Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Te pueden quemar y el viejo me mata -dijo el Chispas-. Además, los hombres se ganan su polvo a pulso, no pagando. Te las das de sabido en todo y estás en la luna en cuestión hembras, supersabio.

– No me las doy de sabido -dijo Santiago-. Ataco cuando me atacan. Anda, Chispas, llévame al bulín.

– Y entonces por qué le discutes tanto al viejo -dijo el Chispas-. Lo amargas dándole la contra en todo.

– Sólo le doy la contra cuando se pone a defender a Odría y a los militares -dijo Santiago-. Anda, Chispas.

– Y por qué estás tú contra los militares -dijo el Chispas-. Y qué mierda te ha hecho Odría a ti.

– Subieron al gobierno a la fuerza -dijo Santiago-. Odría ha metido presa a un montón de gente.

– Sólo a los apristas y a los comunistas -dijo el Chispas-. Ha sido buenísimo con ellos, yo los hubiera fusilado a todos. El país era un caos cuando Bustamante, la gente decente no podía trabajar en paz.

– Entonces tú no eres gente decente -dijo Santiago-: Porque cuando Bustamante tú andabas de vago.

– Te estás rifando un sopapo, supersabio -dijo el Chispas.

– Yo tengo mis ideas y tú las tuyas -dijo Santiago-. Anda, llévame al bulín.

– Al bulín, nones -dijo el Chispas-. Pero te voy a ayudar a que te trabajes una hembrita.

– ¿Y la yobimbina se compra en las boticas? -dijo Popeye.

– Se consigue por lo bajo -dijo Santiago-. Es algo prohibido.

– Un poquito en la Coca-cola, en un hot-dog -dijo el Chispas-, y esperas que vaya haciendo su efecto. Y cuando se ponga nerviosita, ahí depende de ti.

– ¿Y eso se le puede dar a una de cuántos años, por ejemplo, Chispas? -dijo Santiago.

– No vas a ser tan bruto de dársela a una de diez -se rió el Chispas-. A una de catorce ya puedes, pero poquito. Aunque a esa edad no te lo va a aflojar, le sacarás un plan bestial.

– ¿Será de verdad? -dijo Popeye-. ¿No te habrá dado un poco de sal, de azúcar?

– La probé con la punta de la lengua -dijo Santiago-. No huele a nada, es un polvito medio picante.

En la calle había aumentado la gente que trataba de subir a los atestados colectivos, a los Expresos. No hacían cola, eran una pequeña turba que agitaba las manos ante los ómnibus de corazas azules y blancas que pasaban sin detenerse. De pronto, entre los cuerpos, dos menudas siluetas idénticas, dos melenitas morenas: las mellizas Vallerriestra. Popeye apartó la cortina y les hizo adiós, pero ellas no lo vieron o no lo reconocieron. Taconeaban con impaciencia, sus caritas frescas y bruñidas miraban a cada momento el reloj del Banco de Crédito, estarían yéndose a alguna matiné del centro, flaco. Cada vez que se acercaba un colectivo se adelantaban hasta la pista con aire resuelto, pero siempre las desplazaban.

– A lo mejor están yendo solas -dijo Popeye-. Vámonos a la matiné con ellas, flaco.

– ¿Te mueres por la Teté, sí o no, veleta? -dijo Santiago.

– Sólo me muero por la Teté -dijo Popeye-. Claro que si en vez de la matiné quieres que vayamos a oír discos a tu casa, yo de acuerdo.

Santiago movió la cabeza con desgano: se había conseguido un poco de plata, iba a llevársela a la chola, vivía por ahí, en Surquillo. Popeye abrió los ojos, ¿a la Amalia?, y se echó a reír, ¿le vas a regalar tu propina porque tus viejos la botaron? No su propina, Santiago partió en dos la cañita, había sacado cinco libras del chancho. Y Popeye se llevó un dedo a la sien: derechito al manicomio, flaco. La botaron por mi culpa, dijo Santiago, ¿qué tenía de malo que le regalara un poco de plata? Ni que te hubieras enamorado de la chola; flaco, cinco libras era una barbaridad de plata, para eso invitamos a las mellizas al cine.

Pero en ese momento las mellizas subieron a un Morris verde y Popeye tarde, hermano. Santiago se había puesto a fumar.

– Yo no creo que el Chispas le haya dado yobimbina a su enamorada, inventó eso para dárselas de maldito -dijo Popeye-. ¿Tú le darías yobimbina a una chica decente?

– A mi enamorada no -dijo Santiago-. Pero por qué no a una huachafita, por ejemplo.

– ¿Y qué vas a hacer? -susurró Popeye-. ¿Se la vas a dar a alguien o la vas a botar?

Había pensado botarla, pecoso, y Santiago bajó la voz y enrojeció, después estuvo pensando y tartamudeó, ahí se le había ocurrido una idea. Sólo para ver cómo era, pecoso qué le parecía.

– Una estupidez sin nombre, con cinco libras se pueden hacer mil cosas -dijo Popeye-. Pero allá tú, es tu plata.

– Acompáñame, pecoso -dijo Santiago-. Es aquí nomás, en Surquillo.

– Pero después vamos a tu casa a oír discos -dijo Popeye-. Y la llamas a la Teté.

– Conste que eres un interesado de mierda, pecoso -dijo Santiago.

– ¿Y si se enteran tus viejos? -dijo Popeye-. ¿y si el Chispas?

– Mis viejos se van a Ancón y no vuelven hasta el lunes -dijo Santiago-. Y el Chispas se ha ido a la hacienda de un amigo.

– Ponte que le caiga mal, que se nos desmaye -dijo Popeye.

– Le daremos apenitas -dijo Santiago-. No seas rosquete, pecoso.

En los ojos de Popeye había brotado una lucecita, ¿te acuerdas cuando fuimos a espiarla a la Amalia en Ancón, flaco? Desde la azotea se veía el baño de la servidumbre, en la claraboya dos caras juntas e inmóviles y abajo una silueta esfumada, una ropa de baño negra, qué riquita la cholita, flaco. La pareja de la mesa vecina se levantó y Ambrosio señala a la mujer: ésa era una polilla, niño, se pasaba el día en "La Catedral" buscando clientes. Vieron a la pareja salir a Larco, la vieron cruzar la calle Shell. El paradero estaba ahora desierto, Expreso y colectivos pasaban semivacíos. Llamaron al mozo, dividieron la cuenta, ¿y por qué sabía que era polilla? Porque además de bar restaurant, "La Catedral" también era jabe, niño, detrás de la cocina había un cuartito y lo alquilaban dos soles la hora. Avanzaron por Larco, mirando a las muchachas que salían de las tiendas, a las señoras que arrastraban cochecitos con bebes chillando. En el parque, Popeye compró "Ultima Hora" y leyó en voz alta los chismes, hojeó los deportes, y al pasar frente a "La Tiendecita Blanca" hola Lalo. En la alameda Ricardo Palma arrugaron el periódico e hicieron algunos pases hasta que se deshizo y quedó abandonado en una esquina de Surquillo.

– Sólo falta que la Amalia esté furiosa y me mande al diablo -dijo Santiago.

– Cinco libras es una fortuna -dijo Popeye-. Te recibirá como a un rey.

Estaban cerca del cine Miraflores, frente al mercado de quioscos de madera, esteras y toldos, donde vendían flores, cerámica y fruta, y hasta la calle llegaban disparos, galopes, alaridos indios, voces de chiquillos: "Muerte en Arizona". Se detuvieron a mirar los afiches: una cowboy tela, flaco.

– Estoy un poco saltón -dijo Santiago-. Anoche me las pasé desvelado, debe ser por eso.

– Estás saltón porque te has desaminado -dijo Popeye-. Me invencionas, no va a pasar nada, no seas rosquete, y a la hora de la hora el que se chupa eres tú. Vámonos al cine, entonces.

– No me he desanimado, ya se me pasó -dijo Santiago-. Espera, voy a ver si los viejos se fueron.

No estaba el carro, ya se habían ido. Entraron por el jardín, pasaron junto a la fuente de azulejos, ¿y si se había acostado, flaco? La despertarían, pecoso. Santiago abrió la puerta, el clic del interruptor y las tinieblas se convirtieron en alfombras, cuadros, espejos, mesitas con ceniceros, lámparas. Popeye iba a sentarse pero Santiago subamos de frente a mi cuarto. Un patio, un escritorio, una escalera con pasamanos de fierro. Santiago dejó a Popeye en el rellano, entra y pon música, iba a llamarla. Banderines del Colegio, un retrato del Chispas, otro de la Teté en traje de primera comunión, linda pensó Popeye, un chancho orejón y trompudo sobre la cómoda, la alcancía, cuánta plata habría. Se sentó en la cama, encendió la radio del velador, un vals de Felipe Pinglo, pasos, el flaco: ya estaba, pecoso. La había encontrado despierta, súbeme unas Coca-colas, y se rieron: chist, ahí venía, ¿sería ella? Sí, ahí estaba en el umbral, sorprendida, examinándolos con desconfianza. Se había replegado contra la puerta, una chompa rosada y una blusa sin botones, no decía nada. Era Amalia y no era, pensó Popeye, qué iba a ser la de mandil azul que circulaba en la casa del flaco con bandejas o plumeros en las manos. Tenía los cabellos greñudos ahora, buenas tardes niño, unos zapatones de hombre y se la notaba asustada: hola, Amalia.

7
{"b":"100440","o":1}