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Aquellas paredes desconchadas por la humedad y con restos de mujeres semidesnudas y republicanas, tiras de papel rasgado y con chinchetas oxidadas y fragmentos de muslos de Margarita Carvajal o Laura Pinillos arrancados de revistas, con futbolistas y boxeadores retirados o muertos desde el techo hasta el suelo, detrás de las pilas de papeles y trapos, aquella acumulación desesperada y juvenil de ídolos en pleno esfuerzo y chicas guapas en maillot, una exuberante alegría de vivir fragmentada y dispersa en las paredes como una memoria estrellada en caótica expansión, es todo cuanto nos legó aquel hombre al desaparecer con su pecho dicen que tatuado y sus ojos al parecer azules. Y no hay forma de borrar este ayer ilusionado, los recortes se adhieren al muro como una piel. Ni subiéndose a una silla ha conseguido la abuela arañar las imágenes más altas, casi bajo el techo, ni con el cuchillo atado a la caña de la escoba, raspando el yeso hasta tocar el ladrillo: tendrían que derribar la casa y sepultar con ella los sótanos y ni aun así lograrían destruir esta pobre memoria personal que seguiría flotando entre el polvo nauseabundo del derribo, entre las ruinas, la desolación y la muerte del gato y las ratas aplastadas en su huida, los despojos de una conciencia acorralada, la injustificable masacre sobre la que se asentaría el glorioso alzamiento del futuro edificio, camarada.

Y entre aquellas imágenes todavía a salvo de las uñas del miedo había una que nos obsesionaba, una foto hecha después de tomar al asalto una propiedad privada, con personajes desenfocados, amarillos, en actitudes remotas: milicianos de borrosa sonrisa famélica, con sus monos azules y sus fusiles y alpargatas, recostados en colchonetas, y él casi irreconocible, señalado con una cruz de tinta sobre la cabeza, con las cuencas de los ojos y las mejillas devoradas por una tiniebla, sin afeitar y despeinado, espatarrado como un gandul en el sofá de tela listada y con flecos, empuñando una pistola y con el gorro ladeado chulescamente. Sonriéndose burlón en medio del lujo, vengativo, una expresión como si fuera a escupir sobre algo: la gran alfombra que reproduce un cuadro famoso, la araña de cristal con cegadores cuellos de cisne o las cortinas color miel, le da lo mismo porque odia por igual todo eso que no es suyo y que no podrá serlo jamás. Un palacio, tal parece, convertido en campamento de gitanos: una sucia camisa cuelga del biombo anacarado, un par de calcetines harapientos se secan en las alas de un ángel de mármol y un pañuelo rojo en el alto respaldo historiado de una silla. Allí se ven, sobre la alfombra, en revuelto amontonamiento, los grandes cuadros al óleo y los dorados marcos y cornucopias, tallas de madera policromada y vajillas de plata, el botín que la patrulla tenía que llevarse pero que al final no se llevó, dicho por la abuela: en el último momento llegó un tal Nin, el jefe de patrulla, y dijo dejadlo todo como está, servirá de cebo para pescar a alguien que me interesa. Es una foto desdibujada, roída por la humedad, en la que las sombras ganan terreno a la luz día tras día y lanzan a las fosas nasales un olor a misterio y a ultratumba. Es el palacio del obispo saqueado, dice siempre Amén, al mirarla encaramado en lo alto de la pila de periódicos; el piso de la viuda en la calle Mallorca, dice el Tetas; no, el histórico Palacete de la Moncloa, afirma Mingo, y nunca nos ponemos de acuerdo, camarada, pero es lo mismo: una foto de compañerismo revolucionario, un recuerdo de la juventud impulsiva y libertaria, eso es todo, señor, a fin de cuentas él no era más que un pobre miliciano que cumplía órdenes. Dicho por Java con palabras o gestos de la abuela: que un día del mes de junio del treinta y siete, cuando la escabechina de los pañuelos rojos estaba en marcha, su hermano desapareció del mapa y ahí quedó la foto y esa hoja del calendario acumulando polvo, y que la abuela no ha querido arrancar.

Una mañana temprano Martín y el Tetas cazaron un gato y lo ahorcaron en la portería del campo de fútbol del Martinense, yo llegué cuando lo despellejaban y propuse llevarlo a la abuela Javaloyes: le sale de bueno con cebolla y papas tostaditas, parece conejo si le pone unas hojitas de laurel, ánimo, abuela, que hoy nos vamos a chupar los dedos, le dije. La vieja nunca se ríe ni suele hacernos caso ni mucho menos oírnos, pero ese día nos dijo por señas que la comida sería mañana domingo a la una. Martín y el Tetas no pudieron ir pero yo sí, toda la mañana estuve en mi parada de tebeos de la plaza del Norte y a la una me acerqué a la trapería, no estaba Java y el gato había desaparecido; sólo quedaban los huesos muy peladitos en dos platos con restos de papas que la abuela vaciaba en el cajón de la basura. Abuela, ¿se lo han zampado usted y Java solitos, sin esperarme?, que le digo, y pareció sorprendida, no me esperaba tan pronto. Qué mala jugada, abuela, yo no me merecía esto, ni la cola me habéis dejado. Entonces me fijé en el tenedor manchado de carmín, y también en el vaso, soy muy observador, camarada, no dije nada pero de pronto se me hizo todo claro: aquellas sortijas de hueso que Java vendía y las pequeñas limas de joyero que Mingo le traía del taller, tantos crucigramas y tantas pajaritas de papel por los rincones, el crujido de la mecedora y el tararí de la radio en las puntuales horas del diario hablado…

Gruñendo y con peor malauva que de costumbre, la abuela trajinaba en la cocina y al final me echó a la calle casi a patadas al tiempo que deslizaba una mandarina en mi bolsillo, la pobre. Esa tarde estuve en la Parroquia jugando al ping-pong después del catecismo y al salir ya de noche me dejé caer de nuevo por la trapería. Iba rumiando toda clase de soluciones al misterio, camarada, y recuerdo que me perdí. A mí me pasa una cosa rara, señor: conozco bien la ciudad pero en el barrio a veces me pierdo, confundo las calles. Por fin, al doblar la esquina del campo del Europa, vi el taxi parado ante la puerta y pensé que era la viuda con el alférez; pero en seguida vi a Java saltando del taxi para meterse rápido en la trapería. El taxi tenía la puerta abierta y ni siquiera paró el motor. Ella estaba preparada porque apareció en el acto y Java la ayudó a subir, fue la única vez que la vi en persona, camarada. No sabría decirle qué cara tiene, no pude fijarme; unos pelajos rubios y una boina, una gabardina gris, un bolso de larga correa colgando al hombro y una pierna con katiuska metiéndose velozmente en el coche. Java cerró la puerta y se quedó un rato allí viendo al taxi alejarse. Escondido en un portal, yo dejé pasar unos minutos y después entré a verle: Java estaba arrimando a la pared las pilas de diarios y revistas. Qué hay, dijo sorprendido al verme, y yo bromeando: ¿sabían que comían gato, legañoso, se lo ha dicho la abuela, o creían de verdad que era conejo? Pero contestó con una evasiva, el puta: cómo quieres que la abuela diga nada si es muda, animal, y yo: por señas, hombre. Y nos echamos a reír. Sabes andar solo por el mundo, Sarnita, me dijo, pero en el barrio te pierdes y en esta trapería ves visiones.

Así que era por eso, le diré, por eso la persiguió hasta encontrarla, ya le había traído otras pero ésa es la que más le gustaba, ¿qué tiene de raro?, imagínese lo que debe ser meses y años encerrado a oscuras y solo, ¿cuánto tiempo puede aguantar un rojo sin chingar, camarada, y perdone la expresión? Se veían pues para eso, a veces compartían un potaje de lentejas y un plátano, y luego fornicaban, señor, fornicaban.

Sus largas piernas forradas con medias negras se prolongaban más allá de las ligas, magníficas y escandalosas. En una época en la que escaseaban los grandes idilios y las pasiones devastadoras, porque lo primero era sobrevivir, él supo colocar a su puta sifilítica en el centro de sus sueños, de sus pesadillas y sus delirios de libertad: ella será su espía y su aventurera, su rubia platino, su mujer fatal, su triste marmota, su meuca barata y todo lo que podía permitirle una imaginación extraviada y resentida, insomne. No se acostaba jamás porque ya no conseguía dormir, tenía el colchón listado de rojo y blanco pero no lo usaba, se reclinaba en la mecedora y estaba horas meciéndose, golpeando el suelo con la punta herrada del bastón, reclamando la presencia de una nueva furcia siempre con la esperanza de que fuese ella o al menos se le pareciese un poco, ordenando que satisficieran sus urgentes necesidades, nuevas posturas, nuevos masajes en las piernas deformadas por la inmovilidad, etcétera. Su vida era una vida contemplada en un retrovisor que se aleja, que se hunde en la noche, despegada de él, como si no fuera la suya. Parece que se conocían de mucho antes, le diré que dicen, que él y otros milicianos ya la habían tratado cuando estaban de permiso y hasta quizá fueron novios, ésa tuvo muchos, a los quince años empezó a putear bajo la manta de un patrullero, dicen. Así que ya lo tiene usted aclarado: una vez al mes Java le traía a una furcia, no, no creo que ella le cobrara nada, ya le digo: era una cosa más bien romántica. Sí que es extraño, sí, ya no quedan putas así, tan generosas, ¡ay, por la salud de mi madre se lo juro, camarada imperial, es la pura verdad; ay, que me hace saltar las pupas de la closca!

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