D'Arlés sintió un escalofrío de terror. Debía salir, no podía perder el tiempo con espectros infernales. Pensó que su imaginación le estaba jugando una mala pasada, y se apartó del ventanuco respirando con dificultad. No había nada ni nadie allí, estaban muertos, todos muertos. Volvió a mirar, la playa estaba desierta, todo eran imaginaciones suyas, estúpidas visiones de espejismos, como en el desierto de Palestina. Era Monseñor, intentaba manipular su mente desde los infiernos, gritaba su nombre llamándolo. No lo conseguiría, nadie iba a detenerlo, nadie de este mundo y mucho menos un espectro colérico clamando venganza.
– ¡Estás muerto, hijo de mala madre! ¡Muerto! -Se tiró la capa sobre los hombros, dejando caer la capucha sobre la cabeza, y salió del cuartucho sin volver la vista atrás.
La playa estaba desierta y ninguna barca le esperaba todavía. Sin embargo, se encaminó hacia el lugar pactado, en donde lo recogerían para embarcar. Los nubarrones avanzaban con rapidez y la luz se extinguía mortecina. De golpe, lo vio, a su izquierda: Bernard Guils con la espada en la mano, envuelto en la difusa claridad, avanzando hacia él. Corrió en dirección contraria en el mismo momento en que la barca se acercaba a la orilla, no cesó de correr, luchando con la arena que atrapaba sus pies y dificultaba su marcha.
A pocos metros, delante de él, una voz le saludó:
– ¡Robert d'Arlés, por fin nos encontramos! -Jacques el Bretón le cortaba la retirada y, junto a él, Dalmau.
Lanzó un alarido y sacó su espada. Tres hombres se acercaban a él, rodeándolo. Su mente trabajaba con rapidez, como un animal herido, pensando en la dirección adecuada. Dio un rodeo, corriendo en dirección a Guils y pasando a un escaso metro del espectro, oyendo el seco silbido de una estocada, pero siguió adelante en su enloquecida carrera, sin detenerse, notando la ligereza del brazo armado, hasta que se dio cuenta con horror de que su brazo había desaparecido con el arma. En su lugar, un chorro incontrolado de un líquido viscoso salía con fuerza. D'Arlés gritó, girándose, sintiendo que sus piernas desfallecían. Los tres hombres se acercaban, parecían gritarle algo, maldiciéndole quizás. Reunió todas sus fuerzas, todavía podía llegar a la barca, todavía estaba a tiempo. Dio media vuelta para emprender de nuevo la carrera, cuando contempló con supersticioso espanto la silueta de un caballo blanco acercándose a él. El corcel parecía emerger de la espuma de la olas, galopando ciego y desbocado, las crines flameando al viento, su poderoso pecho avanzando sin freno que lo detuviera. D'Arlés cayó de rodillas en la arena, con la boca abierta, el grito enmudecido, con el tiempo justo de volver el rostro hacia sus perseguidores, paralizados como él, atrapados en las arenas movedizas de la memoria. El caballo no se apartó de su camino, el choque lanzó a D'Arlés, todavía consciente, hacia la orilla. Tumbado boca abajo, intentó incorporarse con el único brazo que le quedaba, los ojos desorbitados ante el avance del corcel que pateaba el viento con sus patas delanteras. Un agudo relincho desesperado, atravesándole los tímpanos, fue lo último que pudo oír. Unas manos enguantadas danzaban en el agua, acercándose, acariciando la cabeza rota, medio sumergida, arrastrando el cuerpo con el ritmo pausado de la marea.
Guillem bajaba de la torre. Poco quedaba del joven que había iniciado la ascensión y, en su lugar, un reconocible templario avanzaba hacia la pequeña losa que devolvió los escalones de piedra a su secreto refugio. Cuando regresara, le esperaba una sorpresa.
– No has tardado en venir -dijo, sin saludar.
– Mis órdenes son esperar el tiempo que haga falta, eso me ha dicho Bernard y eso haré. Una palabra tuya y me iré por donde he venido.
– Bernard está muerto, Mauro.
– ¡Bah! Todos estamos muertos y vivos a la vez. No soy yo quien decide el momento, muchacho, sólo obedezco órdenes.
– ¿Órdenes de un muerto? -le respondió Guillem, fascinado por la lealtad del hombre.
– Eso es una superficialidad y me extraña de ti, la verdad. Si me permites, conozco a muertos que están más vivos que los que todavía respiran. ¡Fíjate en mí! ¿Crees que estoy vivo o muerto? Estás enfadado, Bernard ya me avisó de que lo estarías.
– ¡Vaya! O sea, que Bernard sabía exactamente cómo estaría! -El joven empezaba a estar de mal humor.
– Exacto, y como llevas el hábito, supongo que he de llevarte a dónde Bernard me ordenó.
– ¡Bernard, Bernard, Bernard. Basta de letanía, Mauro! Guillem se apartó, dejó las alforjas en el suelo y se sentó, sacó un trozo de pan seco y queso y empezó a comer. Mauro le observaba con atención, acercándose a él.
– Esa espada que llevas se la regalé a Bernard cuando tenía más o menos tu edad. -Mauro estalló en una risita seca y aguda-. Le expliqué una historia fantástica de verdad: le con té que la había encontrado en un sepulcro de un rey bárbaro, entre los huesos de sus dedos… y ¿sabes qué? No me creyó, pensó que le estaba tratando como a un estúpido, y se enfadó, igual que tú.
– ¿Y qué, Mauro? ¿Por qué no me dejas en paz?
– Estuvo enfadado dos días enteros, con sus noches completas. Al tercer día, se dio cuenta de que se había equivocado. Comprendió que la historia era cierta, que el sepulcro del que le hablaba era el de allá arriba, y que, aunque vacío, en algún momento tuvo que proteger algún cuerpo. Entonces dejó de ser un jovenzuelo, podía andar su propio camino.
– No tengo ganas de oír historias, Mauro. -Te comprendo, es una decisión difícil.
– ¡Qué demonios sabes tú de mis decisiones! -estalló el joven.
– Sé de las decisiones de Bernard, de sus dudas y sufrimientos. -Mauro se apartó de Guillem y fue a refugiarse junto a los caballos.
El muchacho había quedado en silencio. En su interior se desarrollaba una lucha tensa y contradictoria. Era injusto que Bernard le hubiera dejado una responsabilidad tan inmensa, que hubiera confiado en su buen juicio. La situación era insoportable, ignoraba si la solución escogida sería la adecuada. ¿Y qué podía saber Mauro? Miró al anciano cabizbajo, entretenido en arrancar briznas a su alrededor.
– Fuiste el maestro de Bernard.
– Lo fui hasta el día en que él se convirtió en el mío.
– Podrías haber ayudado mucho antes, desde el principio… hasta es posible que no hubiera perdido tanto el tiempo.
– Ésas no eran mis órdenes. En cuanto el tiempo, es tuyo, si crees que lo has perdido estás en desventaja y lo siento. A mi parecer, el tiempo no se pierde nunca. Tú eres el único que cree que no está preparado. Ni Bernard, ni yo pensamos así, por eso estás tan enfadado. Cuando dejes de estarlo, es probable que sepas qué es lo que hay que hacer.
Guillem suspiró y puso una mano en el hombro del anciano.
– Lo siento, Mauro, tienes razón. Supe lo que había que hacer cuando estaba allá arriba, pero me negaba a aceptarlo.
– ¿Debo irme? -preguntó Mauro con suavidad.
– No. Debes guiar mis pasos, Mauro. Juntos cerraremos el círculo que inició Bernard.