– Bueno, las cartas están sobre la mesa -dijo don Fermín. Hizo una breve pausa y lo miró-: Prefiero saber a qué atenerme de una vez, don Cayo.
– Le hablaré con franqueza -dijo él, asintiendo- No queremos bulla. Haría daño al régimen, no conviene que se sepa que hay divisiones. Estamos dispuestos a no tomar represalias. Siempre que haya la misma comprensión en la parte contraria.
– Espina es orgulloso y no hará acto de contrición -afirmó don Fermín, pensativo-. Me imagino cómo se siente después de saber que sus compañeros lo engañaron.
– No hará acto de contrición, pero en vez de jugar al mártir preferirá partir al extranjero con un buen sueldo en dólares -dijo él, encogiéndose de hombros-. Allá seguirá conspirando para levantarse la moral y quitarse el mal gusto de la boca. Pero él sabe que ya no tiene la menor chance.
– Todo resuelto por el lado de los militares, entonces -dijo don Fermín-. ¿Y los civiles?
– Depende qué civiles -dijo él-. Mejor olvidémonos del doctorcito Ferro y de los otros pequeños arribistas. No existen.
– Sin embargo, existen -suspiró don Fermín- ¿Qué les va a pasar?
– Un tiempo a la sombra y se los irá despachando al extranjero, poco a poco -dijo él-. No vale la pena pensar en ellos. Los únicos civiles que cuentan son usted y Landa, por razones obvias.
– Por razones obvias -repitió, lentamente, don Fermín-. ¿Es decir?
– Ustedes han servido al régimen desde el primer momento y tienen relaciones e influencias en medios a los que tenemos que tratar con guante de seda -dijo él-. Espero que el Presidente tenga con ustedes las mismas consideraciones que con Espina. Ésa es mi opinión personal. Pero la decisión última la tomará el Presidente, don Fermín.
– ¿Van a proponerme un viaje al extranjero, también? -dijo don Fermín.
– Como las cosas se han resuelto tan rápido, y, digamos, tan bien, voy a aconsejar al Presidente que no se los moleste -dijo él-. Fuera de pedirles que abandonen toda actividad política, claro.
– Yo no soy el cerebro de esta conspiración y usted lo sabe -dijo don Fermín-. Desde el principio tuve dudas. Me presentaron todo hecho, no me consultaron.
– Espina asegura que usted y Landa habían reunido mucho dinero para el golpe -dijo él.
– Yo no invierto dinero en malos negocios y eso también lo sabe usted -dijo don Fermín-Di dinero y fui el primero en remover cielo y tierra para convencer a la gente que apoyara a Odría el 48, porque tenía fe en él. Supongo que el Presidente no lo habrá olvidado.
– El Presidente es serrano -dijo él-. Los serranos tienen muy buena memoria.
– Si yo me hubiera puesto a conspirar de veras las cosas no habrían ido tan mal para Espina, si Landa y yo hubiéramos sido los autores de esto las guarniciones comprometidas no hubieran sido cuatro sino diez -don Fermín hablaba sin arrogancia, sin prisa, con una seguridad tranquila y él pensó como si todo lo que dice estuviera de más, como si fuera mi obligación haber sabido eso desde siempre-. Con diez millones de soles no hay golpe de estado que falle en el Perú, don Cayo.
– Yo voy ahora a Palacio a hablar con el Presidente -dijo él-. Haré todo lo posible para que se muestre comprensivo y esto se arregle de la mejor manera, al menos en su caso. Es todo lo que puedo ofrecerle por ahora, don Fermín.
– ¿Voy a ser detenido? -dijo don Fermín.
– Desde luego que no; en el peor de los casos, se le pedirá que salga al extranjero por un tiempo -dijo él-. Pero no creo que sea necesario.
– ¿Se van a tomar represalias contra mí? -dijo don Fermín-. Económicas, quiero decir. Usted sabe que gran parte de mis negocios dependen del Estado.
– Haré lo posible por evitarlo -dijo él-. El Presidente no es rencoroso, y espero que dentro de un tiempo acepte una reconciliación con usted. Es todo lo que puedo adelantarle, don Fermín.
– Supongo que las cosas que teníamos pendientes usted y yo, habrá que olvidarlas -dijo don Fermín.
– Enterrarlas definitivamente -aclaró él-. Ya ve, soy sincero con usted. Primero que todo, soy hombre del régimen, don Fermín. -Hizo una pausa, bajó un poco la voz, y usó un tono menos impersonal, más íntimo-. Ya sé que está pasando un mal momento. No, no hablo de esto. De su hijo, el que se fue de la casa.
– ¿Qué pasa con Santiago? -la cara de don Fermín se había vuelto rápidamente hacia él-. ¿Sigue persiguiendo al muchacho?
– Lo hicimos vigilar unos días, ahora ya no -lo tranquilizó él-. Parece que esa mala experiencia lo decepcionó de la política. No ha vuelto a reunirse con sus antiguos amigos y entiendo que lleva una vida muy formal.
– Sabe usted de Santiago más que yo, hace meses que no lo veo -murmuró don Fermín, poniéndose de pie-. Bueno, estoy muy cansado y lo dejo ahora. Hasta luego, don Cayo.
– A Palacio, Ludovico -dijo él-. El flojo éste de Hipólito se volvió a quedar dormido. Déjalo, no lo despiertes.
– Ya llegamos -dijo Ludovico, riéndose-. Ahora el que se quedó dormido fue usted. Todo el camino vino roncando, don Cayo.
– Buenos días, por fin llega usted -dijo el mayor Tijero-. El Presidente se ha retirado a descansar. Pero ahí lo están esperando el comandante Paredes y el doctor Arbeláez, don Cayo.
– Pidió que no lo despertaran, salvo Que haya algo muy urgente -dijo el comandante Paredes.
– No hay nada urgente, volveré a verlo más tarde -dijo él-. Sí, salgo con ustedes. Buenos días, doctor.
– Tengo que felicitarlo, don Cayo -dijo el doctor Arbeláez, con sorna-. Sin ruido, sin derramar una gota de sangre, sin que nadie lo ayudara ni lo aconsejara. Todo un éxito, don Cayo.
– Le iba a proponer que almorzáramos juntos, para explicarle todo con detalles -dijo él-. Hasta el último momento los indicios eran vagos. Las cosas se precipitaron anoche y no tuve tiempo de ponerlo al corriente.
– No estoy libre al mediodía, pero gracias de todos modos -dijo el doctor Arbeláez-. Ya no necesita ponerme al corriente. El Presidente me informó de todo, don Cayo.
– En ciertas circunstancias no hay más remedio que pasar por alto las jerarquías, doctor -murmuró él-. Anoche, más urgente Que informarle a usted era actuar.
– Desde luego -dijo el doctor Arbeláez-. Esta vez el Presidente ha aceptado mi renuncia y, créame, estoy muy contento. Ya no tendremos más inconvenientes. El Presidente va a reorganizar el gabinete; no ahora, en Fiestas Patrias. Pero, en fin, ya está acordado.
– Pediré al Presidente que reconsidere su decisión y que no lo deje partir -dijo él-. Aunque no lo crea, me gusta trabajar a sus órdenes, doctor.
– ¿A mis órdenes? -soltó una carcajada el doctor Arbeláez-. En fin. Hasta luego, don Cayo. Adiós, Comandante.
– Vamos a tomar algo, Cayo -dijo el comandante Paredes-. Sí, ven en mi auto. Que tu chofer nos siga al Círculo Militar. Camino telefoneó para avisar que el avión de Faucett llegaría a las once y media. ¿Vas a ir a esperar a Landa?
– No me queda más remedio -dijo él-. Si no me muero de sueño antes. Faltan tres horas ¿no?
– ¿Qué tal la conversación con el pez gordo? -dijo el comandante Paredes.
– Zavala es un buen jugador, sabe perder -dijo él-. Landa me preocupa más. Tiene más plata y por lo mismo más orgullo. Ya veremos.
– La verdad es que la cosa fue seria -bostezó Paredes-. Si no es por el coronel Quijano, nos hubiéramos llevado un buen susto.
– El régimen le debe la vida, o casi -asintió él-. Hay que hacer que el Congreso lo ascienda, cuanto antes.
– Dos jugos de naranja, dos cafés bien cargados -dijo el comandante Paredes-. Y rápido, porque nos estamos durmiendo.
– ¿Qué es lo que te preocupa? -dijo él-. Suelta la piedra de una vez.
– Zavala -dijo el comandante Paredes-. Tus negocios con él. Te tendrá agarrado por ahí, me imagino.
– Todavía no me tiene agarrado nadie -dijo él, desperezándose-. Trató mil veces, por supuesto. Quería hacerme su socio, clavarme acciones, mil cosas. Pero no le resultó.