– Le ha mandado una carta a la esposa de él -roncó Ambrosio y Queta lo vio bajar la cabeza, avergonzarse-. A la señora de él. Tu marido es así, tu marido y su chofer, pregúntale qué siente cuando el negro y dos páginas así. A la esposa de él. Dígame por qué. Ha hecho eso.
– Porque está medio loca -dijo Queta-. Porque quiere irse a México y no sabe lo que hace para…
– Lo ha llamado por teléfono a su casa -roncó Ambrosio y alzó la cabeza y miró a Queta y ella vio la demencia embalsada en sus ojos, la silenciosa ebullición-. Van a recibir la misma carta tus parientes, tus amigos, tus hijos. La misma que tu mujer. Tus empleados. A la única persona que se ha portado bien, al único que la ayudó sin tener por qué.
– Porque está desesperada -repitió Queta, alzando la voz-. Quiere ese pasaje para irse y. Que se lo dé, que…
– Se lo dio ayer -roncó Ambrosio-. Serás el hazmerreír, te hundo, te friego. Se lo llevó él mismo. No es sólo el pasaje. Está loca, quiere también cien mil soles. ¿Ve? Háblele usted. Que no lo moleste más. Dígale que es la última vez.
– No voy a decirle una palabra más -murmuró Queta-. No me importa, no quiero saber nada más. Que ella y Bola de Oro se maten, si quieren. No quiero meterme en líos. ¿Te has puesto así porque Bola de Oro te despidió? ¿Estas amenazas son para que el maricón te perdone lo de Amalia?
– No se haga la que no entiende -dijo Ambrosio-. No he venido a pelear, sino a que hablemos. Él no me ha despedido, él no me ha mandado aquí.
– Debiste decírmelo desde el principio -dijo don Fermín-. Tengo una mujer, vamos a tener un hijo, quiero casarme con ella. Debiste contarme todo, Ambrosio.
– Mejor para ti, entonces -dijo Queta-. ¿No la has estado viendo a escondidas tanto tiempo por miedo a Bola de Oro? Bueno, ya está. Ya sabe y no te despidió. La loca no lo hizo por maldad. No te metas más en este asunto, que se las arreglen ellos.
– No me botó, no le dio cólera, no me resondró -roncó Ambrosio-. Se compadeció de mí, me perdonó. ¿No ve que a una persona como él ella no puede hacerle maldades así? ¿No ve?
– Qué malos ratos habrás pasado. Ambrosio, cómo me habrás odiado -dijo don Fermín-. Teniendo que disimular así lo de tu mujer, tantos años. ¿Cuántos, Ambrosio?
– Haciéndome sentir una basura, haciéndome sentir no sé qué -gimió Ambrosio, golpeando la cama con fuerza y Queta se puso de pie de un salto.
– ¿Creías que iba a resentirme contigo, pobre infeliz? -dijo don Fermín-. No, Ambrosio. Saca a tu mujer de esa casa, ten tus hijos. Puedes trabajar aquí todo el tiempo que quieras. Y olvídate de Ancón y de todo eso, Ambrosio.
– Él sabe manejarte -murmuró Queta, yendo de prisa hacia la puerta-. Él sabe lo que eres tú. No voy a decirle nada a Hortensia. Díselo tú. Y ay de ti si vuelves a poner los pies aquí o en mi casa.
– Está bien, ya me voy y no se preocupe, no pienso volver -murmuró Ambrosio, incorporándose; Queta había abierto la puerta y el ruido del bar entraba muy fuerte-. Pero se lo pido por última vez. Aconséjela, hágala entrar en razón. Que lo deje en paz para siempre ¿ve?
HABÍA seguido de colectivero sólo tres semanas más, lo que duró la carcocha. Ésta se paró del todo una mañana, a la entrada de Yarinacocha, luego de humear y estremecerse en una brevísima y chirriante agonía de latas y eructos mecánicos. Alzaron la capota, se le había fundido el motor. Hasta aquí llegó la pobre, dijo don Calixto, el dueño. Y a Ambrosio: apenas me falte un chofer te llamaré. Dos días después se había presentado en la cabaña don Alandro Pozo, el propietario, en son de paz: sí, ya sabía, perdiste el trabajo, se te murió la mujer, andabas de malas. Lo sentía muchísimo, Ambrosio, pero él no era la Beneficencia, tienes que irte.
Don Alandro aceptó quedarse con la cama, la cunita, la mesa y el primus en pago de los alquileres atrasados, y Ambrosio metió el resto de las cosas en unas cajas y las llevó donde doña Lupe. Al verlo tan abatido, ella le preparó un café: al menos no te preocupe por Amalita Hortensia, seguiría con ella mientras tanto. Ambrosio se fue a la barriada de Pantaleón y éste no había vuelto de Tingo. Llegó al anochecer y encontró a Ambrosio, sentado a la puerta de su casa, los pies hundidos en el suelo fangoso. Trató de levantarle el ánimo: claro que podía vivir con él hasta que le dieran algún trabajo. ¿Le darían, Panta? Bueno, la verdad que aquí estaba difícil, Ambrosio ¿por qué no probaba en otro sitio? Le aconsejó que se fuera a Tingo o a Huánuco. Pero a Ambrosio le había dado no sé qué irse estando todavía tan cerquita la muerte de Amalia, niño, y además cómo iba a cargar solo por el mundo con Amalita Hortensia. Así que había intentado quedarse en Pucallpa. Un día ayudaba a descargar las lanchas, otro limpiaba las telarañas y mataba los ratones de los "Almacenes Wong" y hasta había baldeado la Morgue con desinfectante, pero todo eso alcanzaba apenas para los cigarros. Si no hubiera sido por Panta y doña Lupe, no comía. Así que haciendo de tripas corazón, un día se había presentado donde don Hilario: no a pelear, niño, a rogarle. Estaba jodido, don, que hiciera cualquier cosa por él.
– Tengo mis chóferes completitos -dijo don Hilario, con una sonrisa afligida-. No puedo botar a uno para contratarte.
– Bótelo al idiota de la Limbo, entonces, don -le pidió Ambrosio-. Aunque sea póngame a mí de guardián.
– Al idiota no le pago, sólo lo dejo que duerma ahí -le explicó don Hilario-. Ni que fuera loco para botarlo. El día de mañana encuentras trabajo y de dónde saco otro idiota que no me cueste un centavo.
– Cayó solito ¿ve? -dice Ambrosio-. ¿Y esos recibitos de cien al mes que me mostraba, dónde iba a parar esa plata?
Pero no le dijo nada: escuchó, asintió, murmuró qué lástima. Don Hilario lo consoló con unas palmaditas y, al despedirlo, le regaló media libra para un trago, Ambrosio. Se fue a comer a una chingana de la calle Comercio y le compró un chupete a Amalita Hortensia. Donde doña Lupe, lo recibió otra mala noticia: habían venido otra vez del hospital, Ambrosio. Si no iba por lo menos a hablar, lo citarían con la policía.
Fue al hospital y la señora de la administración lo resondró por haberse estado ocultando. Le sacó los recibos y le fue explicando de qué eran.
– Parecía una burla -dice Ambrosio-. Como dos mil soles, imagínese. ¿Dos mil por el asesinato que cometieron?
Pero tampoco dijo nada: escuchó con la cara muy seria, asintiendo. ¿Y?, abrió las manos la señora. Entonces él le contó los apuros que pasaba, aumentándoselos para conmoverla. La señora le preguntó ¿tienes la seguridad social? Ambrosio no sabía. ¿De qué había trabajado antes? Un tiempito de colectivero, y antes de chofer de “Transportes Morales”.
– Entonces, tienes -dijo la señora-. Pregúntale a don Hilario tu número de seguro social. Con eso vas a la oficina del Ministerio a que te den tu carnet y con eso vuelves aquí. Sólo tendrás que pagar una parte.
Él ya sabía lo que iba a pasar, pero había ido para comprobarle otra viveza a don Hilario: le había soltado unos cocorocós, lo había mirado como pensando eres más tonto de lo que pareces.
– Cuál seguridad social -dijo don Hilario-. Eso es para los empleados fijos.
– ¿No fui chofer fijo? -preguntó Ambrosio-. ¿Qué fui entonces, don?
– Cómo ibas a ser chofer fijo si no tienes brevete profesional -le explicó don Hilario.
– Claro que tengo -dijo Ambrosio-. Qué es esto, si no.
– Ah, pero no me lo dijiste y no es mi culpa -repuso don Hilario-. Además, no te declaré para hacerte un favor. Cobrando por recibo y no por planilla te librabas de los descuentos.
– Pero si cada mes usted me descontaba algo -dijo Ambrosio-. ¿No era para el seguro social?
– Era para la jubilación -dijo don Hilario-. Pero como dejaste la empresa, ya perdiste los derechos. La ley es así, complicadísima.
– Lo que más me ardió no eran las mentiras, sino que me contara cuentos tan imbéciles como el del brevete -dice Ambrosio-. ¿Qué es lo que le podía doler más? La plata, por supuesto. Ahí es donde había que vengarse de él.