– ¿Será cierto que hay soplones entre los alumnos? -dijo Aída.
– Si descubrimos alguno en nuestro año, lo apañaremos -dijo Santiago.
– Ya hablas como alumno, quién como tú -dijo Aída-. Vamos a repasar otro poquito.
Pero apenas habían reanudado las preguntas y el paseo circular salió Jacobo del aula, lento y angosto en su desvaído terno azul, y se les acercó, risueño y decepcionado, los exámenes eran una broma, Aída no tenía de qué preocuparse, el presidente del jurado, un químico, sabía de letras menos que tú o yo. Había que contestar con seguridad, sólo al que dudaba lo jalaba.
Me había caído mal, piensa, pero cuando llamaron a Aída y la acompañaron hasta el aula y regresaron a la banca y conversaron solos, te cayó bien, Zavalita. Se te quitaron los celos, piensa, comencé a admirarlo. Había terminado el colegio hacía dos años, no ingresó a San Marcos el año anterior por una tifoidea, opinaba como quien da hachazos. Te sentías mareado, imperialismo, idealismo, como un caníbal que ve rascacielos, materialismo, conciencia social, confuso, inmoral.
Cuando sanó, venía en las tardes a dar vueltas por la Facultad de Letras, iba a leer a la Biblioteca Nacional, y sabía todo y tenía respuestas para todo y hablaba de todo, piensa, menos de él. ¿En qué colegio había estudiado, era judía su familia, tenía hermanos, en qué calle vivía? No se impacientaba con las preguntas, era prolijo e impersonal en sus explicaciones, el aprismo significaba reformismo y el comunismo revolución.
¿Llegó alguna vez a estimarte y odiarte, piensa, a envidiarte como tú a él? Iba a estudiar Derecho e Historia y tú lo escuchabas deslumbrado, Zavalita: estudiaban juntos, iban a la imprenta clandestina juntos, conspiraban, militaban, preparaban juntos la Revolución.
¿Qué pensaba de ti, piensa, qué pensaría ahora de ti?
Aída llegó a la banca con los ojos chispeando: la balota uno, se había cansado de hablarles. La felicitaron, fumaron, salieron a la calle. Los automóviles pasaban por Padre Jerónimo con los faros encendidos, y una brisa lustral les refrescaba la cara mientras bajaban por Azángaro, locuaces, excitados, hacia el Parque Universitario. Aída tenía sed, Jacobo hambre, ¿por qué no iban a tomar algo? propuso Santiago, ellos buena idea, él los invitaba y Aída uy qué burgués. No fuimos a esa chingana de la Colmena a comer panes con chicharrón sino a contarnos nuestros proyectos, piensa, a hacernos amigos discutiendo hasta perder la voz.
Nunca más esa exaltación, esa generosidad. Piensa: esa amistad.
– A mediodía y en las noches esto se repleta -dijo Jacobo-. Los estudiantes vienen aquí después de las clases.
– Quiero contarles algo de una vez -Santiago apretó los puños debajo de la mesa y tragó saliva-. Mi padre está con el gobierno.
Hubo un silencio, el cambio de miradas entre Jacobo y Aída parecía eterno, Santiago oía pasar los segundos y se mordía la lengua: te odio, papá.
– Se me ocurrió que eras pariente de ese Zavala -dijo Aída, por fin, con una afligida sonrisa de pésame-. Pero qué importa, tu padre es una cosa y tú otra.
– Los mejores revolucionarios salieron de la burguesía -le levantó la moral Jacobo, sobriamente. Rompieron con su clase y se convirtieron a la ideología de la clase obrera.
Dio algunos ejemplos y, conmovido, piensa, agradecido, Santiago les contaba sus peleas sobre religión con los curas del colegio, las discusiones políticas con su padre y sus amigos del barrio, y Jacobo se había puesto a revisar los libros que estaban sobre la mesa: “La condición humana, era interesante aunque un poquito romántica, y no valía la pena leer "La Noche quedó atrás”, su autor era anticomunista.
– Sólo al final del libro -protestó Santiago-, sólo porque el Partido no quiso ayudarlo a rescatar a su mujer de los nazis.
– Peor todavía -explicó Jacobo-. Era un renegado y un sentimental.
– ¿Si se es sentimental no se puede ser revolucionaria? -preguntó Aída, apenada. Jacobo reflexionó unos segundos y alzó los hombros: quizá en algunos casos se podía.
– Pero los renegados son lo peor que hay, fíjense en el Apra -añadió-. Se es revolucionario hasta el final o no se es.
– ¿Tú eres comunista? -dijo Aída, como si preguntara qué hora tienes, y Jacobo perdió un instante su calma: sus mejillas se sonrosaron, miró alrededor, ganó tiempo tosiendo.
– Un simpatizante -dijo, cautelosamente-. El Partido está fuera de la ley y no es fácil ponerse en contacto. Además, para ser comunista, hay que estudiar mucho.
– Yo también soy simpatizante -dijo Aída, encantada-. Qué suerte que nos conociéramos.
– Y yo también -dijo Santiago-. Conozco poco de marxismo, pero quisiera saber más. Sólo que dónde, cómo. Jacobo los miró uno por uno a los ojos, lenta y profundamente, como calculando su sinceridad o discreción, y echó una nueva ojeada en torno y se inclinó hacia ellos: había una librería de viejo, aquí en el centro. La había descubierto el otro día, entró a curiosear y estaba hojeando unos libros cuando aparecieron unos números, antiquísimos, interesantísimos, de una revista que se llamaba piensa Cultura soviética. Libros prohibidos, revistas prohibidas y Santiago vio estantes rebalsando de folletos que no se vendían en las librerías, de volúmenes que la policía había retirado de las Bibliotecas. A la sombra de paredes roídas por la humedad, entre telarañas y hollín, ellos consultaban los libros explosivos, discutían y tomaban notas, en noches como boca de lobo, a la luz de improvisados candeleros, hacían resúmenes, cambiaban ideas, leían, se instruían, rompían con la burguesía, se armaban con la ideología de la clase obrera.
– ¿No habrá más revistas en esa librería? -preguntó Santiago.
– A lo mejor sí -dijo Jacobo-. Si quieren, podemos ir juntos a ver. Mañana, por ejemplo.
– También podríamos ir a alguna exposición, a algún museo -dijo Aída.
– Claro, no conozco ningún museo de Lima hasta ahora -dijo Jacobo.
– Ni yo -dijo Santiago-. Aprovechemos estos días, antes que comiencen las clases, y visitémoslos todos.
– Podemos ir en las mañanas a los museos y en las tardes a recorrer librerías de viejo -dijo Jacobo-. Conozco muchas, a veces se encuentran buenas cosas.
– La revolución, los libros, los museos -dice Santiago-. ¿Ves lo que es ser puro?
– Yo creía que ser puro era vivir sin cachar, niño -dice Ambrosio.
– Y también al cine una de estas tardes, a ver una buena película -dijo Aída-. Y si el burgués de Santiago quiere invitarnos, que nos invite.
– Nunca más te invitaré ni un vaso de agua -dijo Santiago-. ¿Adónde nos vemos mañana, y a qué hora?
– A las diez en la Plaza San Martín -dijo Jacobo-. En el paradero del Expreso.
– ¿Y, flaco? -dijo don Fermín-. ¿Muy difícil el oral, crees que aprobaste, flaco?
– Creo que sí, papá -dijo Santiago-. Ya puedes perder las esperanzas de que entre algún día a la Católica.
– Debería jalarte las orejas por rencoroso -dijo don Fermín-. Así que aprobaste, así que ya eres todo un señor universitario. Ven, flaco, dame un abrazo.
No dormiste, piensa, estoy seguro que Aída tampoco durmió, que Jacobo tampoco durmió. Todas las puertas abiertas, piensa, en qué momento y por qué comenzaron a cerrarse.
– Ya saliste con tu gusto, ya entraste a San Marcos -dijo la señora Zoila-. Estarás contento, supongo.
– Contentísimo, mamá -dijo Santiago-. Sobre todo porque ya no tendré que juntarme con gente decente nunca más. No te imaginas qué contento estoy.
– Si lo que quieres es volverte cholo, por qué no te haces sirviente, más bien -dijo el Chispas-. Anda sin zapatos, no te bañes, cría pulgas, supersabio.
– Lo importante es que el flaco haya entrado a la Universidad -dijo don Fermín-. La Católica hubiera sido mejor, pero el que quiere estudiar, estudia en cualquier parte.
– La Católica no es mejor que San Marcos, papá-dijo Santiago-. Es un colegio de curas. Y yo no quiero saber nada con los curas, yo odio a los curas.