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Y un buen día levantó el vuelo, cerró la trapería y se marchó definitivamente sin mirar atrás; sin despedirse de los vecinos, sin acordarse de nadie, sin dirigir ni una mirada a las basuras que aún se amontonaban en la esquina ni a los vidrios rotos y negros de humo que aún quedaban en las ventanas de tantas casas. Volvió un año después conduciendo un Renault 4-4, era la noche de San Juan; abrió la trapería, que ya sólo era un nido de telarañas y de polvo, y estuvo allí dentro más de dos horas. Cuando la fogata que los chicos habían hecho en la calle se reducía a un montón de rescoldos, le vieron acercarse empujando el carrito lleno a rebosar de objetos de desecho: rimeros de amarillentos diarios y viejas revistas, un bastón de puño marfileño, una boina roja y un machete con su funda, un astillado biombo con querubines y nubecillas de nácar, un cordón morado con borlas, un somier, una mecedora, un colchón y un orinal, remendados sacos llenos de ropa piojosa y polvorientas botas de racionamiento, unas cartucheras podridas, bufandas apolilladas, un brasero, docenas de rabos de cirio, sortijas nupciales de hueso y muñecas sin cabeza, una capa pluvial con cenefas bordadas y un misterioso escudo en la espalda, una pescadora azul, una muñequera de cuero negro, un pañuelo de colores y una romana. Los gritos infantiles de «¡todo lo viejo al fuego!» se repetían como un eco al fondo de las calles como cada año mientras él se quitaba con parsimonia la americana, que dio a guardar a un chico. Y en mangas de camisa, sujetos los puños por gemelos de oro, luciendo un chaleco azul celeste y sin que se alterase ni uno solo de sus cabellos planchados con abundante fijador, procedió a descargar y a arrojarlo todo a la hoguera, incluido el carrito, y luego permaneció allí de pie, contemplando las llamas con las manos en los bolsillos. Subió hacia la noche el humo espeso y negro como un manto de estrellas furiosas, el aire se llenó de pavesas, de olor a madera de plumier y a barniz de lápiz y las llamas sobrepasaron las ramas de las acacias. Y él se mantuvo quieto delante del resplandor, los ojos trabados en el fuego, hasta que, moviendo apenas la mano, chasqueó los dedos reclamando su americana. Se la puso, sacó un peine del bolsillo, lo pasó por el pelo, dio media vuelta y se fue. Acudieron chavales de otras calles, y pasada la medianoche, cuando ya hacía rato que él se había ido para no volver y el fuego menguaba, saltaron uno tras otro por encima de las llamas lanzando gritos de guerra.

A Ñito se le enredaban las cuerdas en las manos, se mostraba lento en las preguntas y como escasamente interesado en las respuestas, los ojos en el suelo: pero ¿y ella? Una santa, suspirando la mujer, sólo pensó en el hijo que iba a nacer, en que no le faltara un padre como a ella. Por eso se casó. Pero lo que son las cosas, la criatura nació muerta. Después, casi veinte años sin hijos, la pena más grande que ella podía esperar, peor que la otra. Y mira, el médico se equivocó cuando le dijo que no volvería a tener hijos. Fueron una bendición de Dios, los gemelos, y ahora que ya los tenía criados, después de tantas penalidades, mira… Señor, Señor.

Seguía ordenando el contenido de las maletas en la litera, cuando se tapó los ojos con la mano. Sostenía en la otra, junto con una descolorida edición del Espíritu que Anda, la foto de los gemelos desprendida del tablié del Simca, una cartulina igualmente roída por el mar. A pesar del «No Corras Papá», pensó él acercando precipitadamente una silla a la compungida mujer, no llore por favor, seguías empeñado en correr, legañoso, no dejaste de correr y correr desde que arrojaste al fuego todo el maldito pasado, cálmese señora, siéntese un ratito, qué le vamos a hacer, pobres de nosotros, miserias de la vida…

– No, no reponiéndose ella, escogiendo unas prendas de ropa-. Con el trabajo que tengo. Perdone. ¿Sólo esto se pudo salvar, todas las maletas se abrieron? Hay que lavar esta ropa en seguida o se pudrirá. ¡Rosita!

Acudió una de las muchachas, sí, señorita, escuchó atenta, cargó con la ropa y salió mirando al celador de reojo, casi con chunga. Él guardó en el bolsillo las cuerdas enrolladas. Qué traviesas son, dijo al despedirse, igual que las de antes. La mujer hurgaba en su bolso, le dijo espere buen hombre, contó una a una como una docena o más de rubias y luego:

– Ah, se me olvidaba. De hoy en ocho días habrá un funeral en la Parroquia, y como usted dice que se conocían de chicos… Tenga, y gracias por ayudarme.

– No hay de qué -tomando la propina-, por qué se molesta. Gracias, conozco el camino.

Y que a la semana siguiente la vio por fin, saliendo del funeral, y que, en efecto, no la habría reconocido. En aquel momento ni siquiera pensaba en ella, confesó a la monja: cegado por el sol bajaba las escaleras de la iglesia, mezclado entre las muchachas de la Casa que plegaban sus mantillas blancas, y se alejó calle Escorial abajo a la sombra de las viejas acacias, secándose el sudor del cuello con el pañuelo. Se paró un momento y se quedó quieto, mirando la calle en pendiente. Podía reconstruir la calle Escorial de memoria, casa por casa, esquina por esquina. Se volvió para mirar tras él la sombría mole del templo firmemente asentado, aculado en su ayer miserable y violento. Fue como si una sombra de ese ayer, desplazándose con sigilo, pasara por su lado y le rozara, dejando prendido en alguna parte de su cuerpo un jirón sedoso, una telaraña negra. Se volvió otra vez, y, unos metros más allá, ella había dejado de empujar la silla y le miraba esperando algo. Pero el celador no entendía esa mirada. Ninguna palabra, ninguna expresión vino a sustituir aquel sentido que a él se le escapaba, hasta que su mano tropezó con la mantilla y comprendió. La mantilla se había enganchado en su hombro al pasar ella y colgaba de una crin que traspasaba la guata. Cabizbajo, con líquido en los ojos y en las palabras, devolvió la prenda disculpándose, ella murmuró gracias y siguió su camino empujando la silla de ruedas.

Una señora enguantada hasta los codos a pesar del calor, alta, de una severa elegancia, con gafas oscuras y un pañuelo lila anudado bajo la barbilla. Tan pegada a la silla de ruedas, empujándola con el amplio regazo de apretadas formas aún juveniles, y sin servirse de las manos, que más que conducir al inválido parecía dejarse llevar por él, sin capacidad de maniobra ni voluntad de reacción. Confusamente unida a la parálisis orgánica que la precedía y la arrastraba, sin perder su vientre en ningún instante el contacto con el respaldo de la silla, su turbia dependencia o su inconsciente entrega, mal encubierta la cárdena ruina de su cara, la gran mancha rugosa que asomaba bajo el pañuelo lila y ponía un rictus amargo en la boca, había sin embargo en la inercia diabólica de sus manos enguantadas y atroces, yertas junto a las caderas, un resto de enfurecida sumisión, de crispada aceptación de la derrota. Ella, que fue la sal de nuestras aventuras, el tibio sol de nuestras esquinas.

En cuanto a él, era un anciano calvo y lívido, con derramadas mejillas sanguíneas y un lento parpadeo de muñeca. Su mano de artrítico, al indicar la terraza del bar donde probablemente le apetecía tomar un refresco, repitió como en sueños aquel firme ademán que en su juventud ostentó la fusta y el poder, y aún levantó sobre el cuello de tortuga su rostro ultrajado por los años, los insomnios y la memoria. Qué párpado triste, qué silencioso pus en la pupila. La metralla lo había acompañado durante casi cuarenta años y por supuesto lo había corroído con más meticulosa perfección que no lo hizo con Aurora Nin en un segundo. Todo se reducía, en definitiva, a una supervivencia vejatoria de la corrupción y el dolor, a una macabra pérdida de tiempo.

Inclinada sobre él, su compañera le susurró algo, nada de refrescos, le convenció que era mejor seguir paseando o irse a casa, arropó sus piernas y alisó con el guante de manopla negro sus escasos cabellos de la nuca, y él asintió rindiendo la cabeza.

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