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– Nadie debía darse cuenta, eso era lo principal -dice Santiago-. No escribo versos, creo en Dios, no creo en Dios. Siempre mintiendo, siempre haciendo trampas.

– Mejor ya no tome más, niño -dice Ambrosio.

– En el colegio, en la casa, en el barrio, en el círculo, en la Fracción, en "La Crónica" -dice Santiago-. Toda la vida haciendo cosas sin creer, toda la vida disimulando.

– Bien hecho que mi papá te botó tu libro comunista a la basura, jajá -dijo la Teté.

– Y toda la vida queriendo creer en algo -dice Santiago-. Y toda la vida mentira, no creo.

¿Había sido la falta de fe, Zavalita, no habría sido la timidez? En el cajón de periódicos viejos del garaje, tras el nuevo ejemplar de Politzer se fueron acumulando, ¿Qué hacer piensa, los libros leídos y discutidos en el círculo, "El origen de la familia, de la sociedad y del estado" piensa, libros mal encuadernados y de letra minúscula, "La lucha de clases en Francia" piensa, que se quedaba estampada en la yema de los dedos? Previamente observados, rondados, sondeados, votados, se incorporaron al círculo el indio Martínez que estudiaba Etnología, y después Solórzano de Medicina, y después una muchacha casi albina que apodaron el Ave. El cuarto de Héctor resultó pequeño, los ojos de la sorda se alarmaban ante la crónica invasión, decidieron rotar. Aída ofreció su casa, el Ave la suya, y entonces alternativamente se reunían en Jesús María, en una casita de ladrillos rojos del Rímac, en un departamento de Petit Thouars empapelado de flores de lis. Un gigante efusivo y canoso los recibió la primera vez que entraron a casa de Aída, les presento a mi papá, y mientras les estrechaba la mano los miraba con melancolía. Había sido obrero gráfico y dirigente sindical, había estado preso en tiempos de Sánchez Cerro, había estado a punto de morir de un ataque al corazón. Ahora trabajaba de día en una imprenta, era corrector de pruebas de "El Comercio” en la noche, y ya no hacía política. ¿Y sabía que ellos venían aquí a estudiar marxismo?, sí sabía, ¿y no le importaba?, claro que no, le parecía muy bien.

– Debe ser formidable llevarse con su viejo como si fuera un amigo -dijo Santiago.

– El pobre ha sido mi papá, mi amigo y también mi mamá -dijo Aída-. Desde que se murió la de verdad.

– Para llevarme bien con mi viejo tengo que ocultarle lo que pienso -dijo Santiago-. Nunca me da la razón.

– Cómo podría dártela siendo un señor burgués -dijo Aída.

A medida que el círculo crecía, de la acumulación cuantitativa al salto cualitativo piensa, se convertía de centro de estudios en cenáculo de discusión política. De exponer los ensayos de Mariátegui a refutar los editoriales de "La Prensa", del materialismo histórico a los atropellos de Cayo Bermúdez, del aburguesamiento del aprismo al chisme venenoso contra el enemigo sutil: los trozkistas. Habían identificado a tres, habían dedicado horas, semanas, meses, a adivinarlos, averiguarlos, espiarlos y abominarlos: intelectuales, inquietantes, se paseaban por los patios de San Marcos, la boca llena de citas y provocaciones, cataclísmicos, heterodoxos. ¿Serían muchos? Poquísimos pero peligrosísimos decía Washington, ¿trabajarían con la policía? decía Solórzano, a lo mejor y en todo caso era lo mismo decía Héctor, porque dividir, confundir, desviar e intoxicar era peor que delatar decía Jacobo.

Para burlar a los trozkistas, para evitar a los soplones, habían acordado no estar juntos en la Universidad, no detenerse a charlar cuando se cruzaran en los pasillos.

En el círculo había unión, complicidad, incluso solidaridad, piensa. Piensa: sólo entre nosotros tres amistad. ¿Les molestaba a los demás ese islote que constituían, ese triunvirato tenaz? Seguían yendo juntos a clases, bibliotecas y cafés, paseando por los patios, viéndose a solas después de las reuniones del círculo.

Charlaban, discutían, caminaban, iban al cine y el Milagro de Milán los había exaltado, la paloma blanca del final era la paloma de la paz, esa música la Internacional, Vittorio de Sica debía ser comunista, y cuando en algún cine de barrio anunciaban una rusa, presurosos, esperanzados, fervorosos se precipitaban, aun a sabiendas de que verían una viejísima película de interminable ballet.

– ¿Un friecito? -dice Ambrosio-. ¿Un calambre en la barriga?

– Como de chico, en las noches -dice Santiago-. Me despertaba en la oscuridad, me voy a morir. No podía moverme, ni encender la luz, ni gritar. Me quedaba encogido, sudando, temblando.

– Hay uno de Económicas que tal vez pueda entrar -dijo Washington-. El problema es que ya somos muchos en el círculo.

– Pero de qué le venía eso, niño -dice Ambrosio.

Aparecía, ahí estaba, diminuto y glacial, gelatinoso.

Se retorcía delicadamente en la boca del estómago, segregaba ese líquido que mojaba las palmas de las manos, aceleraba el corazón y se despedía con un escalofrío:

– Sí, es imprudente seguir reuniéndonos tantos -dijo Héctor-. Lo mejor sería dividirnos en dos grupos.

– Sí, dividámonos, yo fui el más convencido, ni se me pasó por la cabeza -dice Santiago-. Semanas después me despertaba repitiendo como un idiota no puede ser, no puede ser.

– ¿Qué criterio vamos a seguir para dividirnos? -dijo el indio Martínez-. Rápido, no perdamos tiempo.

– Está apurado porque ha preparado como una navaja la plusvalía -se rió Washington.

– Podemos sortear -dijo Héctor.

– La suerte es algo irracional -dijo Jacobo-. Propongo que nos dividamos por orden alfabético.

– Claro, es más racional y más fácil -dijo el Ave-. Los cuatro primeros a un grupo, los demás al otro.

No había sido un golpe en el corazón, no había brotado el gusanito. Sólo sorpresa o confusión, piensa, sólo ese repentino malestar. Y esa idea fija: una equivocación. Y esa idea fija, piensa: ¿una equivocación?

– Los que están de acuerdo con la propuesta de Jacobo levanten la mano -dijo Washington.

Un malestar creciente, el cerebro embotado, una vertiginosa timidez enmudeciendo su lengua, alzando su mano unos segundos después que los demás.

– Listo entonces, acordado -dijo Washington-. Jacobo, Aída, Héctor y Martínez un grupo, y nosotros cuatro el otro.

No había vuelto la cabeza para mirar a Aída ni a Jacobo, había encendido prolijamente un cigarrillo, hojeado a Engels, cambiado una sonrisa con Solórzano.

– Ya Martínez, ya puedes lucirte -dijo Washington-. Qué pasa con la plusvalía.

No sólo la revolución, piensa. Tibio, escondido, también un corazón, y un pequeño cerebro alerta, rápido, calculador. ¿Lo había planeado, piensa, lo había decidido intempestivamente? La revolución, la amistad, los celos, la envidia, todo amasado, todo mezclado él también; Zavalita, hecho del mismo sucio barro Jacobo también, Zavalita.

– No había puros en el mundo -dice Santiago-. Si, fue ahí.

– ¿Acaso no iba a ver más a la muchacha? -dice Ambrosio.

– La iba a ver menos, él la iba a ver a solas dos veces por semana -dice Santiago-: Y, además, me dolía el golpe bajo: No por razones morales, por envidia. Yo era tímido y nunca me hubiera atrevido.

– Él fue más vivo -se ríe Ambrosio-. Y usted no le ha perdonado esa perrada todavía.

El indio Martínez tenía ademanes y voz de maestro de escuela, en resumen la plusvalía era el trabajo no pagado, y era reiterativo y machacón, la proporción del producto burlada al trabajador que iba a aumentar el capital, y Santiago miraba eternamente su rotunda cara cobriza y oía inacabablemente su docente, didáctica voz, y alrededor la brasa de los cigarrillos se encendía cada vez que las manos los llevaban a los labios y a pesar de tantos cuerpos apretados en espacio tan avaro había esa sensación de soledad, ese vacío. El gusanito estaba ahora ahí, dando mansas vueltas monótonas en las entrañas.

– Porque soy como esos animalitos que ante el peligro se encogen y quedan quietos esperando que los pisen o les corten la cabeza -dice Santiago. Sin fe y además tímido es como sifilítico y leproso a la vez.

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