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– No has debido gastar así tu plata, sonsa -dijo Popeye.

– No es mía, es la que me regaló el niño Santiago -se rió Amalia-. Para hacerles una atención siquiera, pues.

La puerta de calle estaba abierta, afuera comenzaba a oscurecer y se oía a veces y a los lejos el paso del tranvía. Trajinaba mucha gente por la vereda, voces, risas, algunas caras se detenían un segundo a mirar.

– Ya están saliendo de las fábricas -dijo Amalia-. Lástima que el laboratorio de su papá no esté por aquí, niño. Hasta la avenida Argentina voy a tener que tomar el tranvía y después ómnibus.

– ¿Vas a trabajar en el laboratorio? -dijo Santiago.

– ¿Su papá no le contó? -dijo Amalia-. Sí, pues, desde el lunes.

Ella estaba saliendo de la casa con su maleta y encontró a don Fermín, ¿quieres que te coloque en el laboratorio?, y ella claro que sí, don Fermín, donde sea, y entonces él llamó al niño Chispas y le dijo telefonea a Carrillo y que le dé trabajo: qué papelón, pensó Popeye.

– Ah, qué bien -dijo Santiago-. En el laboratorio seguro estarás mejor.

Popeye sacó su cajetilla de Chesterfield, ofreció un cigarrillo a Santiago, dudó un segundo, y otro a Amalia pero ella no fumaba, niño.

– A lo mejor sí fumas y nos estás engañando como el otro día -dijo Popeye-. Nos dijiste no sé bailar y sabías.

La vio palidecer, no pues niño, la oyó tartamudear, sintió que Santiago se revolvía en la silla y pensó metí la pata. Amalia había bajado la cabeza.

– Es una broma -dijo, y las mejillas le ardían-. De qué te vas a avergonzar, ¿acaso pasó algo, sonsa?

Ella fue recobrando sus colores, su voz: no quería ni acordarse, niño. Qué mal se había sentido, al día siguiente todavía se le mezclaba todo en la cabeza y las cosas le bailaban en las manos. Alzó la cara, los miró con timidez, con envidia, con admiración: ¿a ellos las Coca-colas nunca les hacían nada? Popeye miró a Santiago, Santiago miró a Popeye y los dos miraron a Amalia: había vomitado toda la noche, no volvería a tomar Coca-cola nunca en su vida. Y, sin embargo, había tomado cerveza y nada, y Pasteurina y tampoco, y Pepsi-cola y tampoco, ¿esa Coca-cola no estaría pasadita, niño? Popeye se mordió la lengua; sacó su pañuelo y furiosamente se sonó. Se apretaba la nariz y sentía que el estómago le iba a reventar: se había terminado el disco, ahora sí, y sacó rápido la mano del bolsillo de su pantalón. Ellos seguían fundidos en la media oscuridad, vengan vengan, siéntense un ratito, y oyó a Amalia: ya se había acabado pues la música, niño. Una voz difícil, por qué había apagado la luz el otro niño, aleteando apenas, que la prendieran o se iba, quejándose sin fuerzas, como si un invencible sueño o aburrimiento la apagara, no quería a oscuras, así no le gustaba. Eran una silueta sin forma, una sombra más entre las otras sombras del cuarto y parecía que estuvieran forcejeando de a mentiras entre el velador y la cómoda. Se levantó, se les acercó tropezando, ándate al jardín pecoso, y él qué tal raza, chocó con algo, le dolió el tobillo, no se iba, tráela a la cama, suélteme niño. La voz de Amalia ascendía, qué le pasa niño, se enfurecía, y ahora Popeye había encontrado sus hombros, suélteme, que la soltara, y la arrastraba, qué atrevido, qué abusivo, los ojos cerrados, la respiración briosa y rodó con ellos sobre la cama: ya estaba, flaco. Ella se rió, no me haga cosquillas, pero sus brazos y sus piernas seguían luchando y Popeye angustiosamente se rió: sal de aquí pecoso, déjame a mí. No se iba, por qué se iba a ir, y ahora Santiago empujaba a Popeye y Popeye lo empujaba, no me voy a ir, y había una confusión de ropas y pieles mojadas en la sombra, un revoloteo de piernas, manos, brazos y frazadas. La estaban ahogando, niño, no podía respirar: cómo te ríes, bandida. Quítese, que la soltaran, una voz ahogada, un jadeo entrecortado y animal, y de pronto chist, empujones y grititos, y Santiago chist, y Popeye chist: la puerta de calle, chist.

La Teté, pensó, y sintió que su cuerpo se disolvía. Santiago había corrido a la ventana y él no podía moverse: la Teté, la Teté.

– Ahora sí nos vamos, Amalia -Santiago se paró, dejó la botella en la mesa-. Gracias por la invitación.

– Gracias a usted, niño -dijo Amalia-. Por haber venido y por eso que me trajo.

– Anda a la casa a visitarnos -dijo Santiago.

– Claro que sí, niño -dijo Amalia-. Y salúdela mucho a la niña Teté.

– Sal de aquí, párate, qué esperas -dijo Santiago- Y tú arréglate la camisa y péinate un poco, idiota.

Acababa de encender la lámpara, se alisaba los cabellos, Popeye se acuñaba la camisa en el pantalón y lo miraba, aterrado: salte, salte del cuarto. Pero Amalia seguía sentada en la cama y tuvieron que alzarla en peso, se tambaleó con expresión idiota, se sujetó del velador. Rápido, rápido, Santiago estiraba el cubrecama y Popeye corrió a desenchufar el tocadiscos, sal del cuarto idiota. No atinaba a moverse, los escuchaba con los ojos llenos de asombro y se les escurría de las manos y en eso se abrió la puerta y ellos la soltaron: hola, mamá. Popeye vio a la señora Zoila y trató de sonreír, en pantalones y con un turbante granate, buenas noches señora, y los ojos de la señora sonrieron y miraron a Santiago, a Amalia, y su sonrisa fue disminuyendo y murió: hola, papá. Vio, detrás de la señora Zoila, el rostro lleno, los bigotes y patillas grises, los ojos risueños de don Fermín, hola flaco, tu madre se desanimó de, hola Popeye, ¿estabas aquí? Don Fermín entró al cuarto, una camisa sin cuello, una casaca de verano, mocasines, y tendió la mano a Popeye: cómo está, señor.

– ¿No estás acostada, tú? -dijo la señora Zoila-. Son más de las doce ya.

– Estábamos muertos de hambre y la desperté para que nos hiciera unos sandwich dijo Santiago ¿No se iban a quedar a dormir en Ancón?

– Tu madre se había olvidado que tenía invitados a almorzar mañana -dijo don Fermín-. Las voladuras de tu madre, cuándo no.

Con el rabillo del ojo, Popeye vio salir a Amalia con la charola en las manos, miraba el suelo y caminaba derechita, menos mal.

– Tu hermana se quedó donde los Vallarino -dijo don Fermín-. Total, se me malogró el proyecto de descansar este fin de semana.

– ¿Ya son las doce, señora? -dijo Popeye-. Me voy volando. No nos dimos cuenta de la hora, creí que serían las diez.

– Qué es de la vida del senador -dijo don Fermín-. Siglos que no se lo ve por el Club.

Salió con ellos hasta la calle y allí Santiago le dio una palmadita en el hombro y Popeye le hizo adiós: chau, Amalia. Se alejaron en dirección a la línea del tranvía. Entraron a "El Triunfo a comprar cigarrillos; hervía ya de borrachines y jugadores de billar.

– Cinco libras por las puras, un papelón bestial -dijo Popeye-. Resulta que le hicimos un favor a la chola, ahora tu viejo le dio un trabajo mejor.

– Aunque sea, le hicimos una chanchada -dijo Santiago-. No me arrepiento de esas cinco libras.

– No es por nada, pero estás tronado -dijo Popeye-. ¿Qué le hicimos? Ya le diste cinco libras, déjate de remordimientos.

Siguiendo la línea del tranvía, bajaron hasta Ricardo Palma, y caminaron fumando bajo los árboles de la alameda, entre filas de automóviles.

– ¿No te dio risa cuando dijo eso de las Coca-colas? -se rió Popeye-. ¿Tú crees que es tan tonta o se hacía? No sé cómo pude aguantarme, me orinaba de risa por adentro.

– Te voy a hacer una pregunta -dice Santiago-. ¿Tengo cara de desgraciado?

– Y yo te voy a decir una cosa -dijo Popeye – ¿Tú no crees que nos fue a comprar las Coca-colas de puro sapa? Como descolgándose, a ver si repetíamos lo de la otra noche.

– Tienes la mente podrida, pecoso -dijo Santiago.

– Pero qué pregunta -dice Ambrosio-. Claro que no, niño.

– Está bien, la chola es una santa y yo tengo la mente podrida -dijo Popeye-. Vamos a tu casa a oír discos, entonces.

– ¿Lo hiciste por mí? -dijo don Fermín-. ¿Por mí, negro? Pobre infeliz, pobre loco.

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