– ¿No te das cuenta que la vas a arruinar? -dijo Ivonne, cogiendo la rodilla de Becerrita, estrujándola-. No te das cuenta que la policía la va a encerrar, ¿para interrogarla?
– ¿Vio algo? -dijo Becerrita, bajando la voz-. ¿Sabe algo?
– Claro que no, sólo quiere que no la metan en líos -dijo Ivonne-. La vas a fregar. ¿Por qué vas a hacer una maldad así?
– No quiero que le pase nada, sólo que me cuente algunas intimidades de la Musa -dijo Becerrita-. No diremos que vivían juntas, no la nombraremos. ¿Crees en mi palabra, no?
– Por supuesto que no -dijo Ivonne-. Tú eres otro hijo dé puta igual que la Paqueta.
– Así es como me gustas, Madama -Becerrita miró a Santiago y Periquito con una sonrisa furtiva-. En tu ley.
– Queta es una buena muchacha, Becerrita -dijo Ivonne, a media voz-. No la hundas. Te podría costar caro, además. Tiene muy buenos amigos, te lo advierto.
– Llámala de una vez, y no te pongas dramática -sonrió Becerrita-. Te juro que no le pasará nada.
– ¿Se te ocurre que tiene ánimos para venir a trabajar después de lo que le pasó a su amiga? -dijo Ivonne.
– Muy bien, búscala y arréglame una cita con ella -dijo Becerrita-. Sólo quiero algunos datos. Si no le da la gana de hablar conmigo, publicaré su nombre en primera página y tendrá que hablar con los soplones.
– ¿Me juras que si te hago ver a Queta no la nombrarás para nada? -dijo Ivonne.
Becerrita asintió. Su cara se fue llenando a poquitos de satisfacción, sus ojitos se abrillantaron. Se puso de pie, se acercó a la mesa, con un gesto resuelto cogió el vaso de Santiago y lo vació de un trago. Una redondela de espuma blanqueó su boca.
– Te juro, Madama, búscala y llámame -dijo, solemne-. Ya conoces mi teléfono.
– ¿Usted cree que va a llamarlo, señor Becerra? -dijo Periquito, en la camioneta-. Yo más bien pienso que irá a decirle a la tal Queta los de "La Crónica" saben que vivías con la Musa, desaparécete.
– ¿Pero cuál es Queta? -dijo Arispe-. Es seguro que la conocemos, Becerrita.
– Debe ser alguna de las exclusivas, las que trabajan a domicilio -dijo Becerrita-. Tal vez la conocemos pero con otro nombre.
– Esa mujer vale oro, mi señor -dijo Arispe-. Tienes que encontrarla, aunque sea removiendo todas las piedras de Lima.
– ¿No les dije que la Madama me iba a llamar? -Becerrita los miró sin vanidad, burlón-. Hoy a las siete. Resérvame la página del centro enterita, mandamás.
– Pasen, pasen -dijo Robertito-. Sí, al saloncito.
Tomen asiento.
Así, con la luz del atardecer que entraba por la única ventana, el saloncito había perdido su misterio y su encanto. Los forros raídos de los muebles, piensa, el papel descolorido de las paredes, las quemaduras de puchos y los rasgones en la alfombra. La muchacha de los cuadritos no tenía facciones, los cisnes eran deformes.
– Hola Becerrita -Ivonne no lo besó, no le dio la mano-. Le he jurado a Queta que vas a cumplir lo que me prometiste. ¿Por qué han venido éstos contigo?
– Que Robertito nos traiga unas cervezas -dijo Becerrita, sin levantarse del sillón, sin mirar a la mujer que había entrado con Ivonne-. Éstas te las pagaré, Madama.
– Alta, lindas piernas, una mulata de pelos rojizos -dijo Santiago-. No la había visto nunca donde Ivonne, Carlitos.
– Siéntense -dijo Becerrita, con aire de dueño de casa-. ¿No van a tomar nada, ustedes?
Robertito llenó los vasos de cerveza, las manos le temblaban al alcanzárselos a Becerrita, a Periquito y a Santiago, sus pestañas aleteaban de prisa, su mirada era miedosa. Salió casi corriendo, cerró la puerta tras él. Queta se sentó en un sofá, seria, no asustada, piensa, y los ojos de Ivonne ardían.
– Sí, eres de las exclusivas porque se te ve poco por aquí -dijo Becerrita, tomando un trago de cerveza-. ¿Trabajas sólo en la calle, con clientes seleccionados?
– A usted no le importa donde trabajo -dijo Queta-. Quién le ha dado permiso para tutearme, además.
– Cálmate, no te pongas así -dijo Ivonne-. Es un confianzudo y nada más. Sólo te va a hacer unas preguntas.
– Usted no podría ser mi cliente aunque quisiera, conténtese con eso -dijo Queta-. No tendrá nunca con qué pagar lo que yo cobro.
– Yo ya no soy cliente, ya me jubilé -dijo Becerrita, con una risa burlona, y se limpió el bigotito-.¿Desde cuándo vivías con la Musa en Jesús María?
– Yo no vivía con ella, es una mentira de esa desgraciada -gritó Queta, pero Ivonne la cogió del brazo y ella bajó la voz-. A mí no me va a enredar en esto. Le advierto que…
– No somos policías, somos periodistas -dijo Becerrita, con un gesto amistoso-. No se trata de ti, sino de la Musa. Nos cuentas lo que sabes de ella y nos vamos y nos olvidamos de ti. No hay razón para enojarse, Queta.
– ¿Y por qué esas amenazas, entonces? -gritó Queta-. ¿Porqué vino a decirle a la señora que avisaría a la policía? ¿Usted cree que tengo algo que ocultar?
– Si no tienes nada que ocultar, no hay por qué tenerle miedo a la policía -dijo Becerrita, y tomó otro trago de cerveza-. He venido aquí como amigo, a conversar. No hay razón para enojarse.
– Él tiene palabra, va a cumplir, Queta -dijo Ivonne-. No te va a nombrar. Contéstale sus preguntas.
– Está bien, señora, ya sé -dijo Queta-. Qué preguntas.
– Ésta es una conversación entre amigos -dijo Becerrita. Yo soy una persona de palabra, Queta. ¿Desde cuándo vivías con la Musa?
– Yo no vivía con ella -hacía esfuerzos por dominarse Carlitos, procuraba no mirar a Becerrita, cuando sus ojos se cruzaban con los de él se le descomponía la voz-. Éramos amigas, a veces me quedaba a dormir en su casa. Ella se mudó a Jesús María hará poco más de un año.
– ¿Le provocó una crisis y la quebró? -dijo Carlitos-. Es el método de Becerrita. Romperle los nervios al paciente para que suelte todo. Un método de soplón, no de periodista.
Santiago y Periquito no habían tocado sus cervezas: seguían el diálogo desde la orilla de sus asientos, mudos. La había quebrado, Zavalita, ahora contestaba todo, sí. Subía y bajaba la voz, piensa, Ivonne le daba palmaditas en el brazo, alentándola. La pobre andaba muy mal, muy mal, sobre todo desde que perdió su trabajo en Monmartre, sobre todo porque la Paqueta se había portado como una canalla. La había echado a la calle sabiendo que se moría de hambre, la pobre. Tenía sus aventuras pero ya no conseguía un amante, alguien que le pasara una mensualidad y le pagara la casa. Y de repente se había puesto a llorar, Carlitos, no por las preguntas de Becerrita sino por la Musa.
O sea que todavía existía la lealtad, al menos entre algunas putas, Zavalita.
– La pobre estaría completamente arruinada ya -se entristeció Becerrita, la mano en el bigotito, los ojitos titilantes fijos en Queta-. Por el trago, por la pichicata, quiero decir.
– ¿Va a poner eso también? -sollozó Queta-. ¿Encima de los horrores que publican sobre ella cada día, eso también?
– Que andaba fregada, que era medio polilla, que tomaba y jalaba lo han dicho todos los periódicos -suspiró Becerrita-. Nosotros somos los únicos que hemos destacado la parte buena. Que fue una cantante famosa, que la eligieron Reina de la Farándula, que era una de las mujeres más guapas de Lima.
– En vez de escarbar tanto su vida, debían preocuparse más del que la mató, del que la mandó matar-sollozó Queta y se tapó la cara con las manos-. De ellos no hablan, de ellos no se atreven.
¿En ese momento, Zavalita? Piensa: sí, ahí. La cara petrificada de Ivonne, piensa, el recelo y el desconcierto de sus ojos, los dedos de Becerrita inmovilizados en el bigotito, el codo de Periquito en tu cadera, Zavalita, alertándote. Los cuatro se habían quedado quietos, mirando a Queta, que sollozaba muy fuerte. Piensa: los ojitos de Becerrita perforando los pelos rojizos, llameando.
– Yo no tengo miedo, yo escribo todo, el papel aguanta todo -susurró al fin Becerrita, con dulzura-. Si tú te atreves, yo me atrevo. ¿Quién fue? ¿Quién crees que fue?