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El largo mostrador en que se apoyaba servía como frontera y delimitaba el amplio territorio de los parroquianos de su atalaya particular. A sus espaldas, las camareras desaparecían en la oscuridad para reaparecer con las jarras bien provistas. Era una situación estratégica perfecta que le permitía vigilar y controlar cada rincón de su local, cada individuo que entraba o salía, cada murmullo. Un poco más apartada del mostrador, al otro lado del fuego, una escalera de madera se perdía en las alturas. Seguramente comunicaba con las habitaciones de los huéspedes. Guillem siguió estudiando con detenimiento la posada, buscando los puntos más favorables para una hipotética huida. No deseaba encontrarse en la desagradable experiencia de acabar en un agujero sin salida y mucho menos con un contrincante como la Sombra. Su mirada se posó en una pequeña puerta bajo la escalera, posiblemente la bodega o una leñera, que estaba disimulada en la pared y que sólo por un extraño reflejo en el fuego de la chimenea había atraído su atención. Se acercó pausadamente hacia donde reinaba aquel gigante sin que nadie osara poner en duda su legitimidad. Como era de esperar, llamó su atención de inmediato. Santos le observaba, dejando en suspenso la conversación que mantenía, y la interrupción alejó a su interlocutor hacia una de las mesas cercanas, como en una ceremonia ensayada mil veces, donde todos los participantes sabían el papel que debían hacer. La mirada de Santos se concentró en el joven desconocido con una curiosidad no exenta de indiferencia.

– Sois forastero, compadre. -Era una afirmación en toda regla. Santos seguía la ley, no escrita, de evitar las preguntas.

– Y vos adivino. ¿Cómo habéis llegado a tan difícil conclusión?

– ¿Os sirvo algo o necesitáis mis servicios de adivinación?

– Tomaré lo mismo que vos, siempre que no sea la porquería que éstos están tragando.

– Vaya, vaya… un paladar fino, algo que no acostumbro a disfrutar en este antro, señor, aunque es posible que incluso lo que yo bebo, sea insuficiente para vos. -Santos parecía divertido con el nuevo parroquiano, y el sarcasmo encontraba acomodo entre los dos.

– Supongo que sois Santos, dueño absoluto de este territorio.

– Ahora el adivino sois vos. -Santos sirvió dos jarras, extraídas de algún lugar bajo el mostrador.

– Vino de Messina. Excelente. Tenéis buen gusto en el beber. -Guillem había tomado un largo trago de la jarra.

– Os costará caro, aunque no dudo de que lo podéis pagar. Vuestra salud os agradecerá la elección. Estos miserables carecen de estómago y en su lugar esconden un saco de plomo, indiferente a 1o que le echen.

– ¿Por qué Santos?

– ¿Por qué, qué?

– Me refiero a vuestro nombre, los demás nos conformamos con un santo, vos parece que necesitáis a toda la corte celestial.

Santos lanzó una estruendosa carcajada que resonó en toda la enorme estancia, sobresaltando a más de uno.

– Vaya, vaya, tenemos a un gracioso. Os lo agradezco, mi trabajo es soberanamente aburrido por norma general y me gustan las bromas, impiden que se me seque el cerebro. Por lo que se refiere a mi nombre, no os puedo responder, es tan antiguo que he olvidado su razón de ser.

Guillem sonrió, estaba pensando en la mejor manera de encauzar la conversación hacia los temas que le interesaban, sin llamar la atención ni levantar sospechas, pero Santos no era presa fácil, no era un tipo que se dejara engañar fácilmente como Leví. Tendría que arriesgarse.

– Me han aconsejado que hable con vos -dijo en voz baja.

– ¿Y qué maldito ladrón os ha dado este consejo?

– Un ladrón muerto -contestó Guillem, observando la reacción de Santos.

Santos se quedó en silencio, mirándole sin parpadear, sopesando las palabras. Aquella mirada fija, obligaba a uno de sus ojos, cruzado por la espantosa cicatriz, a tomar una forma extraña, como un ocho irregular y mal garabateado que buscara ampliar sus deformadas circunferencias.

– Deberíamos sentarnos, ¿no os parece? -dijo finalmente. Le hizo un gesto indicándole que le siguiera y su salida del mostrador provocó un murmullo de admiración, el gigante parecía estar concediendo un privilegio especial al joven desconocido. Santos avanzó hacia una mesa, cerca de la chimenea, que se desalojó en el acto cuando sus ocupantes le vieron avanzar. Ambos se sentaron con las jarras en la mano, uno frente al otro sin dejar de observarse.

– ¿Y bien? -Santos parecía levemente interesado. -Leví el cambista me dijo que vos me daríais una información sobre alguien a quien busco.

– ¿El avaro mercader está muerto? -Parecía realmente perplejo-. Creía que esa ralea de usureros gozaba de un trato especial ante la Parca, pero veo que no es así. ¿Le habéis matado vos?

– No, se me adelantaron. Últimamente siempre me pasa lo mismo. Si sigo así, no podré matar a nadie más, es deprimente. Santos volvió a estallar en carcajadas, lo que de nuevo provocó el desasosiego entre sus clientes más cercanos, pero había decidido que aquel muchacho le gustaba.

– Ese viejo gusano rastrero de Leví no ha hecho un buen negocio esta vez. Eso le pasa por andar con malas compañías.

– Tenéis razón -asintió Guillem, en tono grave-, no invirtió bien y me temo que no va a recuperarse de sus pérdidas. Miró el rostro del posadero en busca de alguna señal que le permitiera seguir por aquel camino, pero las facciones de Santos encerraban un misterio tan antiguo como su nombre, y no daban facilidades de ningún tipo. El joven decidió soltar un poco más de información.

– El gusano rastrero, como vos le llamáis, ha sido asesinado hace unas horas, degollado, mejor dicho, decapitado por una mano experta, sumamente hábil en estos menesteres.

– Una muerte digna para un ave carroñera como él. -Santos no parecía impresionado-. Os puedo asegurar que su muerte será celebrada por muchos cuando la noticia se conozca. Nadie va a llorar su ausencia, no tenía mujer ni hijos, ni hermanos ni tíos, nada de nada. El pobre imbécil decía siempre que la familia era una inversión sin futuro y mirad ahora, no tiene ni a un perro que se encargue de su entierro.

Guillem comenzó a exasperarse ante la impasibilidad de su interlocutor, nada parecía conmoverlo y escuchaba sus noticias sin un parpadeo de su mutilado ojo. Estaba regalando información a cambio de nada y ya no sabía qué táctica utilizar.

– Estoy buscando a un tal D'Aubert -espetó. Ya había perdido demasiado tiempo.

– O sea que es esto lo que habéis venido a buscar, muchacho, al estúpido de D'Aubert. ¡Por fin se hace la luz en la oscuridad! ¿Para qué le buscáis?

– Muchas preguntas y pocas respuestas -graznó Guillem, irritado y con su dosis de paciencia totalmente agotada. Estaba molesto ante las sonoras carcajadas de Santos, quien se divertía por su enfado.

– Perdéis muy pronto la paciencia, joven, pero voy a responderos de una vez. Conozco, desde luego, a D'Aubert. Incluso os diré que yo mismo he estado a punto de matarlo para ahorrarme su insufrible charlatanería. Es un ser repugnante.

– ¿Es uno de vuestros huéspedes?

– Era, joven, era uno de mis huéspedes, pero en estos momentos ya no lo es -le contestó Santos como única explicación.

Aquello fue un mazazo para Guillem, aquélla era la única pista que poseía para encontrar a D'Aubert, para recuperar lo robado. Si aquel ladrón había huido, sería difícil volver a localizarle y todo aquello le estaba volviendo loco. Otra vez se encontraba como al principio, sin nada sólido. Era tal su abatimiento que hasta Santos pareció compadecerse de él.

– ¿Tanto interés tenéis en semejante imbécil, «hermano»? El joven dio un salto de la silla, perplejo y asombrado. Se sentía descubierto, como si le hubieran arrancado su máscara de golpe. Su mirada se dirigió hacia una de las probables vías de escape con inquietud. «Hermano.» Aquel gigante tabernero había averiguado su condición sin una duda, casi a primera vista, y eso era algo con lo que no contaba.

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