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Orange-blossoms, había dicho: las flores de las novias en Andalucía, pensé. Pero fue entonces cuando recuperamos el movimiento del ascensor y, una vez llegados a la planta baja, el mayordomo me deseó buena estancia en su ciudad y desapareció como si la media hora que nos había unido no hubiera existido jamás. Llevaba guantes de cuero, negros, y en ningún momento se los quitó.

En la corte del rey Jorges

Para Enrique Murillo

[Esta historia se desarrolla en el seno de una moderna corte europea (nada de personajes de tres al cuarto). O más bien, como así debe ser, ni se desarrolla ni progresa ni crece ni avanza, siendo más una situación casi inmutable que una verdadera historia. El material es barato, como también debe ser.]

La familia real está compuesta por el rey Jorges y la reina Eulalias y sus cinco vastagos, Laureanos, Ramiros, Adelaidas, Ramonas y Leandros, todos ellos en plural mayestático y todos desviados, por decirlo suavemente.

El rey Jorges detesta ocuparse de la Corona y está harto de recibir al Presidente del Gobierno, a los Jefes de Estado en visita oficial, a los inacabables embajadores y a todo género de deportistas, aunque su propia pasión se disfrace de disciplina cuasi olímpica: nada le gusta tanto como las armas de fuego y las armas blancas, tirar al blanco y lanzar el cuchillo y blandir cimitarras. Su edad algo avanzada le hace fallar más de lo natural y lleva los dedos siempre vendados, llenos de cortes y bastante doloridos de apretar tanto el gatillo y levantar alfanjes.

La reina Eulalias, a quien en principio horroriza la violencia, hace ya tiempo que le ha vedado su dormitorio, para alivio del monarca. Interesada en la transmigración de las almas y otros asuntos esotéricos, ha caído bajo el influjo dañino del charlatán, intrigante y falso profesor Alma-Martello, hombre de repugnante boca, cabeza de huevo invertido y voz sibilante, amén de escasas luces.

El príncipe heredero, Laureanos, sabe que tiene a su disposición a todas las jóvenes del reino, y como desde el Gobierno se lo va instando a contraer ya matrimonio (ha cumplido los cuarenta y cinco), pasa la mayor parte de sus horas libres (son todas) examinando mujeres en sus aposentos: no le basta con seguir el modelo de los antiguos productores de Broadway y Hollywood y pedirles que se levanten las faldas, sino que, anclado en sus juegos de infancia, las recibe en una suerte de quirófano, vestido de verde médico, con guantes de látex, una linternilla en la frente y todo tipo de instrumental enarbolado para llevar a cabo sus plenos reconocimientos: en más de una ocasión se le ha ido la mano con el escalpelo, y ha habido que conceder títulos a facinerosas familias para compensarlas por la irreparable pérdida. Su hermano menor, el segundón Ramiros, esquinado y mohíno, lleva desde pequeño atentando sin éxito contra la vida de Laureanos: empujones por las escaleras de mármol, veneno en los caramelos, pequeñas bombas de relojería en el sillín de la bici. En la actualidad ha de ser más disimulado y limitarse a los procedimientos clásicos: escopetazos en las cacerías y guardaespaldas sobornados que se confunden en las reyertas.

Adelaidas, que quiso huir desde niña del hogar paterno, contrajo matrimonio apresurado con un rico mexicano apellidado Marrón y al que se convirtió en Marrones. Se le ha pegado el acento, lo cual molesta al pueblo, y por razones quizá sexuales (es un enigma), obliga a su pobre marido a andar por su mansión siempre armado hasta los dientes, con cartucheras cruzadas. En una escena no privada de sentimentalismo, se atreverá a confesárselo a su padre Jorges, pensando que él aprobará la costumbre por tener las armas que ver en ella. Ramonas, la princesa más joven, vive encerrada y es un misterio: se le pasa la comida por un agujero practicado en su puerta y nadie recuerda ya su rostro, del que no hay retratos oficiales (está por decidir cómo será cuando aparezca, cabe una beldad, cabe un monstruo). Por último Leandros, el más pequeño, frecuenta malas compañías según don Jorges (va mucho con homosexuales), y está implicado en el tráfico de drogas y la trata de blancas. Con menos ahínco que Ramiros contra la de Laureanos, atenta de vez en cuando contra la mohína vida del primero, con poca fe, sin embargo. Ha concebido una pasión anómala por el Presidente del Gobierno, el apuesto señor Marcantonio, a quien somete a un asedio constante cada vez que éste acude a Palacio. El Presidente, que al principio se resiste y lo toma a broma, se deja besar por fin una vez, al pie de las escalinatas. Esto es visto casualmente (además de por numerosos criados, secretarios, ujieres, cocineros, maestresalas y chambelanes que espían sin pausa) por la reina y por Ramiros. Así como Eulalias calla, él comienza a hacer chantaje al Presidente apuesto, y lo obliga a comprometerse a quitar de en medio a Laureanos con la directa ayuda del Ministerio del Interior. Laureanos, en efecto, será muerto por la policía, durante unas prácticas de tiro a las que su entusiasta padre lo habrá llevado, y Ramiros se convierte en el príncipe heredero. No obstante, su rencor acumulado le impide el contento, y acaba reconociéndose que su afición a matar ya no estaba circunscrita al estorbo de su hermano: se siente exterminador. Marcantonio, que corresponde al joven Leandros con un fraternal afecto no muy anómalo, ve que éste será la próxima víctima del mohíno Ramiros, pero no sabe cómo atentar contra él (dos muertos por la policía en la familia real sería cosa sospechosa). Para salvar a Leandros, intenta conminarlo a salir del país bajo la amenaza de denunciarlo por traficar con drogas y tratar con blancas, pero el banquero Prometeo Noia, que es quien proporciona al rey Jorges sus armas y asimismo el capo de la organización delictiva con la que colabora Leandros, no está dispuesto a perder su carta blanca y decide que hay que destituir o mejor matar al señor Marcantonio. El señor Marcantonio está en peligro…

Serán nostalgias

Es muy posible que los fantasmas, si es que aún existen, tengan por criterio contravenir los deseos de los inquilinos mortales, apareciendo si su presencia no es bien recibida y escondiéndose si se los espera y reclama. Aunque a veces se ha llegado a algunos pactos, como se sabe gracias a la documentación acumulada por Lord Halifax y Lord Ry-mer en Inglaterra, o por don Alejandro de la Cruz en México.

Uno de los casos más modestos y conmovedores registrados por este último es el de una anciana de Veracruz, iniciado hacia 1920, cuando ella no era una anciana sino muy joven y nada sabía de la existencia -si es que puede aplicarse este término- de tales visitas y esperas, o quizá son nostalgias. Esta anciana, en su juventud, había sido señorita de compañía de una dama mayor y muy adinerada a quien, entre otros servicios prestados, leía novelas en voz alta para disipar el tedio de su falta de necesidades y preocupaciones visibles, y de una viudez temprana para la que no había habido remedio: la señora Suárez Alday había sufrido algún desengaño ilícito tras su breve matrimonio según se decía en la ciudad portuaria, y eso seguramente -más que la muerte del marido poco o nada memorable- la había hecho áspera y reconcentrada a una edad en que esas características en una mujer ya no pueden resultar intrigantes ni todavía objeto de broma y por lo tanto entrañables. El hastío la llevaba a ser tan perezosa que difícilmente era capaz de leer por sí sola y en silencio y a solas, de ahí que exigiera de su acompañante que le transmitiera en voz alta las aventuras y los sentimientos que cada día que ella cumplía -y los cumplía muy rápida y monótonamente- parecían más alejados de aquella casa. La señora escuchaba siempre callada y absorta, y sólo de vez en cuando le pedía a la joven (Elena Vera su nombre) que le repitiera algún pasaje o algún diálogo del que no se quería despedir para siempre sin hacer amago de retenerlo. Al terminar, su único comentario solía ser: «Elena, tienes una hermosa voz. Con ella encontrarás amores».

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