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– No veo a mucha gente porque llevo vida de búho, pecoso, por el diario. Me acuesto al amanecer y me levanto para ir al trabajo.

– Una vida de lo más bohemia, flaco -dijo Popeye-. Debe ser bestial ¿no? Sobre todo para un intelectual como tú.

– De qué se ríe -dice Ambrosio-. Lo que le dije de su papá lo pienso de verdad, niño.

– No es de eso -dice Santiago-. Me río de mi cara de intelectual.

Al día siguiente, encontró a don Fermín sentado en la cama, leyendo los periódicos. Estaba animado, respiraba sin dificultad, le habían vuelto los colores. Estuvo una semana en la clínica y lo había visto todos los días, pero siempre con gente. Parientes que no veía hacía años y que lo examinaban con una especie de desconfianza. La oveja negra, el que se fue de la casa, el que amargaba a Zoilita, el que tenía un puestecito en un periódico. Imposible recordar los nombres de esas tías y tíos, Zavalita, las caras de esos primos y primas; te habrías cruzado muchas veces con ellos sin reconocerlos. Era noviembre y comenzaba a hacer un poco de calor cuando la señora Zoila y el Chispas llevaron a don Fermín a Nueva York a que le hicieran un examen. Regresaron a los diez días y la familia se fue a pasar el verano a Ancón. Casi no los habías visto tres meses, Zavalita, pero hablabas con el viejo por teléfono todas las semanas. A fines de marzo volvieron a Miraflores y don Fermín se había repuesto y tenía un rostro tostado y saludable. El primer domingo que almorzó de nuevo en la casa, vio que Popeye besaba a la señora Zoila y a don Fermín. La Teté tenía permiso para ir a bailar con él, los sábados, al Grill del Bolívar. En tu cumpleaños, la Teté y el Chispas y Popeye habían ido a despertarte a la pensión, y en la casa toda la familia te esperaba con paquetes. Dos ternos, Zavalita, camisas, zapatos, unos gemelos, en un sobrecito un cheque de mil soles que gastaste con Carlitos en el bulín. ¿Qué más que valiera la pena, Zavalita, qué más que sobreviviera?

– AL PRINCIPIO vagando -dice Ambrosio-. Después fui chofer, y, ríase niño, hasta medio dueño de una funeraria.

Las primeras semanas en Pucallpa las había pasado mal. No tanto por la desconsolada tristeza de Ambrosio, como por las pesadillas. El cuerpo blanco, joven y bello de los tiempos de San Miguel se acercaba desde oscuridades remotas, destellando, y ella, de rodillas en su estrecho cuartito de Jesús María, comenzaba a temblar. Flotaba, crecía, se detenía en el aire rodeado de un halo dorado y ella podía ver la gran herida púrpura en el cuello de la señora y sus ojos acusadores: tú me mataste. Despertaba aterrada, se apretaba al cuerpo dormido de Ambrosio, permanecía desvelada hasta el amanecer. Otras veces la perseguían policías de uniformes verdes y oía sus silbatos, el ruido de sus zapatones: tú la mataste. No la agarraban, toda la noche estiraban sus manos hacia ella que se encogía y sudaba.

– No me hables nunca más de la señora -le había dicho Ambrosio, con cara de perro apaleado, el día que llegaron-. Te prohíbo.

Además, había sentido desconfianza desde el principio contra esta ciudad calurosa y decepcionante. Habían vivido primero en un lugar invadido por arañas y cucarachas -el hotel Pucallpa-, en las cercanías de la plaza a medio hacer, desde cuyas ventanas se divisaba el embarcadero con sus canoas, lanchas y barcazas balanceándose en las aguas sucias del río. Qué feo era todo, qué pobre era todo. Ambrosio había mirado Pucallpa con indiferencia, como si estuvieran ahí de paso, y sólo un día que ella se quejaba del ardor sofocante, había hecho un comentario vago: el calorcito se parecía al de Chincha, Amalia. Habían estado una semana en el hotel. Luego habían alquilado una cabaña con techo de paja, cerca del hospital. Alrededor había muchas funerarias, incluso una especializada en cajoncitos blancos de niño que se llamaba “Ataúdes Limbou”.

– Pobres los enfermos del hospital -había dicho Amalia-. Viendo tantas funerarias cerca, pensarán todo el tiempo que se van a morir.

– Es lo que más hay allá -dice Ambrosio-. Iglesias y funerarias. Uno se marea entre tantas religiones como hay en Pucallpa, niño.

También la Morgue estaba frente al hospital, a pocos pasos de la cabaña. Amalia había sentido un estremecimiento el primer día, al ver la lóbrega construcción de cemento con su cresta de gallinazos en el techo. La cabaña era grande y tenía atrás un terrenito cubierto de maleza. Pueden sembrar algo, les había dicho Alandro Pozo, el dueño, el día que se mudaron, hacerse una huertita. El piso de los cuatro cuartos era de tierra y las paredes estaban descoloridas. No tenían ni un colchón, ¿dónde iban a dormir? Sobre todo Amalita Hortensia, la picarían los animales. Ambrosio se había tocado el fundillo: comprarían lo que hiciera falta. Esa misma tarde habían ido al centro y comprado un catre, un colchón, una cunita, ollas, platos, un primus, unas cortinitas, y Amalia, al ver que Ambrosio seguía escogiendo cosas, se había alarmado: ya no más, se te va a acabar la plata. Pero él, sin contestarle, había seguido ordenando al encantado vendedor de los "Almacenes Wong" eso más, esto otro, el hule.

– ¿De dónde sacaste tanta plata? -le había preguntado Amalia esa noche.

– Todos esos años había estado ahorrando -dice Ambrosio-. Para instalarme y trabajar por mí cuenta, niño.

– Entonces deberías estar contento -había dicho Amalia-. Pero no estás. Te pesa haberte venido de Lima.

– Ya no tendré jefe, ahora yo mismo seré mi jefe -había dicho Ambrosio-. Claro que estoy contento, tonta.

Mentira, sólo había empezado a estar contento después. Esas primeras semanas en Pucallpa se las había pasado muy serio, casi sin hablar, la cara apenadísima. Pero, a pesar de eso, se había portado bien con ella y Amalita Hortensia desde el primer momento. Al día siguiente de llegar, había salido solo del hotel y vuelto con un paquete. ¿Qué era? Ropa para las dos Amalias. El vestido de ella era enorme, pero Ambrosio ni había sonreído al verla perdida dentro de esa túnica floreada que se le chorreaba en los hombros y le besaba los tobillos. Había ido a la "Empresa Morales de Transportes, S. A.”, recién llegado a Pucallpa, pero don Hilario estaba en Tingo María y sólo regresaría diez días después. ¿Qué harían mientras tanto, Ambrosio? Buscarían casa, y, hasta que llegara la hora de ponerse a sudar, se divertirían un poco, Amalia. No se habían divertido mucho, ella por las pesadillas y él porque extrañaría Lima, aunque habían tratado, gastando un montón de plata. Habían ido a ver a los indios shipibos, se habían dado atracones de arroz chaufa, camarones arrebosados y wantán frito en los chifas de la calle Comercio, habían paseado en bote por el Ucayali, hecho una excursión a Yarinacocha, y varias noches se habían metido al cine Pucallpa. Las películas se caían de viejas, y a veces Amalita Hortensia soltaba el llanto en la oscuridad y la gente gritaba sáquenla. Pásamela, decía Ambrosio, y la hacía callar dándole a chupar su dedo.

Poco a poco se había ido Amalia acostumbrando, poco a poco la cara de Ambrosio alegrando. Habían trabajado duro en la cabaña. Ambrosio había comprado pintura y blanqueado la fachada y las paredes, y ella raspado las inmundicias del suelo. En las mañanas habían ido al Mercadito, juntos, a hacer las compras de la comida, y aprendido a diferenciar los locales de las iglesias que cruzaban: Bautista, Adventistas del Séptimo Día, Católica, Evangelista, Pentecostal. Habían empezado a conversar de nuevo: estabas tan raro, a veces se me ocurre que otro Ambrosio se metió en tu cuerpo, que el verdadero se quedó en Lima. ¿Pero por qué, Amalia? Por su tristeza, su cara reconcentrada y sus miradas que de repente se apagaban y desviaban como las de un animal. Estabas loca, Amalia, el que se había quedado en Lima era, más bien, el falso Ambrosio. Aquí se sentía bien, contento con este sol, Amalia, el cielo nublado de allá le bajaba la moral. Ojalá fuera verdad, Ambrosio. En las noches, como habían visto hacer a la gente del lugar, ellos también habían salido a sentarse a la calle, a tomar el fresco que subía del río, a conversar, arrullados por los sapos y los grillos agazapados en la yerba. Una mañana, Ambrosio había entrado con un paraguas: ahí estaba, para que Amalia no requintara más contra el sol. Así sólo le faltaría salir a la calle con ruleros para que parezcas una montañesa, Amalia. Las pesadillas se habían ido espaciando, desapareciendo, y también el miedo que sentía cada vez que veía un policía. El remedio había sido estar todo el tiempo ocupada, cocinando, lavándole la ropa a Ambrosio, atendiendo a Amalita Hortensia, mientras él trataba de convertir el descampado en huerta. Sin zapatos, desde muy temprano, Ambrosio se había pasado las horas desyerbando, pero la yerba reaparecía veloz y más robusta que antes. Frente a la suya, había una cabaña pintada de blanco y azul, con una huerta repleta de frutales. Una mañana Amalia había ido a pedirle consejo a la vecina y la señora Lupe, compañera de uno que tenía una chacrita aguas arriba y que aparecía rara vez, la había recibido con cariño. Claro que la ayudaría en lo que fuera. Había sido la primera y la mejor amiga que tuvieron en Pucallpa, niño.

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