Al día siguiente su hermano se asomó un momento con su chaleco floreado y el pelo lamido de brillantina y le dijo: tu amiguita te espera, que vayas que es muy urgente, ayer estuvo en comisaría y teme que vuelvan por ella y le obliguen a decir lo que no quiere… Entonces se decidió, tuvo pena de ella y al anochecer apartó con la mano la montaña de papeles y se echó a la calle con sus gafas de ciego, su barba de miel y su boina que no conseguía retener los rizos rubios. Ella se había encerrado en su cuarto con la Singer y los nervios rotos, temblorosa, devorada por la fiebre y los presagios; le mostró la cabeza rapada, los golpes en las costillas, las patadas en el vientre, las quemaduras de cigarrillos en los pezones y las señales de puñetazos en los ojos que el maquillaje azul como un antifaz disimulaba un poco. No puedo más, dijo, qué vamos a hacer. Él había corrido a su lado de una manera tan irreflexiva, que sólo entonces debió pararse a considerar que podían haberla soltado para juntarles y matar dos pájaros de un tiro. Estaban junto a la ventana, mirando a la calle: debes irte lejos en seguida, Aurora, dijo, a cualquier parte, menos mal que esta vez el cabrón de mi hermanito se ha portado bien pasándome tu recado… ¿Qué recado, dijo ella, si no le he visto hace dos meses?, y él: ¿cómo qué recado…? Pero demasiado tarde comprendió, desde la ventana ya les veía doblar la esquina: el tuerto y detrás dos de la Social, sin contar el otro que se apostaba al final de la calle. Decidió rápido, y cogiéndola de la mano casi la levantó del suelo al echar a correr escalones abajo. Salieron a la calle, saltaron la tapia y pasaron volando bajo el almendro en flor sin verlo siquiera, no vieron el cascarón del Ford varado entre la hierba ni la mesa de operaciones, no vieron nada. Corrieron cogidos de la mano por esta tierra devastada y sepulcral, dejaron atrás las ruinas y las cenizas y alcanzaron las palmeras, desapareciendo luego tras los altos zarzales y los terraplenes, por un momento lo lograron, trágame tierra, su sueño se hizo realidad y fue como si se fundieran en el ocaso rojo del cielo y el mundo los olvidara por fin…
– Pues no sé -dijo José Mari, distraído, siguiendo con los ojos a una de las muchachas enlutadas -. Podría ser, pero…
La aventi ya era solamente una verdad como cualquier otra, oída demasiadas veces. Perfectamente posible y espantosa, aburridamente cotidiana y atroz. Historia reconstruida también con desechos, aventurada por los intrépidos hijos de la memoria.
– Bueno -dijo Martín chasqueando la lengua, palmeando la espalda de Sarnita con cierta conmiseración-, Vámonos, aquí ya no hay nada que ver.
Se habían ido la ambulancia y la policía, la gente desfilaba y Sarnita fue a sentarse con parsimonia bajo el almendro, abrazado a sus rodillas y con aire pensativo. Amén y José Mari intentaron congraciarse con él, reanimarle clavando por sorpresa el dedo-pistola en su espalda y diciendo ¡manos!, pero él ni pestañeó. Marchaos, dijo, largo, si no queréis escucharme, y allí se quedó, acurrucado bajo el almendro florido, no hubo forma de sacarlo.
Nunca hubo ningún almendro en flor en aquel solar inmundo, gruñó la monja con una mueca persistente y resentida: nunca, que yo sepa. Le ocurría al celador, explicó, algo así como si hubiese llovido mucho en su memoria y sufriera corrimientos de tierra: este famoso almendro que cobijó tu infancia desamparada sería de la comarca del Penedés, pero tu memoria siempre atrafagada lo ha trasplantado, y lo mismo haces con las personas y con lo que dicen. Hay más desorden en tu cabezota que en este almacén, que ya es decir.
– No se enfade conmigo, Hermana.
Casi tres semanas tardó Sor Paulina en hacer las paces con él, obligada no tanto por la mansedumbre de la edad o la fuerza de la costumbre como por imperativos de la curiosidad, por saber si ya cumplió el encargo de entregar las maletas y qué pasó, cómo es el piso, quién le abrió la puerta, ¿la misma asistenta que vino con las huérfanas? La misma, pero mucho más dispuesta a contar cosas; que le hizo pasar al recibidor, pero que no dejara allí las maletas, le dijo por favor sígame, las abriré en el dormitorio de los niños, perdone la molestia.
– Para servirla, señora. Qué piso tan grande.
– Por aquí, tenga cuidado, todo está un poco revuelto.
Con una maleta en cada mano el celador sorteaba los cestos de la mudanza, siguiéndola por el pasillo de techo y paredes artesonadas, todavía con alguna cornucopia, dos espadas cruzadas, un busto de mármol y varias antiguallas, pero sin cuadros ni armaduras, sin aquel sordo fragor de batalla. La mujer iba con las mangas arremangadas y el negro sombrerito puesto, como un familiar que está de visita y aprovecha para ayudar un poco en las tareas del hogar, dispuesta a irse en seguida.
– Ya estamos terminando. Venga, por aquí -pasaron por delante de la salita, donde tres muchachas envolvían la vajilla en hojas de diario, llegaron a la puerta ya no forrada de terciopelo color vino, entraron-. Todo lo tenía muy ordenado, pobre Pilar. Pase, póngalas aquí en la litera, la de abajo.
– ¿Éste era el cuarto de los niños? Qué bonito, ¿verdad, señora?
Empapelado con caballitos blancos empenachados, rosados elefantes en equilibrio sobre pelotas multicolores, jirafas, ositos, payasos y palomas, el mundo de la inocencia cubriendo de arriba abajo unas paredes que habían visto cuánta humillación, cuánta ignominia. Colgaba del techo la lámpara de cristal abriéndose en docenas de cuellos de cisne, pero ni rastro de las cortinas, del biombo con los querubines, de la gran alfombra cuyo dibujo reproducía un cuadro famoso ni de la cama con la colcha roja. En el ambiente flotaba un desasosiego, las alas de la muerte. Ahora, el recuerdo triste de las personas que un día se afanaron en esta habitación se mezclaba con el de los niños ahogados en el mar.
– ¿Las cuerdas son suyas? -dijo ella-. Pues desate las maletas y lléveselas.
– Estos pisos viejos, qué grandes, ¿no? -comentó Ñito-. ¿Siempre vivieron aquí?
– Desde que murió la propietaria, la señora Galán. Su hijo se mudó arriba y vendió este piso a un joyero amigo suyo, que lo alquiló al marido de Pilar. El primer hogar decente que disfrutó ella, imagínese, primero la tuvo en una trapería. Era un mal hombre, y nunca la quiso.
– ¿Usted lo trató mucho?
– Gracias a Dios, apenas le veía. La hizo muy desdichada, mucho, el Señor lo haya perdonado. Muy trabajador, muy apreciado en el trabajo, eso sí, pero una mala pieza.
¿Pero por qué, pensó Ñito, por qué se casaría con ella, una desgraciada huérfana de todo, una marmota ignorante e indefensa, por qué si él buscaba todo lo contrario, si incluso habría dejado a la Fueguiña quizá antes de que ella misma le rechazara al desfigurarse la cara, si por hacer carrera parecía dispuesto a todo, por qué si ya estaba en el camino más directo y fácil?
– ¿Por qué se casó con ella, si no la quería? -dijo Ñito enrollando con parsimonia las cuerdas en la palma de la mano.
– Por qué iba a ser -suspiró la mujer, vaciando la primera maleta-. La embarazó. El señorito Conrado le obligó a dar la cara y él se asustó, en el fondo era un desgraciado. Debió pensar que de todos modos Pilar era buena, muy sufrida y obediente, y que una esposa así le servía, si no para otra cosa, al menos para cubrir las apariencias, no sé si me entiende… Y no quiero hablar más que diría un disparate, vaya.
En el camino del buen enchufe, casado de prisa y corriendo con una pánfila que no preguntaría, que preferiría no saber. Viviendo provisionalmente en la trapería pero ya no era trapero y ni hablar de volver a serlo, ni hablar de la abuela Javaloyes que se apagaba poco a poco en el Asilo de ancianos de la calle San Salvador. Empleado en la joyería de las Ramblas y primeros tanteos como corredor, primeros viajes por la provincia y primeras ventas, primeros frutos después de cinco años de bajarse los pantalones. Fue un mariquita de medio pelo, en efecto, nunca se lanzó a fondo, nunca consintió por placer o debilidad, sino por abrirse camino. Sólo quería asegurar su porvenir y prosperar en el trabajo, porque había heredado un terror casi físico a la miseria y al hambre: en seguida empezó a lucir aparatosos trajes de anchas hombreras, una enfurecida cabeza de cabellos repeinados con brillantina y finas cadenitas de oro que se enredaban en la pelambre del pecho, y que en verano exhibía con la camisa blanca desabotonada. Los que entonces aún le trataban en el barrio le vieron convertirse en un hombre de gran atractivo y de verbo copioso, contradictorio y agitado, adiestrado alegremente en el hábito de disimular que no quería o no tenía nada que decir.