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– ¿No sientes nunca vergüenza? -dijo Queta-. De la gente, de tus amigos. ¿O a ellos les cuentas como a mí?

Lo vio sonreír con cierta amargura en la semioscuridad; la ventana de la calle estaba abierta pero no había brisa y en la atmósfera inmóvil y cargada de vaho de la habitación el cuerpo desnudo de él comenzaba a sudar. Queta se apartó unos milímetros para que no la rozara.

– Amigos como los que tuve en mi pueblo, aquí ni uno -dijo Ambrosio-. Sólo conocidos, como ése que está ahora de chofer de don Cayo, o Hipólito, el otro que lo cuida. No saben. Y aunque supieran no me daría. No les parecería mal ¿ve? Le conté lo que le pasaba a Hipólito con los presos ¿no se acuerda? ¿Por qué me iba a dar vergüenza con ellos?

– ¿Y nunca tienes vergüenza de mí? -dijo Queta.

– De usted no -dijo Ambrosio-. Usted no va a ir a regar estas cosas por ahí.

– Y por qué no -dijo Queta-. No me pagas para que te guarde los secretos.

– Porque usted no quiere que sepan que yo vengo aquí -dijo Ambrosio-. Por eso no las va a regar por ahí.

– ¿Y si yo le contara a la loca lo que me cuentas? -dijo Queta-. ¿Qué harías si se lo contara a todo el mundo?

Él se rió bajito y cortésmente en la semioscuridad.

Estaba de espaldas, fumando, y Queta veía cómo se mezclaban en el aire quieto las nubecillas de humo. No se oía ninguna voz no pasaba ningún auto, a ratos el tic-tac del reloj del velador se hacía presente y luego se perdía y reaparecía un momento después.

– No volvería nunca más -dijo Ambrosio-. Y usted se perdería un buen cliente.

– Ya casi me lo he perdido -se rió Queta-. Antes venías cada mes, cada dos. ¿Y ahora hace cuánto? ¿Cinco meses? Más. ¿Qué ha pasado? ¿Es por Bola de Oro?

– Estar un rato con usted es para mí dos semanas de trabajo -explicó Ambrosio-. No puedo darme esos gustos siempre. Y además a usted no se la ve mucho tampoco. Vine tres veces este mes y ninguna la encontré.

– ¿Qué te haría si supiera que vienes acá? -dijo Queta-. Bola de Oro.

– No es lo que usted cree -dijo Ambrosio muy rápido, con voz grave-. No es un desgraciado, no es un déspota. Es un verdadero señor, ya le he dicho.

– ¿Qué te haría? -insistió Queta-. Si un día me lo encuentro en San Miguel y le digo Ambrosio se gasta tu plata conmigo.

– Usted sólo le conoce una cara, por eso está tan equivocada con él -dijo Ambrosio-. Tiene otra. No es un déspota. Es bueno, un señor. Hace que uno sienta respeto por él.

Queta se rió más fuerte y miró a Ambrosio: encendía otro cigarrillo y la llamita instantánea del fósforo le mostró sus ojos saciados y su expresión seria, tranquila, y el brillo de transpiración de su frente.

– Te ha vuelto a ti también -dijo, suavemente-. No es porque te paga bien ni por miedo. Te gusta estar con él.

– Me gusta ser su chofer -dijo Ambrosio-. Tengo mi cuarto, gano más que antes, y todos me tratan con consideración.

– ¿Y cuando se baja los pantalones y te dice cumple tus obligaciones? -se rió Queta-. ¿Te gusta también?

– No es lo que usted cree -repitió Ambrosio, despacio-. Yo sé lo que usted se imagina. Falso, no es así.

– ¿Y cuando te da asco? -dijo Queta-. A veces a mí me da, pero qué importa, abro las piernas y es igual. Pero ¿tú?

– Es algo de dar pena -susurró Ambrosio-. A mí me da, a él también. Usted se cree que eso pasa cada día. No, ni siquiera cada mes. Es cuando algo le ha salido mal. Yo ya sé, lo veo subir al carro y pienso algo le ha salido mal. Se pone pálido, se le hunden los ojos, la voz le sale rara. Llévame a Ancón, dice.

O vamos a Ancón, o a Ancón. Yo ya sé. Todo el viaje mudo. Si le viera la cara diría se le murió alguien o le han dicho que se va a morir esta noche.

– ¿Y qué te pasa a ti, qué sientes? -dijo Queta-. Cuando él te ordena llévame a Ancón.

– ¿Usted siente asco cuando don Cayo le dice esta noche ven a San Miguel? -preguntó Ambrosio, en voz muy baja-. Cuando la señora la manda llamar.

– Ya no -se rió Queta-. La loca es mi amiga, somos amigas. Nos reímos de él, más bien. ¿Piensas ya comienza el martirio, sientes que lo odias?

– Pienso en lo que va a pasar cuando lleguemos a Ancón y me siento mal -se quejó Ambrosio y Queta lo vio tocarse el estómago-. Mal aquí, me comienza a dar vueltas. Me da miedo, me da pena, me da cólera. Pienso ojalá que hoy sólo conversemos.

– ¿Conversemos? -se rió Queta-. ¿A veces te lleva sólo a conversar?

– Entra con su cara de entierro, cierra las cortinas y se sirve su trago -dijo Ambrosio, con voz densa-. Yo sé que por dentro algo le está mordiendo, que se lo está comiendo. Él me ha contado ¿ve? Yo lo he visto hasta llorar ¿ve?

– ¿Apúrate, báñate, ponte esto? -recitó Queta, mirándolo-. ¿Qué hace, qué te hace hacer?

– Su cara se le sigue poniendo más pálida y se le atraca la voz -murmuró Ambrosio-. Se sienta, dice siéntate. Me pregunta cosas, me conversa. Hace que conversemos.

– ¿Te habla de mujeres, te cuenta porquerías, te muestra fotos, revistas? -insistió Queta-. Yo sólo abro las piernas. ¿Pero tú?

– Le cuento cosas de mí -se quejó Ambrosio-. De Chincha, de cuando era chico, de mi madre. De don Cayo, me hace que le cuente, me pregunta por todo. Me hace sentirme su amigo ¿ve?

– Te quita el miedo, te hace sentir cómodo -dijo Queta-: El gato con el ratón. ¿Pero tú?

– Se pone a hablar de sus cosas, de las preocupaciones que tiene -murmuró Ambrosio-. Tomando, tomando. Yo también. Y todo el tiempo veo en su cara que algo se lo está comiendo, que le está mordiendo.

– ¿Ahí lo tuteas? -dijo Queta-. ¿En esos momentos te atreves?

– A usted no la tuteo a pesar de que vengo a esta cama hace como dos años ¿no? -se quejó Ambrosio-. Le sale todo lo que le preocupa, sus negocios, la política, sus hijos. Habla, habla y yo sé lo que le está pasando por adentro. Dice que le da vergüenza, él me ha contado ¿ve?

– ¿De qué se pone a llorar? -dijo Queta-. ¿De lo que tú?

– A veces horas de horas así -se quejó Ambrosio-. él hablando y yo oyendo, yo hablando y él oyendo. Y tomando hasta que siento que ya no me cabe una gota más.

– ¿De lo que no te excitas? -dijo Queta-. ¿Te excita sólo con trago?

– Con lo que le echa al trago -susurró Ambrosio; su voz se adelgazó hasta casi perderse y Queta lo miró: se había puesto el brazo sobre la cara, como un hombre que se asolea en la playa boca arriba-. La primera vez que lo pesqué se dio cuenta que lo había pescado. Se dio cuenta que me asusté. ¿Qué es eso que le echó?

– Nada, se llama yohimbina -dijo don Fermín-. Mira, yo me echo también. Nada, salud, tómatelo.

– A veces ni el trago, ni la yohimbina, ni nada -se quejó Ambrosio-. Él se da cuenta, yo veo que se da. Pone unos ojos que dan pena, una voz. Tomando, tomando. Lo he visto echarse a llorar ¿ve? Dice anda vete y se encierra en su cuarto. Lo oigo hablando solo, gritándose. Se pone como loco de vergüenza ¿ve?

– ¿Se enoja contigo, te hace escenas de celos? -dijo Queta-. ¿Cree que?

– No es tu culpa, no es tu culpa -gimió don Fermín-. Tampoco es mi culpa. Un hombre no puede excitarse con un hombre, yo sé.

– Se pone de rodillas ¿ve? -gimió Ambrosio-. Quejándose, a veces medio llorando. Déjame ser lo que soy, dice, déjame ser una puta, Ambrosio. ¿Ve, ve? Se humilla, sufre. Que te toque, que te lo bese, de rodillas, él a mí ¿ve? Peor que una puta ¿ve?

Queta se rió, despacito, volvió a tumbarse de espaldas, y suspiró.

– A ti te da pena él por eso -murmuró con una furia sorda-. A mí me da pena por ti más bien.

– A veces ni con ésas, ni por ésas -gimió Ambrosio, bajito-. Yo pienso se va a enfurecer, se va a enloquecer, va a. Pero no, no. Anda vete, dice, tienes razón, déjame solo, vuelve dentro de dos horas, dentro de una.

– ¿Y cuando puedes hacerle el favor? -dijo Queta-. ¿Se pone feliz, saca su cartera y?

– Le da vergüenza, también -gimió Ambrosio-. Se va al baño, se encierra y no sale nunca. Yo voy al otro bañito me ducho, me jabono. Hay agua caliente y todo. Vuelvo y él no ha salido. Se está horas lavándose, se echa colonias. Sale pálido, no habla. Anda al auto dice, ya bajo. Déjame en el centro, dice, no quiere que lleguemos juntos a su casa. Tiene vergüenza ¿ve?

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