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Tómese esto para que se mejore, señora, lloriqueaba Amalia, la señorita Queta ya venía. Nada, muda, sorda, mirando, así que ella le levantó la cabeza y le acercó la taza a la boca. Tomaba obediente, dos hilitos le chorreaban por el cuello. Así señora, todito, y le hacía cariños en la cabeza y le besaba las manos. Pero cuando la señorita Queta llegó, en vez de apenarse comenzó a decir lisuras. Mandó comprar alcohol, hizo que la señora tomara más café, entre ella y Amalia acostaron a la señora, le frotaron la frente y las sienes.

Mientras la señorita la reñía, tonta, loca, inconsciente, la señora fue volviendo. Sonreía, qué era tanto laberinto, se movía, y la señorita estaba harta, no soy tu niñera, te vas a meter en un lío, si quieres matarte mátate pero no a pocos. Esa noche la señora no fue al "Monmartre” pero al día siguiente se levantó ya bien.

Una mañana después ocurrió el lío. Amalia volvía de la tienda y vio un patrullero en la puerta del edificio. Un policía y uno de civil discutían con la señora en la vereda. Déjenme telefonear, decía la señora, pero la agarraron de los brazos, la subieron al carro y partieron. Se quedó un rato en la calle, tan asustada que no se animaba a entrar. Llamó a la señorita y no estaba; llamó toda la tarde y no contestaba. A lo mejor se la habían llevado a la policía, a lo mejor vendrían y se la llevarían a ella también. Las sirvientas de los vecinos venían a averiguar qué pasó, adónde se la llevaron. Esa noche no pudo pegar los ojos: vienen, te van a llevar. Al día siguiente se apareció la señorita Queta y puso unos ojazos terribles cuando Amalia le contó.

Corrió al teléfono: haga algo, señora Ivonne, no podían tenerla presa, todo era culpa de la Paqueta, atropellada y asustada la señorita también. Le dio una libra a Amalia: habían complicado a la señora en algo feo, a lo mejor vendrían policías o periodistas, anda vete donde tu familia por unos días. Tenía los ojos llenos de lágrimas y la oyó murmurar pobre Hortensia. Dónde iría, dónde iba. Fue donde su tía, que ahora tenía una pensioncita en Chacra Colorada. La señora se fue de viaje, tía me dio vacación. Su tía la resondró por haberse perdido tanto tiempo, y la estuvo mirando, mirando. Por fin le agarró la cara y le examinó los ojos: mientes, te botó porque descubrió que estás encinta.

Ella le negó, no estaba, protestó, de quién iba a estar encinta. Pero ¿y si su tía tenía razón, si era por eso que no sangraba? Se olvidó de la señora, de la policía, qué le iba a decir a Ambrosio, qué diría él. El domingo fue al paradero del Hospital Militar, rezando entre dientes. Comenzó a contarle lo de la señora, pero él ya sabía. Ya estaba en su casa, Amalia, don Fermín habló con amigos y la hizo soltar. ¿Y por qué la habían metido presa a la señora? Algo sucio haría, algo malo haría, y cambió de tema: Ludovico le había prestado el cuartito por toda la noche. Lo veían poco a Ludovico ya, Ambrosio le contaba que parecía que se iba a casar y que hablaba de comprarse una casita en la Urbanización de Villacampa, qué progresos había hecho Ludovico ¿no, Amalia? Fueron a un restaurancito del Rímac y él le preguntó por qué no comes. No tenía hambre, había almorzado mucho. ¿Por qué no hablaba?

Estaba pensando en la señora, mañana iré tempranito a verla. Apenas entraron al cuartito se atrevió: mi tía dice que estoy encinta. Él se sentó de un brinco en la cama. Qué mierda lo que creía tu tía, la sacudió de un brazo, ¿estaba o no estaba? Sí, creía que sí, y se echó a llorar. En vez de consolarla, Ambrosio se puso a mirarla como si tuviera lepra y lo pudiera contagiar.

No podía ser, repetía, no puede ser y se le atracaba la voz. Ella salió corriendo del cuartito. Ambrosio la alcanzó en la calle. Cálmate, no llores, atontado, la acompañó hasta el paradero y decía no me lo esperaba, no creas que me he enojado, me dejaste sonso. En la avenida Brasil se despidió de ella hasta el domingo. Amalia pensó: no va a venir más.

No estaba furiosa la señora Hortensia: hola, Amalia. La abrazó contenta, creía que te habías asustado y no volverías. Cómo se le ocurría, señora. Ya sé, dijo la señora, tú eres una amiga, Amalia, una de verdad.

Habían querido embarrarla en algo que no había hecho, la gente era así, la mierda de la Paqueta así, todos así. Los días, las semanas volvieron a ser los de siempre, cada día un poquito peor por los apuros de plata. Un día tocó la puerta un hombre de uniforme. ¿A quién buscaba? Pero la señora salió a recibirlo, hola Richard, y Amalia lo reconoció. Era el mismo que había entrado a la casa esa madrugada, sólo que ahora estaba con gorra de aviador y un saco azul de botones dorados.

El señor. Richard era piloto de Panagra, se pasaba la vida viajando, patillas canosas, un mechón amarillo sobre la frente, gordito, pecoso, un español mezclado de inglés que daba risa. A Amalia le cayó simpático.

Fue el primero en entrar al departamento, el primero en quedarse a dormir. Llegaba a Lima los jueves, se venía del aeropuerto de azul marino, se bañaba, descansaba un rato, y salían, volvían al amanecer haciendo bulla y dormían hasta el mediodía. A veces el señor Richard se quedaba en Lima dos días: Le gustaba meterse a la cocina, ponerse un mandil de Amalia, y cocinar. Ella y la señora, riéndose, lo veían freír huevos, preparar tallarines, pizzas. Era bromista, juguetón y la señora se llevaba bien con él. ¿Por qué no se casaba con el señor Richard, señora?, es tan bueno. La señora Hortensia se rió: era casado y con cuatro hijos, Amalia.

Habrían pasado dos meses y una vez el señor Richard llegó miércoles en vez de jueves. La señora estaba encerrada a oscuras, con su chilcanito en el velador. El señor Richard se asustó y llamó a Amalia.

No se ponga así, lo calmaba ella; no era nada, ya le iba a pasar, eran los remedios. Pero el señor Richard hablaba en inglés, colorado del susto, y le daba a la señora unas cachetadas que escarapelaban, y la señora mirándolos como si no estuvieran ahí. El señor Richard iba a la sala, volvía, llamaba por teléfono y al fin salió y trajo un médico que le puso una inyección a la señora. Cuando el médico se fue, el señor Richard entró a la cocina y parecía un camarón: rojísimo, furiosísimo, comenzaba a hablar en español y se pasaba al inglés. Señor qué le pasa, por qué gritaba, por qué me insulta. Él daba manotazos y Amalia pensaba me va a pegar, se loqueó. Y en eso apareció la señora: con qué derecho alzaba la voz, con qué derecho gritas a Amalia.

Lo comenzó a reñir por haber llamado al médico, ella lo gritaba a él y él a ella, y en la sala seguían gritando, gringo de mierda, metete de mierda, ruidos, una cachetada, y Amalia atolondrada cogió la sartén y salió pensando nos va a matar a las dos. El señor Richard se había ido y la señora lo insultaba desde la puerta. Entonces no pudo aguantarse, atinó a levantar el mandil pero fue por gusto, todo el vómito cayó al suelo.

Al oír las arcadas la señora vino corriendo. Anda al baño, no te asustes, no pasa nada. Amalia se lavó la boca, volvió a la sala con un trapo mojado y una escoba, y, mientras limpiaba, oía a la señora riéndose.

No había de qué asustarse, sonsa, hacía rato tenía ganas de largar a este idiota, y Amalia muerta de vergüenza. Pero de repente la señora se calló. Oye, oye, le vino una sonrisita de ésas de otros tiempos, mosquita muerta, ven, ven aquí. Sintió que enrojecía, ¿no estarás encinta, no?, que le daba vértigo, no señora, qué ocurrencia. Pero la señora la agarró del brazo: pedazo de boba, claro que estás. No enojada sino asombrada, riéndose. No señora, qué iba a estar, y sintió que le temblaban las rodillas. Se echó a llorar, ay señora. Mosquita muerta, decía la señora con cariño. Le trajo un vasito de agua, la hizo sentar, quién iba a pensar. Sí estaba, señora, todo este tiempo se había sentido tan mal: sed, mareos, esa sensación de que le jalaban el estómago. Lloraba a gritos y la señora la consolaba, por qué no me contaste, sonsa, si no tenía nada de malo, te hubiera llevado al médico, no hubieras trabajado tanto. Ella seguía llorando y de repente: por él, señora, no quería que le contara, decía te va a botar.

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