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– Ya ves, este capricho te cuesta caro -dijo Queta, alzando los hombros-. Bueno, tú sabes lo que haces. Sácate el pantalón, déjame lavarte de una vez.

Él pareció indeciso unos segundos. Avanzó hacia una silla con una prudencia qué delataba su embarazo y Queta, desde el lavatorio lo vio sentarse, quitarse los zapatos, el saco, la chompa, el pantalón y doblarlo con extremada lentitud. Se quitó la corbata. Vino hacia ella, caminando con la misma cautela de antes, las largas piernas tirantes moviéndose a compás bajo la camisa blanca. Cuando estuvo a su lado se bajó el calzoncillo y luego de tenerlo en las manos un instante lo arrojó a la silla, sin acertar. Mientras le apretaba el sexo con fuerza y lo jabonaba y enjuagaba, no trató de tocarla.

Lo sentía rígido a su lado, su cadera rozándola, respirando amplia y regularmente. Le alcanzó el papel higiénico para que se secara y él lo hizo de una manera meticulosa y como queriendo ganar tiempo.

– Ahora me toca a mí -dijo Queta-. Anda y espérame.

Él asintió y ella vio en sus ojos una reticente serenidad, una huidiza vergüenza. Cerró la cortina y, mientras llenaba el lavatorio de agua caliente, oyó sus largos pasos pausados sobre las maderas del piso y el crujido de la cama al recibirlo. El mierda me contagió su tristeza, pensó. Se lavó, se secó, entró al cuarto y al pasar junto a la cama y verlo estirado boca arriba, los brazos cruzados sobre los ojos, siempre con camisa, medio cuerpo desnudo bajo el cono de luz, pensó en una sala de operaciones, en un cuerpo que aguarda el bisturí. Se quitó la falda y la blusa y se acercó a la cama con zapatos; él siguió inmóvil. Miró su vientre: bajo la mata de vellos cuya negrura se destacaba poco de la piel, con el brillo del agua reciente, yacía el sexo escurrido y fláccido entre las piernas. Fue a apagar la luz. Volvió y se tendió junto a él.

– Tanto apuro para subir, para pagarme lo que no tienes -dijo, al ver que él no hacía ningún movimiento.- ¿Para esto?

– Es que usted me trata mal -dijo su voz, espesa y acobardada-. Ni siquiera disimula. Yo no soy un animal, tengo mi orgullo.

– Quítate la camisa y déjate de cojudeces -dijo Queta-. ¿Crees que te tengo asco? Contigo o con el rey de Roma me da lo mismo, negrito.

Lo sintió incorporarse, adivinó en la oscuridad sus movimientos obedientes, vio en el aire la mancha blanca de la camisa que él arrojaba hacia la silla visible en los hilos de luz de la ventana. El cuerpo desnudo se tumbó otra vez a su lado. Escuchó su respiración más agitada, olió su deseo, sintió que la tocaba. Se echó de espaldas, abrió los brazos y un instante después recibía sobre su cuerpo la carne aplastante y sudorosa de él. Respiraba con ansiedad junto a su oído, sus manos repasaban húmedamente su piel, y sintió que su sexo entraba en ella suavemente. Trataba de sacarle el sostén y ella lo ayudó, ladeándose. Sintió su boca mojada en el cuello y los hombros y lo oía jadear y moverse; lo enlazó con las piernas y le sobó la espalda, las nalgas que transpiraban. Permitió que la besara en la boca pero mantuvo los dientes apretados.

Lo sintió terminar con unos cortos quejidos jadeantes.

Lo hizo a un lado y lo sintió rodar sobre sí mismo como un muerto. Se calzó a oscuras, fue al lavatorio y al volver a la habitación y encender la luz lo vio otra vez boca arriba, otra vez con los brazos cruzados sobre la cara.

– Hace tiempo que andaba soñándome con esto -lo oyó decir, mientras se ponía el sostén.

– Ahora te estarán pesando tus quinientos soles -dijo Queta.

– Qué me van a pesar -lo oyó reír, siempre oculto detrás de sus brazos-. Nunca se vio plata mejor gastada.

Mientras se ponía la falda, lo oyó reír de nuevo, y la sorprendió la sinceridad de su risa.

– ¿De veras te traté mal? -dijo Queta-. No era por ti, sino por Robertito. Me crispa los nervios todo el tiempo.

– ¿Puedo fumarme un cigarro así como estoy? -dijo él-. ¿O ya tengo que irme?

– Puedes fumarte tres, si quieres -dijo Queta- Pero anda a lavarte primero.

UNA despedida que haría época: comenzaría al mediodía en "El Rinconcito Cajamarquino”, con un almuerzo criollo al que asistirían sólo Carlitos, Norwin, Solórzano, Periquito, Milton y Darío; se arrastraría en la tarde por bares diversos, y a las siete habría un coctelito con mariposas nocturnas y periodistas de otros diarios en el departamento de la China (estaban reconciliados ella y Carlitos, por entonces); rematarían el día Carlitos, Norwin y Santiago, solos, en el bulín.

Pero la víspera del día fijado para la despedida al anochecer, cuando Carlitos y Santiago volvían a la redacción después de comer en la cantina de "La Crónica” vieron a Becerrita desplomarse sobre su escritorio articulando un desesperado carajo. Ahí estaba su cuadrado cuerpecillo carnoso desmoronándose, ahí los redactores corriendo. Lo levantaron: tenía la cara arrugada en una mueca de infinito disgusto y la piel amoratada. Le echaron alcohol, le aflojaban la corbata, le hacían aire. Él yacía congestionado e inánime y exhalaba un ronquido intermitente. Arispe y dos redactores de la página policial lo llevaron en la camioneta al hospital; un par de horas después llamaron para avisar que había muerto de un ataque cerebral. Arispe escribió la nota necrológica, que apareció en un recuadro de luto: Con las botas puestas, piensa. Los redactores policiales habían hecho semblanzas y apologías: su espíritu inquieto, su contribución al desarrollo del diarismo nacional, pionero de la crónica y el reportaje policial, un cuarto de siglo en las trincheras del periodismo.

En vez de la despedida de soltero tuviste un velorio piensa. Pasaron la noche del día siguiente en casa de Becerrita, en un vericueto de los Barrios Altos, velándolo. Ahí estaba esa noche tragicómica, Zavalita, esa barata farsa. Los reporteros de la página policial estaban apenados y había mujeres que suspiraban junto al cajón en esa salita de muebles miserables y viejas fotografías ovaladas que habían oscurecido de crespones. Pasada la medianoche, una señora enlutada y un muchacho entraron a la casa como un escalofrío, entre alarmados susurros: ah caracho, la otra mujer de Becerrita; ah caracho, el otro hijo de Becerrita.

Había habido un conato de discusión, improperios mezclados de llanto, entre la familia de la casa y los recién llegados. Los asistentes habían tenido que intervenir, negociar, aplacar a las familias rivales. Las dos mujeres parecían de la misma edad, piensa, tenían la misma cara, y el muchacho era idéntico a los varones de la casa. Ambas familias habían permanecido montando guardia a ambos lados del féretro, cruzando miradas de odio sobre el cadáver. Toda la noche circularon por la casa melenudos periodistas de otras épocas, extraños individuos de ternos gastados y chalinas y al día siguiente, en el entierro, hubo una disparatada concentración de familiares conmovidos y caras rufianescas y noctámbulas, de policías y soplones y viejas putas jubiladas de ojos pintarrajeados y llorosos. Arispe leyó un discurso y luego un funcionario de Investigaciones y ahí se descubrió que Becerrita había estado asimilado a la policía desde hacía veinte años. Al salir del cementerio, bostezando y con los huesos resentidos, Carlitos, Norwin y Santiago almorzaron en una cantina del Santo Cristo, cerca de la Escuela de Policía, unos tamales ensombrecidos por el fantasma de Becerrita que reaparecía cada momento en la conversación.

– Arispe me ha prometido que no publicará nada, pero no me fío -dijo Santiago-. Ocúpate tú, Carlitos. Que ningún bromista pase un suelto.

– En tu casa se van a enterar tarde o temprano que te has casado -dijo Carlitos-. Pero está bien, me ocuparé.

– Prefiero que se enteren por mí, no por el periódico -dijo Santiago-. Hablaré con los viejos cuando vuelva de Ica. No quiero tener líos antes de la luna de miel.

Esa noche, la víspera del matrimonio, Carlitos y Santiago habían charlado un rato en el "Negro-Negro", después del trabajo. Hacían bromas, recordaban las veces que habían venido a este sitio, a esas mismas horas, a esta misma mesa, y él estaba un poco tristón, Zavalita, como si te fueras de viaje para siempre. Piensa: esa noche no se emborrachó, no jaló. En la pensión pasaste las horas que faltaban para el amanecer Zavalita, fumando, recordando la cara de estupor de la señora Lucía cuando le habías dado la noticia, tratando de imaginar cómo sería la vida en el cuartito con otra persona, si no resultaría demasiado promiscuo y asfixiante, la reacción que tendrían los viejos.

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