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Bernard Guils suspiró profundamente. Necesitaba de toda su paciencia para tratar con su rebelde compañero, un hombre que se encendía con sólo oler fuego.

– Te prometo que procuraremos acabar vivos, pero tú debes hacerme caso esta vez.

– Pero Bernard, ¿quién puede creerse que un sucio mercader de Éfeso, ¡además de Éfeso!, pueda tener un manto que perteneció a la Virgen? ¿Quién puede creerse que tal cosa exista en la tierra? ¿Qué demonios os va a vender? Yo te lo diré, amigo mío, un harapo deshilachado que su madre tiró por viejo.

– No se trata de esto. ¡Olvídate del maldito manto! Estás obsesionado con él, y es lo menos importante. Lo que cuenta es que alguien nos está apartando de la investigación y que debe creer que lo ha conseguido.

– Entiendo, y por eso os vais a suicidar en grupo.

Bernard entendía el punto de vista de su compañero, el motivo para alejarles era realmente ridículo y nadie en su sano juicio correría tras un harapo deshilachado, como decía Jacques. Esto lo tenía intrigado. ¿Se estaba inventando D'Arlés todo aquello? Pero ¿por qué motivo? ¿Y si no era D'Arlés quién estaba jugando con ellos?

– Sinceramente, Jacques, lo que más me molesta de todo esto es que nos tomen por estúpidos.

– Claro, te molesta pero vas a hacerlo de todos modos -saltó Jacques, sin comprender su razonamiento.

– Sí, tienes razón, tendremos que arriesgarnos. No levantar sospechas, simular que caemos en la trampa. Por eso te necesito fuera, eres nuestro salvoconducto.

– ¿Y qué les vas a decir cuando yo no aparezca? -Jacques parecía resignado, sabía que no habría forma de convencer a Bernard de lo contrario.

– ¡Eso es fácil, querido amigo! Les diré que no te he encontrado. Todos conocemos tu afición a las fugas «a ninguna parte». Les diré que has vuelto a desaparecer, que no te has presentado. «Este maldito imbécil nos ha vuelto a plantar.» Me mirarán con resignación cristiana y no dirán esta boca es mía.

– Menos D'Arlés. «El Temple tendría que escoger mejor a sus miembros de élite, alguien tendrá que dar cuenta de las fugas de nuestro hermano, esto no puede quedar así…»

Bernard Guils lanzó una carcajada ante la imitación de Jacques. Tenía razón, además de imitarlo perfectamente, seguro que D'Arlés iba a decir algo parecido.

Salieron de la cabaña con la preocupación reflejada en sus rostros. Jacques abrazó a su compañero con fuerza, tenía un mal presentimiento. Vio montar a Bernard en su hermosa yegua blanca, y se acercó a acariciar la cabeza del animal.

– Jacques, ten mucho cuidado, no dejes que ese maldito traidor se escape. ¡Y vete a Acre!

– Lo mataré con mis propias manos, te lo juro.

Pero Bernard ya no le oía, él y su montura se alejaban a toda prisa en dirección a1 norte. Durante un rato observó la silueta de su amigo alejarse, empequeñeciéndose en el horizonte de arena.

Santos despertó bruscamente del ensueño de su memoria, las palabras del joven templario le traían de vuelta a la posada.

– Es urgente que hable con D'Aubert -decía Guillem.

– Perdonad, muchacho, estaba distraído. Comprendo vuestra urgencia, pero os he de confesar que ese charlatán os servirá de bien poco.

– ¿Habéis hablado con él, os ha contado algo de interés?

– Está muerto. De nuevo alguien se os ha adelantado. Guillem se quedó helado, no esperaba que la Sombra pudiera adelantársele esta vez. Más bien creía que estaría muy ocupado buscando una nueva madriguera. Había supuesto que no quería quedarse allí, con el cadáver de Leví.

– Pero ¿quién va a encontrar a Leví en una casa semiderruída y abandonada? Pueden pasar días, meses… ¡Dios Santo, acabo de cometer un error imperdonable! -musitó el joven.

– Bienvenido al mundo real, muchacho -respondió Santos, con ironía- Mal estaría que fuerais perfecto, seríais insoportable. Espero que Bernard no os metiera esta idea en la cabeza, aunque era muy capaz. Hace unos momentos, recordaba un día en que intenté convencerle y…

– ¿Cómo sabéis que D'Aubert está muerto, Santos? -interrumpió el joven, una nueva posibilidad se abría paso en el laberinto.

– Lo encontré yo mismo, ya cadáver, en su habitación. -Santos empezaba a pensar que aquel muchacho era tan cabezota como Guils.

– ¿ Cuándo? -Ayer por la noche.

– Entonces mató a D'Aubert antes que a Leví. ¡Ya había descubierto la madriguera del ladrón! Y es posible que recuperara lo que éste robó a Bernard. ¿Cómo murió D'Aubert? -Guillem saltaba de una cosa a la otra, excitado.

– De mala manera, os lo aseguro. Todavía está arriba, en su habitación. Lo maniataron de tal modo que él mismo se asfixió, no pudo aguantar la presión de las cuerdas. Hacía mucho tiempo que no veía este sistema, le llamaban el «nudo del suicida», aunque os confieso que no comprendo la razón del nombre, es casi imposible que uno mismo se mate de esta manera. Tuvo que pasarlo muy mal, os lo aseguro. Estaba amordazado y los pocos muebles que hay en la habitación estaban cuidadosamente apartados, para que no pudiera alertar a nadie. De todas formas hubo algo que me llamó la atención: una silla, muy cerca de él, casi pegada a su cara. Como si alguien se hubiera sentado tranquilamente, mientras el infeliz agonizaba. No debía ser un espectáculo muy agradable, muchacho.

– Montclar. Guillem de Montclar -contestó el joven con el ceño fruncido.

– ¿Cómo decís?

– Que no me llamo muchacho, ni joven, ni nada parecido. Mi nombre es Guillem de Montclar.

– Perdonad, no quería ofenderos, Guillem.

– ¿Registrasteis la habitación de D'Aubert? -Guillem estaba seguro de que lo había hecho.

– Naturalmente, pero si queréis, podemos volver a hacerlo. El joven hizo un gesto afirmativo y ambos se levantaron de la mesa, dirigiéndose hacia las escaleras.

D'Aubert todavía conservaba un gesto de sorpresa, como si no pudiera creer lo que le estaba sucediendo. Su cuerpo, retorcido por las cuerdas, parecía el de un contorsionista paralizado, interrumpido en mitad de su ejercicio. Santos le echó una sábana encima mientras observaba el cuidadoso registro que llevaba a cabo Guillem, era indudable que le habían instruido bien.

– ¿Qué vais a hacer con él? -dijo el joven, señalando el cadáver.

– Tengo que pensarlo, no os preocupéis. Es posible que nadie vuelva a saber de este miserable.

– Aquí no hay nada de lo que busco, la Sombra ha debido encontrarlo.

– No os precipitéis, Guillem. Encontré algo que quizás tenga interés para vos. A1 principio, no le di importancia, pero al oír vuestra historia he cambiado de parecer.

Guillem se acercó a él, con curiosidad. Santos le mostraba algo en su mano extendida.

– ¿Piel de cordero? ¿De dónde la habéis sacado?

– Sí, es piel de cordero, tratada y pulida con extrema delicadeza. Es posible que protegiera lo que andáis buscando. Había también unas cuerdas muy finas y resistentes, seguramente para asegurar el paquete. Lo encontré aquí, en la habitación, alguien lo había tirado sobre la cama.

– O sea, que la Sombra ya tiene lo que quería -afirmó Guillem.

– Vais demasiado rápido en vuestros razonamientos. -Santos hablaba en voz baja-. D'Aubert recibió varias visitas en pocas horas, buscaba un traductor de griego, ya lo sabéis, y yo le di algunas ideas.

– ¿Qué intentáis decirme?

– Estuvo hablando con un tal Mateo, un clérigo de mala vida. Creo que le expulsaron de la orden de Predicadores por algún escándalo que desconozco. Ahora vive a costa de dos prostitutas que le mantienen a cuerpo de rey y tiene muy buena relación con gentuza poco recomendable.

– ¿Y creéis que ese hombre sabe algo?

– Mateo y D'Aubert estuvieron discutiendo, creo que no se ponían de acuerdo en el precio. Finalmente, cerraron el trato y el clérigo se marchó precipitadamente de la taberna. Eso sucedió anoche. Observé que Mateo llevaba algo escondido entre sus ropas. Aunque intentaba disimularlo, era visible que apretaba algo con fuerza entre sus garras, incluso llegué a pensar que había robado algo de la habitación del ladronzuelo.

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