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Queta bebió un trago de té frío, hizo una mueca de disgusto, rápidamente vació la copa al suelo, cogió el vaso de cerveza, y mientras los ojos de Ambrosio giraban hacia ella sorprendidos, bebió un corto trago.

– Te voy a decir una cosa -dijo Queta-. Me cago en tu patrón. No le tengo miedo. Me cago en Cayo Mierda.

– Ni que estuviera con diarrea -se atrevió a susurrar él-. Mejor no hablemos de don Cayo, la conversación se está poniendo peligrosa.

– ¿Te has acostado con la loca de Hortensia? -dijo Queta y vio el terror aflorando violentamente a los ojos del sambo.

– Cómo se le ocurre -balbuceó, estupefacto-. No repita eso ni en broma.

– ¿Y cómo te atreves a querer acostarte conmigo entonces? -dijo Queta, buscándole los ojos.

– Porque usted -balbuceó Ambrosio, y la voz se le cortó; bajó la cabeza, confuso-. ¿Quiere otro vermouth?

– ¿Cuántas cervezas te has tomado para atreverte? -dijo Queta, divertida.

– Muchas, ya perdí la cuenta -Queta lo oyó sonreír, hablar con voz más íntima-. No sólo cervezas, hasta capitanes. Vine anoche también, pero no entré. Hoy sí porque la señora me dio ese encargo.

– Está bien -dijo Queta-. Pídeme otro vermouth y te vas. Mejor no vuelvas.

Ambrosio revolvió los ojos hacia Robertito: otro vermouth, don. Queta vio a Robertito conteniendo la risa, y a lo lejos, las caras de Ivonne y Malvina mirándola intrigadas.

– Los negros son buenos bailarines, espero que tú también -dijo Queta-. Por una vez en tu vida date el gusto de bailar conmigo.

Él la ayudó a bajar de la banqueta. La miraba ahora a los ojos con una gratitud canina y casi llorona. La enlazó apenas y no trató de pegarse. No, no sabía bailar, o no podía, se movía apenas y sin ritmo.

Queta sentía las educadas puntas de sus dedos en la espalda, su brazo que la sujetaba con temeroso cuidado.

– No te me pegues tanto -bromeó, divertida-. Baila como la gente.

Pero él no entendió y en vez de acercársele se separó todavía unos milímetros, murmurando algo. Qué cobarde es, pensó Queta, casi conmovida. – Mientras ella giraba, canturreaba, movía las manos en el aire y cambiaba de paso, él, meciéndose sin gracia en el sitio, tenía una expresión tan chistosa como las de las caretas de Carnaval que Robertito había colgado en el techo. Volvieron al Bar y ella pidió otro vermouth.

– Has hecho una estupidez viniendo -dijo Queta, amablemente-. Ivonne o Robertito o alguien se lo contará a Cayo Mierda y a lo mejor te metes en un lío.

– ¿Cree que? -susurró él, mirando alrededor, con una mueca estúpida. El idiota hizo todo los cálculos menos ése, pensó Queta, le malograste la noche.

– Seguro que sí -dijo-. ¿No ves que todos le tiemblan igual que tú? ¿No ves que parece que ahora es el socio de Ivonne? ¿Eres tan tonto que no se te ocurrió?

– Quisiera subir con usted -tartamudeó él: ígneos, rutilando en la cara plomiza, sobre la ancha nariz de ventanillas muy abiertas, los labios separados, los dientes blanquísimos brillando, la voz traspasada de susto-. ¿Se podría? -Y asustándose aún más-. ¿Cuánto costaría?

– Tendrías que trabajar meses para acostarte conmigo -sonrió Queta y lo miró con compasión.

– Aunque tuviera -insistió él-. Aunque fuera una vez. ¿Se podría?

– Se podría por quinientos soles -dijo Queta, examinándolo, haciéndole bajar los ojos, sonriendo. Más el cuarto que es cincuenta. Ya ves, no está al alcance de tu bolsillo.

Las bolas blancas de los ojos giraron un segundo, los labios se soldaron, abrumados. Pero la manaza se elevó y señaló lastimeramente a Robertito, que estaba al otro extremo del mostrador: ése había dicho que la tarifa era doscientos.

– La de las otras, yo tengo mi propia tarifa -dijo Queta-. Pero si tienes doscientos puedes subir con cualquiera de ésas. Menos Martha, la de amarillo. No le gustan los negros. Bueno, paga la cuenta y anda vete.

Lo vio sacar unos billetes de la cartera, pagarle a Robertito y guardarse el vuelto con una cara compungida y meditabunda.

– Dile a la loca que la voy a llamar -dijo Queta, amistosamente-. Anda, acuéstate con una de ésas, cobran doscientos. No tengas miedo, hablaré con Ivonne y no le dirá nada a Cayo Mierda.

– No quiero acostarme con ninguna de ésas -murmuró él-. Prefiero irme.

Lo acompañó hasta el jardincito de la entrada y allí él se paró de golpe, giró y, a la luz rojiza del farol, Queta lo vio vacilar, alzar y bajar y alzar los ojos, luchar con su lengua hasta que alcanzó a balbucear: le quedaban doscientos soles todavía.

– Si te pones terco me voy a enojar -dijo Queta-. Anda vete de una vez.

– ¿Por un beso? -se atragantó él, desorbitado-. ¿Se podría?

Balanceó sus largos brazos como si fuera a colgarse del árbol, metió una mano al bolsillo, trazó una circunferencia veloz y Queta vio los billetes. Los vio bajar hasta su mano y sin saber cómo ya estaban allí; arrugados y apretados entre sus propios dedos. Él echó una ojeada hacia el interior y lo vio inclinar la pesada cabeza y sintió en el cuello una adhesiva ventosa. La abrazó con furia pero no trató de besarla en la boca y, apenas la sintió resistir, se apartó.

– Está bien, valía la pena -lo oyó decir, risueño y reconocido, los dos carbones blancos danzando en las cuencas-. Alguna vez le traeré esos quinientos.

Abrió la puerta y salió y Queta quedó un momento mirando atontada los dos billetes azules que bailoteaban entre sus dedos.

CARILLAS borroneadas y tiradas al cesto, piensa, semanas y meses borroneados y tirados al. Ahí estaban, Zavalita: la estática redacción con sus chistes y chismes recurrentes, las conversaciones giratorias con Carlitos en el "Negro-Negro", las visitas de ladrón al mostrador de las boites. ¿Cuántas veces se habían amistado, peleado y reconciliado Carlitos y la China?

¿Cuándo las borracheras de Carlitos se habían convertido en una sola borrachera crónica? En esa gelatina de días, en esos meses malaguas, en esos años líquidos que se escurrían de la memoria, sólo un hilo delgadísimo al que asirse. Piensa: Ana. Habían salido juntos una semana después que Santiago dejó "La Maison de Santé" y vieron en el cine San Martín una película con Columba Domínguez y Pedro Armendáriz y comieron embutidos en un restaurant alemán de la Colmena; el jueves siguiente, chilí con carne en el "Cream Rica" del jilton de la Unión y una de toreros en el Excélsior.

Luego todo se atomizaba y confundía, Zavalita, tés en las vecindades del Palacio de Justicia, caminatas por el Parque de la Exposición, hasta que, de pronto, en el invierno de menuda garúa y neblina pertinaz, esa anodina relación hecha de menús baratos y melodramas mexicanos y juegos de palabras había adquirido una vaga estabilidad. Ahí estaba el "Neptuno", Zavalita: el oscuro local de ritmos sonámbulos, sus parejas ominosas bailando en las tinieblas, las estrellitas fosforescentes de las paredes, su olor a trago y adulterio.

Estabas preocupado por la cuenta, hacías durar el vaso avaramente, calculabas. Ahí se besaron por primera vez, empujados por la poca luz, piensa, la música y las siluetas que se manoseaban en la sombra: estoy enamorado de ti, Anita. Ahí tu sorpresa al sentir su cuerpo que se abandonaba contra el tuyo, yo también de ti Santiago, ahí la avidez juvenil de su boca y el deseo que te anegó. Se besaron largamente mientras bailaban, siguieron besándose en la mesa, y, en el taxi en que la llevaba a su casa, Ana se dejó acariciar los senos sin protestar. No hizo una broma en toda la noche, piensa. Había sido un romance desganado y semiclandestino, Zavalita. Ana se empeñaba en que fueras a almorzar a su casa y tú nunca podías, tenias un reportaje, un compromiso, la semana próxima, otro día.

Una tarde los encontró Carlitos en el "Haití" de la Plaza de Armas y puso cara de asombro al verlos de la mano y a Ana recostada en el hombro de Santiago. Había sido la primera pelea, Zavalita. ¿Por qué no le habías presentado a tu familia, por qué no quieres conocer a la mía, por qué ni siquiera a tu amigo íntimo le habías contado, te avergüenza estar conmigo? Estaban en la puerta de "La Maison de Santé" y hacía frío y tú te sentías aburrido: ya sé por qué te gustan tanto los melodramas mexicanos, Anita. Ella dio media vuelta y se entró a la clínica, sin despedirse.

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