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– Me muero de las ganas de fumar -dijo Santiago-. No sea mala. Consígame aunque sea unito.

– ¿Y su señora qué piensa? -dice Ambrosio-. Porque ella querrá tener hijos, seguro. A las mujeres les gusta ser mamás.

– ¿Qué me da en cambio? -dijo ella-. ¿Publica mi foto en su periódico?

– Supongo que sí -dice Santiago-. Pero Ana es buena gente y me da gusto.

– Si el doctor sabe me mata -dijo la enfermera, con un ademán cómplice-. Fúmeselo a escondidas y bote el puchito en la bacinica.

– Qué horror, es un Country- dijo Santiago, tosiendo-. ¿Usted fuma esta porquería?

– Caramba, qué engreído -dijo ella, riéndose-. Yo no fumo. Fui a robármelo para mantenerle el vicio.

– La próxima vez róbese un Nacional Presidente y palabra que publico su foto en Sociales -dijo Santiago.

– Se lo robé al doctor Franco -dijo ella, haciendo una mueca-. Dios lo libre de caer en sus manos. Es el más antipático de aquí, y además brutísimo. Sólo receta supositorios.

– Qué le ha hecho ese pobre doctor Franco -dijo Santiago-. ¿La ha estado enamorando?

– Qué ocurrencia, el viejito ya no sopla -se le marcaban dos hoyuelos en las mejillas y su risa era rápida y aguda, sin complicaciones-. Tiene como cien años.

Toda la mañana lo tuvieron de una sala a otra, tomándole radiografías y haciéndole análisis; el nebuloso doctor de la noche pasada lo sometió a un interrogatorio casi policial. No había nada roto, aparentemente; pero no le gustaban esas punzadas, joven, a ver qué decían las radiografías. Al mediodía vino Arispe y le hizo bromas: se había tapado las orejas y hecho contra al enterarse del accidente, Zavalita, ya se imaginaba las mentadas de madre que habría recibido.

Saludos del Director, que se estuviera en la clínica todo el tiempo que hiciera falta, el diario correría también con los gastos extras, con tal que no encargaras banquetes al hotel Bolívar. ¿De veras no querías que avisaran a tu familia, Zavalita? No, el viejo se asustaría y no valía la pena, no tenía nada. En la tarde vinieron Periquito y Darío; sólo tenían moretones y estaban contentos. Les habían dado dos días de descanso y esa noche se iban juntos a una fiesta. Poco después llegaron Solórzano, Milton y Norwin, y, cuando todos ellos partieron, aparecieron, como recién rescatados de un naufragio, cadavéricos y acaramelados, la China y Carlitos.

– Qué caras -dijo Santiago-. Ni que hubieran seguido hasta ahora la farra de la otra noche.

– La seguimos -dijo la China, bostezando aparatosamente; se derrumbó a los pies de la cama y se quitó los zapatos-. Ya ni sé en qué fecha estamos ni qué hora es.

– Hace dos días que no piso "La Crónica" -dijo Carlitos, amarillo, la nariz encarnada, los ojos gelatinosos y felices-. Llamé a Arispe para inventarle un ataque de úlcera y me contó lo del accidente. No vine antes, para no encontrarme con alguien de la redacción.

– Saludos de Ada Rosa -se carcajeó la China-. ¿No ha venido a verte?

– No me hables de Ada Rosa -dijo Santiago-. La otra noche se convirtió en una pantera.

Pero la China lo interrumpió con su torrentosa carcajada fluvial: ya sabían, ella misma les había contado lo que pasó. Ada Rosa era así, provocaba y a última hora se chupaba, una calentadora, una loca. La China se reía con contorsiones, palmoteando como una foca. Tenía los labios pintados en forma de corazón, un altísimo peinado barroco que daba a su cara una soberbia agresividad, y todo en ella parecía esta noche más excesivo que nunca: sus gestos, sus curvas, sus lunares. Y Carlitos sufría y gozaba por eso, piensa, de eso dependían sus angustias, su serenidad.

– Me mandó a dormir a la alfombra -dijo Santiago-. El cuerpo no me duele del accidente sino de lo duro que es el piso de tu casa.

Carlitos y la China se quedaron conversando cerca de una hora, y, apenas se fueron, entró la enfermera.

Traía una sonrisa maliciosa flotando en los labios y una mirada diabólica.

– Vaya, vaya, qué amiguitas -dijo, mientras arreglaba las almohadas-. ¿Esa María Antonieta Pons que vino no era una de las Binbambún?

– No me diga que usted también fue a ver a las Binbambún -dijo Santiago.

– Las he visto en fotos -dijo ella; y lanzó una risita serpentina-. ¿Esa Ada Rosa es otra de las Binbambún?

– Ah, nos ha estado espiando -se rió Santiago-. ¿No dijimos muchas lisuras?

– Montones, sobre todo la María Antonieta Pons, me tuve que tapar los oídos -dijo la enfermera-. ¿y su amiguita, ésa que lo dejó durmiendo en el suelo, tiene la misma boca de basurero?

– Todavía peor que ésta -dijo Santiago-. No es nada mío, no me dio bola.

– Con esa cara de santito, nadie lo hubiera creído un bandido -dijo ella, muerta de risa.

– ¿Me darán de alta mañana? -dijo Santiago-. No tengo ganas de pasarme sábado y domingo aquí.

– ¿No le gusta mi compañía? -dijo ella-. Lo voy a acompañar, qué más quiere. Estoy de guardia este fin de semana. Pero ahora que sé que se junta con Mamberas, ya no le tengo confianza.

– Y qué tiene contra las mamberas -dijo Santiago-. ¿No son mujeres como cualquier otra?

– ¿Son? -dijo ella, con los ojos chispeando-. Cómo son, qué hacen las mamberas. Cuénteme, usted que las conoce tanto.

Había empezado así, seguido así, Zavalita: bromitas, jueguecitos. Pensabas qué coqueta es, una suerte que estuviera aquí, ayudaba a matar el tiempo, pensabas lástima que no sea más bonita. ¿Por qué con ella, Zavalita? Aparecía a cada momento en el cuarto, traía las comidas y se quedaba charlando hasta que entraba la enfermera jefe o la monja y entonces se ponía a acomodar las sábanas o te zambullía el termómetro en la boca y adoptaba una cómica expresión profesional. Se reía, no se cansaba de tomarte el pelo, Zavalita. Era imposible saber si su terrible, universal curiosidad -cómo se hacía uno periodista, qué era ser periodista, cómo se escribían artículos- era sincera o estratégica, si su coquetería era desinteresada y deportiva o si realmente se había fijado en ti o si tú, como ella a ti, sólo la ayudabas a matar el tiempo. Había nacido en Ica, vivía cerca de la plaza Bolognesi, había terminado la Escuela en Enfermeras hacía unos meses, estaba haciendo su año de práctica en “La Maison de Santé”. Era locuaz y servicial; le traía cigarrillos a escondidas y le prestaba los periódicos. El viernes, el doctor dijo que los exámenes no eran satisfactorios y que iba a verlo el especialista. El especialista se llamaba Mascaró y luego de echar una apática ojeada a las radiografías dijo no sirven, que le tomen otras. El sábado al anochecer se apareció Carlitos, con un paquete bajo el brazo, sobrio y tristísimo: sí, se habían peleado, esta vez para siempre. Había traído comida china, Zavalita, ¿no lo botarían, no? La enfermera les consiguió platos y cubiertos, conversó con ellos y hasta probó un poquito de arroz chaufa. Cuando pasó la hora de visitas, permitió que Carlitos se quedara un rato más y ofreció sacarlo a ocultas. Carlitos había traído también licor, en una botellita sin etiqueta y al segundo trago comenzó a maldecir a “La Crónica”, a la China, a Lima y al mundo y Ana lo miraba escandalizada. A las diez de la noche lo obligó a irse. Pero volvió para llevarse los cubiertos y, al salir, desde la puerta, le guiño un ojo: que te sueñes conmigo. Se fue y Santiago la oyó reírse en el pasillo. El lunes, el especialista examinó las nuevas radiografías y dijo desilusionado usted está más sano que yo. Ana estaba en su día libre. Le habías dejado un papelito en la entrada, Zavalita. Mil gracias por todo, piensa, te llamaré un día de éstos.

– ¿PERO quién era ese don Hilario? -dice Santiago-. Además de ladrón, quiero decir.

Ambrosio había vuelto un poco achispado de su primera conversación con don Hilario Morales. De entrada el tipo se dio muchos aires, le había contado a Amalia, me vio moreno y creyó que no tenía un cobre.

No se le había ocurrido que Ambrosio iba a proponerle un negocio de igual a igual, sino que iba a mendigarle un puestecito. Pero a lo mejor el señor había venido cansado de Tingo María, Ambrosio, a lo mejor por eso no te recibió bien. Podía ser, Amalia: lo primero que había hecho al ver a Ambrosio había sido contarle, jadeando como un sapo y echando carajos, que el camión que traía de Tingo María se había quedado plantado ocho veces por derrumbes provocados por el aguacero, y que el viaje, qué vaina, había durado treinta y cinco horas. Cualquier otro hubiera tomado la iniciativa y dicho venga, le invito una cerveciola, pero don Hilario no, Amalia; aunque en eso, Ambrosio lo había fregado. A lo mejor al señor no le gustaba tomar, lo había consolado Amalia.

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