– Tranquilizaos, nadie va a delataros, sólo me estaba divirtiendo un poco al contemplar a un honesto templario en un lugar como éste. Aunque, la verdad, no gozáis de muy buena reputación. -Santos parecía relajado y tranquilo.
– ¿Cómo me habéis descubierto? -La mente de Guillem se esforzaba en encontrar una explicación. Su máscara no había sido eficaz, en algo se había equivocado. Seguramente le había reconocido desde el mismo momento en que puso un pie en aquella maldita taberna de mala muerte. Estaba enfadado con Santos, que tenía la capacidad de ver a través de las máscaras y temía que si él había podido descubrirle, otros también podían hacerlo. Tenía la desagradable sensación de estar atrapado. Santos le estudiaba con atención, intuyendo los sentimientos que su broma había provocado y arrepintiéndose de su ligereza.
– Calmaos, os lo ruego, es una buena máscara, nadie más os ha descubierto. Lamento mucho haberos inquietado de tal manera, pero no os preocupéis por este atajo de borrachos, no reconocerían ni a su propia madre si entrara por la puerta. Bernard os enseñó bien.
Los ojos de Guillem se abrieron como platos y no pudo evitar una exclamación de asombro. Aquello era demasiado, no podía creer que el espectro de Bernard Guils se obstinara en perseguirle hasta aquel antro. Pero ¿quién demonios era Guils para tener conocidos como Santos? Guils el desconocido, eso era. Su enfado e irritación tomaban un camino diferente, un camino que llevaba a Bernard, el amigo desaparecido, el maestro… el que tan poco le había contado de sí mismo, el que le mantenía en la ignorancia, el mismo que le había abandonado en mitad de aquella tormenta.
– Tenéis que perdonarme, muchacho, cuando os he visto entrar no he podido evitar la tentación de reírme un rato. Pero acabo de recibir un buen puntapié en el trasero, una señal de Guils desde la tumba para que os deje recuperar el aliento. No os preocupéis por vuestra seguridad, estáis a salvo. Hace ya muchos años pertenecí a la orden, por eso os he reconocido. No hay ningún templario que entre en esta taberna al que Santos no reconozca, por muy disfrazado que vaya. Son viejas costumbres.
Guillem le miraba desafiante, intentando controlar la cólera que sentía, harto de aquel asunto que giraba y giraba siempre en torno al mismo punto: Guils.
– El fantasma de Bernard me persigue con más saña que entusiasmo. Me lo encuentro en cada esquina sobresaltándome e incluso creo haber oído su voz. Podéis pensar que me estoy volviendo loco porque así lo creo yo mismo… Y supongo que lo conocisteis en Palestina, cómo no, y que luchasteis juntos a brazo partido, íntimos amigos desde la infancia. ¡Oh, y seguro que sabéis todo lo que debe saberse de este asunto y que yo puedo largarme a la Casa y dormir tres días seguidos, abandonando definitivamente mi ridículo papel de títere!
– ¡Dios santo, estáis realmente enfadado! -Por primera vez, Santos parecía asombrado-. Lo lamento de verdad, amigo mío, no era mi intención provocar vuestro enojo, pero no tengo ni idea de lo que me estáis hablando. Conozco la muerte de Bernard, es cierto, en este barrio las noticias corren más que saetas musulmanas, pero desconozco el «maldito asunto» del que habláis. ¿Cómo murió en realidad Bernard? Aquí sólo corren rumores, historias increíbles.
Guillem comprobó que Santos estaba diciendo la verdad y se arrepintió de haber volcado toda su frustración e impotencia en aquel gigante que le miraba con verdadera preocupación.
– Fue envenenado.
– ¡Envenenado! No me lo puedo creer, no en Bernard. -La sorpresa se apoderó de las facciones de Santos, marcando de un tono púrpura la larga cicatriz.
Y entonces Guillem le contó todo lo que sabía, sin omitir nada, en un esfuerzo para determinar sus emociones y sentimientos, harto de aquel trabajo, de engañar y de ser engañado. Se vació, hasta quedar en paz, cansado de esperar que alguien le indicara una pieza en aquel rompecabezas de reliquias, sombras y muertes que le arrastraba de un lado a otro, como si estuviera unido a hilos invisibles que le manejaran a su antojo. Guillem de Montclar había decidido estallar y ya no le importaban las consecuencias.
Santos escuchó con atención, sin interrumpir en ningún momento. En tanto sus facciones se endurecían a medida que la historia avanzaba, pero sin dejar traslucir al exterior ninguna emoción. Escuchó, durante una hora, las palabras de aquel muchacho enfadado, perseguido por fantasmas que no reconocía. Y mientras le escuchaba, multitud de recuerdos e imágenes acudían a su mente en tropel, con una claridad diáfana, como destellos de la intensa luz del desierto de Judea.
En la pequeña construcción de adobe, perdida en mitad del desierto, dos hombres hablaban a gritos. Nadie les escuchaba en aquella inmensidad vacía, sólo sus dos caballos, inquietos ante el tumulto de voces.
– ¡Maldita sea, Bernard, te has vuelto totalmente loco! -Jacques el Bretón aullaba como un lobo en celo, andando a grandes zancadas por la pequeña estancia. El suelo retumbaba a cada uno de sus pasos, como si un ejército de turcomanos estuviera a punto de invadirles.
– ¡Para de una vez, Jacques, y deja ya de maldecir! ¡Ya sé que tiene todo el aspecto de una trampa! -La voz de Guils sonaba un tanto hastiada a causa de los gritos de su compañero.
– ¿Todo el aspecto? ¡Por los clavos de Cristo, Bernard, no te atrevas a contestarme esto, no después de tantos años! Tanto secretismo va a volverme loco de atar a mí también.
– Serénate y no grites más, me estás poniendo nervioso. -Está bien, no gritaré, pero Bernard…, estamos a un paso de descubrir al maldito traidor, ése es nuestro trabajo prioritario. No te parece sospechoso que tan cerca de averiguarlo nos manden tras un pringoso manto con una historia increíble. ¿ Es que quieres suicidarte!?
El potente vozarrón de Jacques hizo temblar las frágiles paredes. Guils, por toda respuesta, le propinó un puñetazo en la espalda, aunque Jacques no pareció notarlo.
– ¡Déjame hablar, Jacques, de lo contrario te amordazaré, te prometo que lo haré! No tengo tiempo de ir a Acre para convencer a quien sea de la locura de esta misión, ni tampoco tengo motivos para desobedecer. Y sí, tienes razón, es sospechoso que nos manden tras un espejismo en forma de manto, y nos obliguen a dejar nuestra investigación. Por eso quiero que me escuches con toda tu escasa atención: tú no vas a venir con nosotros.
Guils hizo un severo gesto de aviso ante la intención de su amigo de responder, pero no pudo evitar que éste la emprendiera a golpes con una de las paredes.
– Jacques, ¡Jacques! Escúchame, tú vas a ir solo a la cita con nuestro contacto e indagarás el nombre del traidor. Después te dirigirás a Acre y le contarás a Thomás de Berard todo lo que descubras y dónde nos encontramos. Y sobre todo, pondrás atención en revelar de quién fue la idea de esta absurda misión. ¿Lo has entendido bien?
– Tengo tiempo para ir a la cita y volver con vosotros, por si acaso.
– ¡No! ¡No vas a volver, te largarás a Acre a toda prisa y sin mirar atrás! ¡Sin discusión, maldita sea, por una vez obedece!
– No entiendo por qué te fías de este caballerito de corte, Bernard, siempre preocupado por subir de categoría… «Prefiero que me llamen «Caballero D'Arlés». -Jacques imitaba los modales exquisitos y amanerados del aludido-. Es una serpiente rastrera, te lo he dicho siempre… Pero lo del manto… ¡Eso no tiene nombre, Bernard, por el amor de Dios!
– Jacques, siempre has detestado a Robert d'Arlés, no lo puedes soportar, pero ¿por qué demonios iba a inventarse una historia tan absurda?
– ¡Ja! Por salvar el culo, Bernard, ése todo lo hace para que su culo encuentre mejor acomodo que una silla de montar. -Estamos metidos en un grave problema y a ti sólo se te ocurren incoherencias.
– Un grave problema, sí, señor, me alegro de que lo reconozcas, Bernard, y de que seas realista, porque en las últimas horas andas colgado de una palmera y boca abajo, sin tener los pies en el suelo. Y más que grave, es una situación peligrosa, vas a acabar con el pescuezo a rebanadas.