Piensa: no se entusiasmaba con nada, pero sabía su oficio. Piensa: tal vez le gustaba. Se sacó el sombrerito finisecular, el saco, se arremangó la camisa, que sujetaba en los codos con unas ligas de cajero piensa, y se aflojó la corbata tan raída y sucia como su terno y sus zapatos, y abúlico y avinagrado avanzó por la redacción, indiferente a las venias, fortachón y lento y derecho hacia el escritorio de Arispe. Santiago se aproximó al rincón de Carlitos para oír. Becerrita había dado un golpecito con los nudillos en la máquina de escribir y Arispe alzaba la cabeza: ¿qué se le ofrecía, mi señor?
– La página del centro para mí solito -su voz áspera y achacosa, piensa, floja, burlona-. Y Periquito a mi disposición por lo menos tres o cuatro días.
– ¿También una casa con piano junto al mar, mi señor? -dijo Arispe.
– También algún refuerzo, por ejemplo Zavalita, porque en mi sección hay dos de vacaciones -dijo Becerrita, secamente-. Si quieres que explotemos esto a fondo hay que dedicarle un redactor día y noche.
Arispe mordisqueaba pensativo su lápiz rojo, hojeaba las cuartillas; luego sus ojos pasearon por la redacción, buscando. Te fregaste, dijo Carlitos, niégate con cualquier pretexto. Pero no diste ninguno, Zavalita, fuiste feliz al escritorio de Arispe, feliz a la boca del lobo. Excitación, emociones, sangre: jodido hacía rato, Zavalita.
– ¿Quiere pasar a policiales por unos días? -dijo Arispe-. Becerrita lo reclama.
– ¿Ahora se puede elegir? -murmuró ácidamente Becerrita-. Cuando yo entré a “La Crónica”, nadie me preguntó mi opinión. Vaya a recorrer Comisarías, vamos a abrir una sección policial y usted se encargará.
Hace veinticinco años que me tienen en lo mismo y todavía no me han preguntado si me gusta.
– Un día le fermentará el malhumor aquí, mi señor -Arispe se tocó el corazón con su lápiz rojo- y esto estallará como un cascarón. Además, si te sacaran de la página policial te morirías de pena, Becerrita. Tú eres el as de la página roja en el Perú.
– No sé de qué me sirve si cada semana me protestan una letra -gruñó Becerrita, sin modestia-. Preferiría que no me alabaran tanto y me subieran el sueldo.
– Veinticinco años corriéndose gratis a las putas más caras, emborrachándose gratis en los mejores bulines y todavía se queja, mi señor -dijo Arispe-. Qué nos toca a los que tenemos que bailar con nuestro pañuelo cada vez que nos tomamos un trago o nos tiramos una hembra.
Había cesado el tableteo de las máquinas, cabezas risueñas seguían desde los escritorios el diálogo de Arispe y Becerrita, que había comenzado a sonreír híbridamente, a soltar pequeños espasmos de esa risa ronca y antipática que se convertía en trueno de hipos, eructos e invectivas cuando estaba borracho, piensa.
– Ya estoy viejo -dijo, por fin-. Ya no chupo, ya no me gustan las mujeres.
– Cambiaste de gustos a la vejez -dijo Arispe, y miró a Santiago-. Cuídese, ya veo por qué lo pidió Becerrita para su página.
– Qué buen humor se gastan los jefes de redacción -gruñó Becerrita-. ¿Qué hay de lo otro? ¿Me das la página del centro y a Periquito?
– Te los doy, pero trátamelos bien -dijo Arispe-. Quiero que me sacudas a la gente y me subas el tiraje. Esto es mermelada fina, mi señor.
Becerrita asintió, dio media vuelta, las máquinas comenzaron a teclear de nuevo, y seguido por Santiago se encaminó hacia su escritorio. Estaba al fondo, desde allí observaba las espaldas de todos, piensa, era uno de sus temas. Venía borracho y se plantaba en el centro de la redacción, se abría el saco, y, los puños en las rechonchas caderas, a mí siempre me mandan al culo de todo! Los redactores se encogían en sus asientos, hundían las narices en las máquinas, ni Arispe se atrevía a mirarlo piensa, mientras Becerrita pasaba revista con lentos ojos enfurecidos a los atareados reporteros, ¿despreciaban su página y lo despreciaban a él, no?, a los reconcentrados correctores, ¿por eso lo habían arrinconado en el culo de la redacción?, al absorto cabecero Hernández, ¿para que les viera el culo a los señores de locales, el culo a los señores de cables?, paseándose de un lado a otro como un desasosegado general antes de la batalla, ¿para que recibiera en la jeta los pedos de los señores redactores?, y aventando al techo de rato en rato su carcajada tormentosa. Pero una vez que Arispe le propuso cambiar de escritorio se indignó, piensa: de mi rincón sólo me sacan muerto, carajo. Su escritorio era bajito y un poco contrahecho, como él piensa, pringoso como el terno platinado que solía llevar adornado con lamparones de grasa. Se había sentado, encendía un cigarrillo enclenque, Santiago esperaba de pie, emocionado de que te hubiera pedido a ti, Zavalita, excitado ya por los artículos que escribirías: al matadero como quien se va a una fiesta, Carlitos.
– Bueno, ya nos la metieron y hay que moverse -Becerrita levantó el teléfono, marcó un número, habló con la agria boca pegada al aparato, su mano regordeta de uñas negruzcas borroneaba una carilla.
– Siempre andabas buscando emociones fuertes -dijo Carlitos-. En cierta forma, te dieron gusto.
– Sí, en el Porvenir, váyase ahora mismo con Periquito -Becerrita colgó el aparato, posó sus ojitos legañosos en Santiago-. Ahí cantó esa mujer hace tiempo. La dueña me conoce. Sáquele datos, fotos. Sus amigas, sus amigos, direcciones, qué vida llevaba. Que Periquito fotografíe el local.
Santiago se fue poniendo el saco mientras bajaba la escalera. Becerrita había avisado a Darío y la camioneta, cuadrada en la puerta, obstruía el tránsito; los automovilistas tocaban la bocina. Un momento después apareció Periquito, furioso.
– Le había advertido a Arispe que no trabajaría más con ese negrero y ahora me regala a Becerrita por una semana -iba cargando la cámara, vociferando-. Nos va a hacer polvo, Zavalita.
– Tendrá un humor de perro, pero se bate como un león por sus redactores -dijo Darío-. Si no fuera por él, al borracho de Carlitos ya lo habrían despedido. No rajes de Becerrita.
– Voy a dejar el periodismo, ya basta -dijo Periquito-. Voy a dedicarme a la fotografía comercial. Una semana con Becerrita es peor que coger un chancro.
La camioneta subió por la Colmena hasta el Parque Universitario, bajó por Azángaro, pasó a los pies pétreos y blancuzcos del Palacio de Justicia, enfiló en el atardecer lluvioso por República, y al aparecer, a la derecha, en medio del parque oscuro, el local de la Cabaña, con sus ventanas iluminadas y el aviso chisporroteante de la fachada, Periquito se echó a reír, intempestivamente aplacado: no quería ni mirar esa pocilga, Zavalita, todavía tenía el hígado llagado con la tranca del domingo.
– Con un suelto en su página puede hundir a cualquier mambera, cerrar cualquier bulín, desprestigiar cualquier boite -dijo Darío-. Becerrita es un dios de la Lima bohemia. Y ningún jefe de página se porta como él con su gente. Los lleva a bulines, les convida trago, les consigue mujeres. No sé cómo te puedes quejar de él, Periquito.
– Está bien -admitió Periquito-. Al mal tiempo buena cara. Si hay que trabajar con él, en vez de amargarnos tratemos de explotar su punto débil.
Los bulines, las cantinas hediondas, los barcitos promiscuos de aserrín vomitado, la fauna de las tres de la mañana. Piensa: su punto débil. Ahí se volvía humano, piensa, ahí se hacía querer. Darío frenó: una masa sin facciones circulaba por las aceras en penumbra de 28 de Julio, sobre las siluetas sombrías languidecía la menuda, rancia luz de los faroles del Porvenir. Había neblina, la noche estaba muy húmeda. La puerta de "Monmartre" estaba cerrada.
– Toquemos, la Paqueta debe estar adentro -dijo Periquito-. Este antro se abre tardísimo, aquí se desaguan las boites.
Tocaron los cristales de la puerta -un pianista en la claridad rosada de la vitrina, piensa, su dentadura tan blanca como el teclado de su piano, dos bailarinas con plumajes en el rabo y en la cabeza-, se oyeron pasos, abrió un muchacho escuálido de chaleco blanco y corbatita de fantasía que los miró con aprensión: de “La Crónica”, ¿no? Adelante, la señora los estaba esperando. Un bar cuajado de botellas, un cielo raso con estrellitas de platino, una minúscula pista de baile con un micrófono de pie, mesitas y sillas vacías. Se abrió una puertecilla disimulada detrás del bar, buenas noches dijo Periquito, y ahí estaba la Paqueta, Zavalita: sus ojos de largas pestañas postizas y redondas aureolas de hollín, sus mejillas encarnadas, sus nalgas protuberantes asfixiadas en los ajustados pantalones, sus pasitos de equilibrista.