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– La esposa del doctor Ferro lo está esperando, don Cayo -dijo el doctor Alcibíades-. Le he indicado que usted no va a venir, pero no quiere irse.

– Sáquesela de encima y ubique al doctor Lora de inmediato -dijo él-. Símula, corre a decir a los guardias de la esquina que necesito el patrullero en el acto.

– ¿Qué pasa, qué apuro es ése? -dijo Hortensia, levantando el pijama que él acababa de tirar al suelo.

– Problemas -dijo él, poniéndose las medias-. ¿Cuánto rato he dormido?

– Una hora, más o menos -dijo Hortensia-. Debes estar muerto de hambre. ¿Te hago calentar el almuerzo?

– No tengo tiempo -dijo él-. Sí, al Ministerio de Relaciones Exteriores, sargento, y a toda velocidad. No se pase en el semáforo, hombre, tengo mucha prisa. El Ministro me está esperando, le hice avisar que venía.

– El Ministro está en una reunión, no creo que pueda recibirlo -el joven de anteojos, vestido de gris, lo examinó de pies a cabeza, con desconfianza-. ¿De parte de quién?

– Cayo Bermúdez -dijo él, y vio al joven levantarse de un brinco y desaparecer tras una puerta lustrosa-. Siento invadir así su oficina, doctor Lora. Es muy importante, se trata de Landa.

– ¿De Landa? -le estiró la mano el hombrecito calvo, bajito, sonriente-. No me diga que…

– Sí, está en la embajada argentina hace una hora -dijo él-. Pidiendo asilo, probablemente. Quiere hacer ruido y crearnos problemas.

– Bueno, lo mejor será darle el salvoconducto de inmediato -dijo el doctor Lora-. Al enemigo que huye, puente de plata, don Cayo.

– De ninguna manera -dijo él-. Hable usted con el Embajador, doctor. Deje bien claro que no está perseguido, asegúrele que Landa puede salir del país con su pasaporte cuando quiera.

– Sólo puedo comprometer mi palabra si esa promesa se va a cumplir, don Cayo -dijo el doctor Lora, sonriendo con reticencia-. Imagínese en qué situación quedaría el Gobierno si…

– Se va a cumplir -dijo él, rápidamente, y vio que el doctor Lora lo observaba, dudando. Por fin, dejó de sonreír, suspiró, y tocó un timbre.

– Precisamente el Embajador está en el teléfono -el joven de gris cruzó el despacho con una sonrisita lampiña, hizo una especie de genuflexión-. Qué coincidencia, Ministro.

– Bueno, ya sabemos que ha pedido asilo -dijo el doctor Lora-. Sí, mientras yo hablo con el Embajador, puede usted telefonear desde la secretaría, don Cayo.

– ¿Puedo usar su teléfono un momento? Quisiera hablar a solas, por favor -dijo él, y vio enrojecer violentamente al joven de gris, lo vio asentir con ojos ofendidos y partir-. Es posible que Landa salga de la embajada de un momento a otro, Lozano. No lo molesten. Téngame informado de sus movimientos. Estaré en mi oficina, sí.

– Entendido, don Cayo -el joven se paseaba por el corredor, esbelto, largo, gris-. ¿Tampoco a Zavala, si sale de su casa? Bien, don Cayo.

– En efecto, había pedido asilo -dijo el doctor Lora-. El Embajador estaba asombrado. Landa, uno de los líderes parlamentarios, no podía creerlo. Se ha quedado conforme con la promesa de que no será detenido y de que podrá viajar cuando quiera..

– Me quita usted un gran peso de encima, doctor -dijo él-. Ahora voy a tratar de remachar este asunto. Muchas gracias, doctor.

– Aunque no sea el momento, quiero ser el primero en felicitarlo -dijo el doctor Lora, sonriendo-. Me dio mucho gusto saber que entrará al gabinete en Fiestas Patrias, don Cayo.

– Son simples rumores -dijo él-. No hay nada decidido aún. El Presidente no me ha hablado todavía, y tampoco sé si aceptaré.

– Todo está decidido y todos nos sentimos muy complacidos -dijo el doctor Lora, tomándolo del brazo-. Usted tiene que sacrificarse y aceptar. El Presidente confía en usted, y con razón. Hasta pronto, don Cayo.

– Hasta luego, señor -dijo el joven de gris, con una venia.

– Hasta luego -dijo él, y tirando un violento jalón con sus mismas manos lo castró y arrojó el bulto gelatinoso a Hortensia: cómetelo-. Al Ministerio de Gobierno, sargento. ¿Las secretarias se fueron ya? Qué pasa, doctorcito, está usted lívido.

– La France Presse, la Associated Press, la United Press, todas dan la noticia, don Cayo, mire los cables -dijo el doctor Alcibíades-. Hablan de decenas de detenidos. ¿De dónde, don Cayo?

– Están fechados en Bolivia, ha sido Velarde, el abogadito ése -dijo él-. Pudiera ser Landa, también. ¿A qué hora comenzaron a recibir esos cables las agencias?

– Hace apenas una media hora -dijo el doctor Alcibíades-. Los corresponsales ya empezaron a llamarnos. Van a caer aquí de un momento a otro. No, todavía no han enviado esos cables a las radios.

– Ya es imposible guardar esto secreto, habrá que dar un comunicado oficial -dijo él-. Llame a las agencias, que no distribuyan esos cables, que esperen el comunicado. Llámeme a Lozano y a Paredes, por favor.

– Sí, don Cayo -dijo Lozano-. El senador Landa acaba de entrar a su casa.

– No lo dejen salir de allá -dijo él-. ¿Seguro que no habló con ningún corresponsal extranjero por teléfono? Sí, estaré en Palacio, llámeme allá.

– El comandante Paredes en el otro teléfono, don Cayo -dijo el doctor Alcibíades.

– Te adelantaste un poco, la farra de esta noche tendrá que esperar -dijo él-. ¿Viste los cables? Sí, ya sé de dónde. Velarde, un arequipeño que se escapó. No dan nombres, sólo el de Espina.

– Acabamos de leerlos con el general Llerena y estamos yendo a Palacio -dijo el comandante Paredes-. Esto es grave. El Presidente quería evitar a toda costa que se divulgara el asunto.

– Hay Que sacar un comunicado desmintiendo todo -dijo él-. Todavía no es tarde, si se llega a un acuerdo con Espina y con Landa. ¿Qué hay del Serrano?

– Está reacio, el general Pinto ha hablado dos veces con él -dijo Paredes-. Si el Presidente está de acuerdo, el general Llerena le hablará también. Bueno, nos vemos en Palacio, entonces.

– ¿Ya sale, don Cayo? -dijo el doctor Alcibíades-. Me olvidaba de algo. La señora del doctor Ferro. Estuvo aquí toda la tarde. Dijo que volvería y que se pasaría toda la noche sentada, aunque fuera.

– Si vuelve, hágala botar con los guardias -dijo él-. Y no se mueva de aquí, doctorcito.

– ¿Está usted sin auto? -dijo el doctor Alcibíades-. ¿Quiere llevarse el mío?

– No sé manejar, tomaré un taxi -dijo él-. Sí, maestro, a Palacio.

– Pase, don Cayo -dijo el mayor Tijero-. El general Llerena, el doctor Arbeláez y el comandante Paredes lo están esperando.

– Acabo de hablar con el general Pinto, su conversación con Espina ha sido bastante positiva -dijo el comandante Paredes-. El Presidente está con el Canciller.

– Las radios extranjeras están dando la noticia de una conspiración abortada -dijo el general Llerena-. Ya ve, Bermúdez, tantas contemplaciones con los pícaros para guardar el secreto, y no sirvió de nada.

– Si el general Pinto llega a un acuerdo con Espina, la noticia quedará desmentida automáticamente -dijo el comandante Paredes-. Todo el problema está ahora en Landa.

– Usted es amigo del senador, doctor Arbeláez -dijo él-. Landa tiene confianza en usted.

– He hablado por teléfono con él hace un momento -dijo el doctor Arbeláez-. Es un hombre orgulloso y no quiso escucharme. No hay nada que hacer con él, don Cayo.

– ¿Se le está dando una salida que lo favorece y no quiere aceptar? -dijo el general Llerena-. Hay que detenerlo antes que haga escándalo, entonces.

– Yo me he comprometido a conseguir que esto no trascienda y voy a cumplirlo -dijo él-. Ocúpese usted de Espina, General, y déjeme a Landa a mí.

– Lo llaman por teléfono, don Cayo -dijo el mayor Tijero-. Sí, por aquí.

– El sujeto habló hace un momento con el doctor Arbeláez -dijo Lozano-. Algo que le va a sorprender, don Cayo. Sí, aquí le hago escuchar la cinta.

– Por ahora no puedo hacer otra cosa que esperar -dijo el doctor Arbeláez-. Pero si pones como condición para reconciliarte con el Presidente, que despidan al chacal de Bermúdez, estoy seguro que accederá.

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