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LA señora era más alta que Amalia, más baja que la señorita Queta, pelo negro retinto, cutis como si nunca le hubiera dado el sol, ojos verdes, boca roja que andaba siempre mordiendo con sus dientes parejitos de una manera coquetísima. ¿Qué edad tendría?

Más de treinta decía Carlota, Amalia pensaba veinticinco. De la cintura para arriba su cuerpo era así así, pero para abajo qué curvas. Hombros echaditos para atrás, senos paraditos, una cintura de niñita. Pero las caderas eran un corazón, anchas anchas y se iban cerrando, cerrando, y las piernas se iban adelgazando despacito, tobillos finos y pies como los de la niña Teté. Manos chiquitas también, uñas larguísimas siempre pintadas del mismo color que los labios. Cuando estaba con pantalón y blusa se le marcaba todo, los escotes de sus vestidos elegantes dejaban al aire hombros, media espalda y la mitad de los senos. Se sentaba, cruzaba las piernas, la falda se corría más arriba de la rodilla, y desde el repostero, agitadas como gallinas, Carlota y Amalia comentaban cómo se les iban los ojos a los invitados tras las piernas y los escotes de la señora. Viejos, canosos, gordos, inventaban mil cosas, levantar el vaso de whisky del suelo, agacharse a botar la ceniza, para acercar los ojos y mirar. Ella no se enojaba, hasta los provocaba sentándose así, alcanzándoles los manicitos así. ¿El señor no es celoso, no?, le dijo Amalia a Carlota, cualquier otro se pondría furioso si se tomaran esas confianzas con su señora. Y Carlota: ¿por qué va a ser celoso con ella?, si era su querida nomás. Era tan raro, el señor sería feo y viejo pero no parecía tener un pelo de tonto, y sin embargo se quedaba tan tranquilo cuando los invitados, ya tomaditos, empezaban – a aprovecharse con la señora haciéndose los que bromeaban. Por ejemplo estaban bailando y le daban su besito en el cuello o le sobaban la espalda y cómo la apretaban. La señora soltaba su risita, jugando le daba un manazo al atrevido, lo empujaba jugando contra un sillón, o seguía bailando como si tal cual, dejándolo que se propasara.

Don Cayo no bailaba nunca. Sentado en un sillón, el vaso en la mano, conversaba con los invitados, o miraba con su cara aguada los juegos y coqueterías de la señora. Un señor colorado gritó un día ¿me presta su sirena para un fin de semana en Paracas, don Cayo?, y el señor se la regalo, General, y la señora listo, llévame a Paracas, soy tuya. Carlota y Amalia se morían de risa oyendo estos chistes, viendo estos disfuerzos, pero Símula no las dejaba espiar mucho tiempo, venía al repostero y cerraba la puerta, o se aparecía la señora, ojos brillantes, mejillas arrebatadas, y las mandaba a acostarse. Desde su cama, Amalia oía la música, las risas, grititos, ruido de vasos, y permanecía encogida bajo la frazada, desvelada, desasosegada, riéndose sola. A la mañana siguiente ella y Carlota tenían que trabajar el triple. Montañas de puchos y de botellas, muebles arrimados contra las paredes, copas rotas. Limpiaban, recogían, ordenaban para que la señora al bajar no empezara ay qué suciedad, ay qué porquería. El señor se quedaba a dormir cuando había fiesta. Partía tempranito, Amalia lo veía, amarillo y ojeroso, cruzar rapidito el jardín, despertar a los dos tipos que se habían pasado la noche en el auto esperándolo, ¿cuánto les pagaría para hacerlos trasnochar así? apenas partía el auto se iban también los guardias de la esquina. Esos días la señora se levantaba tardísimo. Símula le tenía lista una fuente de conchitas con salsa de cebolla y mucho ají y un vaso de cerveza helada. Aparecía en bata, los ojos hinchados y enrojecidos, almorzaba y regresaba a la cama, y en la tarde andaba tocando el timbre para que Amalia le subiera agua mineral, alka-seltzers.

– “OLAVE” -dijo él, arrojando una bocanada de humo-. ¿Volvió la gente que mandó a Chiclayo?

– Esta mañana, don Cayo -asintió Lozano-. Todo resuelto. Aquí tiene el informe del Prefecto, aquí una copia del parte policial. Los tres cabecillas están detenidos en Chiclayo.

– ¿Apristas? -echó otra bocanada y vio que Lozano contenía un estornudo.

– Sólo un tal Lanza, dirigente aprista viejo. Los otros dos son jóvenes, sin antecedentes.

– Tráigalos a Lima y que confiesen sus pecados mortales y veniales. Una huelga como la de "Olave" no se organiza así nomás. Ha sido preparada con tiempo y por profesionales. ¿Se reanudó ya el trabajo en la hacienda?

– Esta mañana, don Cayo -dijo Lozano-. Me lo comunicó el Prefecto por teléfono. Hemos dejado una pequeña dotación en "Olave”, por unos días, aunque el Prefecto asegura…

– San Marcos -Lozano cerró la boca y sus manos se precipitaron hacia la mesa, cogieron tres, cuatro hojitas y se las alcanzaron. Las puso en el brazo del sillón, sin mirarlas.

– Nada esta semana, don Cayo. Los grupitos se reúnen, los apristas más desorganizados que nunca, los rabanitos un poquito más activos. Ah sí, hemos identificado un nuevo grupito trozkista. Reuniones, conversaciones, nada. La semana próxima hay elecciones en Medicina. La lista aprista puede ganar.

– Las otras Universidades -arrojó el humo y esta vez Lozano estornudó.

– Lo mismo, don Cayo, reuniones de los grupitos, peleas entre ellos, nada. Ah sí, por fin está funcionando bien la información en la Universidad de Trujillo. Aquí está, memorándum número tres. Tenemos ahí dos elementos que…

– ¿Sólo memorándums? -dijo él-. ¿Esta semana no hay volantes, folletos, revistitas a mimeógrafo?

– Claro que sí, don Cayo -Lozano levantó su maletín, corrió el cierre, sacó un grueso sobre con aire de triunfo-. Volantes, folletos, hasta los comunicados a máquina de los Centros Federados. Todo, don Cayo.

– Viaje del Presidente -dijo él-. ¿Habló con Cajamarca?

– Todos los preparativos han comenzado ya -dijo Lozano-. Viajaré el lunes y el miércoles en la mañana le daré un informe detallado, de modo que el jueves pueda ir usted a echar una ojeada al dispositivo de seguridad. Si le parece, don Cayo.

– He decidido que su gente viaje a Cajamarca por tierra. Partirán el jueves, en ómnibus, para que estén allá el viernes. No vaya a ser que se caiga el avión y no haya tiempo para reemplazarlos.

– Con las carreteras de la sierra no sé si es más peligroso el ómnibus que el avión -bromeó Lozano, pero él no sonrió y Lozano se puso serio de inmediato-: Muy bien pensado, don Cayo.

– Déjeme todos esos papeles -se puso de pie y Lozano instantáneamente lo imitó. Se los devolveré mañana.

– No le quito más tiempo entonces, don Cayo -Lozano lo siguió hasta el escritorio, su enorme maletín bajo el brazo.

– Un segundo, Lozano -encendió otro cigarrillo, chupó cerrando un poquito los ojos. Lozano aguardaba frente a él, sonriente-. No le saque más plata a la vieja Ivonne.

– ¿Perdón, don Cayo? -lo vio pestañear, confundirse, palidecer.

– A mí no me importa que les saque unos soles a las niñas malas de Lima -dijo él, amablemente, sonriendo-. Pero a Ivonne déjela en paz, y si tiene algún problema alguna vez, facilítele las cosas. Es una buena persona ¿comprende?

La cara gorda se había llenado de sudor, los ojitos de chancho trataban angustiosamente de sonreír.

Le abrió la puerta, le dio una palmadita en el hombro, hasta mañana Lozano, y regresó al escritorio. Levantó el fono: comuníqueme con el senador Landa, doctorcito. Recogió los papeles que había dejado Lozano, los guardó en su maletín. Un momento después sonó él teléfono.

– ¿Aló, don Cayo? -la voz jovial de Landa-. Iba a llamarlo en este momento, justamente.

– Ya ve, senador, la transmisión de pensamiento existe -dijo él-. Le tengo una buena noticia.

– Ya sé, ya sé, don Cayo -qué contento estás, hijo de puta-. Ya sé, el trabajo se reanudó esta mañana en “Olave”. No sabe cuánto le agradezco que se interesara en este asunto.

– Hemos cogido a los cabecillas -dijo él-. Esos sujetos no volverán a crear problemas por un tiempo.

– Si se atrasaba la cosecha, hubiera sido una catástrofe para todo el departamento -dijo el senador Landa-. ¿Cómo está de tiempo, don Cayo? ¿No tiene compromiso esta noche?

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