tumbas, pero es posible que tengas razón. Tanto tú como Bernard siempre tuvisteis ideas propias acerca de las reglas.
– Gracias, Dalmau -dijo Jacques, tomando la caja que se le ofrecía-. ¿Te encargarás de que Giovanni tenga lo que pidió?
– Puedes estar tranquilo, estará a salvo. Por cierto, he recibido dos notas al llegar, una de Arnau en la que me comunica que están perfectamente bien, que se encaminan hacia el MasDeu, y que ya me escribirá desde allí.
– ¡Gracias a Dios! El anciano estará feliz cuando sepa que puede volver a casa sin peligro -exclamó Jacques.
– La otra es de Guillem -continuó Dalmau-. Dice que la pista que seguía no le ha llevado a nada nuevo y apunta a la posibilidad de que alguien destruyera los pergaminos. Me comunica que después de seguir varias direcciones en la investigación, todas le han llevado a un callejón sin salida. Me ruega autorización para disponer de una temporada de reflexión, que parece ya ha comenzado, y no dice nada de dónde se encuentra.
– Déjale respirar, Dalmau, se lo merece. Deja que asimile la muerte de Bernard en paz. A ti te ha llevado toda una vida aceptar la muerte de Gilbert, y a mí…
– ¡Ya sé que se lo merece, Jacques! No es eso, es que tengo la intuición de que nos esconde algo, es sólo una sensación, no lo sé con exactitud.
– Vamos, Dalmau, muchacho. Tus intuiciones sólo han sido buenas para los negocios, pero en lo demás… Recuerda que fuiste el único que creyó en el maldito manto de la Virgen, hace ya muchos años.
– ¡Eso es un golpe bajo, y no me hace ninguna gracia!
– Está bien, tienes toda la razón, en estos momentos es una broma. de mal gusto y lo siento, perdóname. Pero deja en paz al muchacho una temporada, no le presiones ahora. Que «ellos» se esperen. Sólo te pido eso, Dalmau.