No he vuelto a tener una noche de amor ni me ha vuelto a bastar con ella, y por eso también sigo yendo de putas, cada vez más caras y más aprensivas, no sé si probar con los travestidos. Pero todo eso me interesa poco, no me preocupa y es pasajero, aunque haya de durar aún. A veces me sorprendo pensando que en su momento lo más fácil y deseable sería que Marta muriera antes, porque así podría enterrarla en el sitio del panteón que quedó vacante. De este modo no tendría que darle explicaciones sobre mi cambio de parecer, pues ahora deseo que se me incinere y no se me entierre, en modo alguno que se me entierre. Sin embargo no sé si ganaría algo con eso -me sorprendo pensando-, pues mi padre debe de estar ocupando su puesto junto a Mercedes, mi puesto, por toda la eternidad. Una vez incinerado, así pues -me sorprendo pensando-, tendría que acabar con mi padre, pero no sé cómo puede acabarse con alguien que ya está muerto. Pienso a veces si esa carta que aún no he abierto no dirá algo distinto de lo que imagino y temo, si no me daría ella la solución, si no me preferirá. Luego pienso: «Qué absurdo. Ni siquiera nos hemos visto.» Luego miro la carta y la huelo y le doy vueltas entre mis manos, y al final acabo escondiéndola siempre, sin abrirla aún.
Un epigrama de lealtad
[Aviso: Aunque este episodio de la vida del escritor John Gawsworth es un texto nuevo e independiente, cabe advertir que sólo los lectores de mi novela Todas las almas (1989) dispondrán de todos los datos para su comprensión cabal. J M]
El señor James Lawson levantó la vista. Aquella misma mañana había cambiado el escaparate de la librería de la que era gerente, Bertram Rota Ltd, de Long Acre, Covent Garden, una de las más prestigiosas y delicadas librerías de viejo de la ciudad de Londres. No solía llenar el escaparate, a lo sumo diez libros o manuscritos expuestos, todos ellos de gran valor e inteligentemente escogidos. La clase de ediciones que podía llamar la atención de sus clientes habituales, todos caballeros distinguidísimos y alguna elegante dama bibliófila. Aquella mañana había colocado, con orgullo, títulos como Salmagundi, de William Faulkner, que no se había publicado nunca más desde aquella edición de 1932 (525 ejemplares numerados), y la primera de Jacob's Room, de Virginia Woolf, que costaba dos mil libras. Aunque era él quien fijaba los precios según el mercado, no acababa de acostumbrarse a que un libro valiera tanto. Pero esto no era nada al lado de la versión mecanografiada y corregida por el propio Beckett de su novela Watt, cuyo precio había sido tasado en cincuenta mil libras. Había dudado a la hora de ponerlo en el escaparate, era un objeto demasiado valioso, pero finalmente se había decidido. Constituía un gran motivo de satisfacción, y al fin y al cabo él iba a estar allí, sentado a su mesa, toda la mañana y toda la tarde, sin moverse, vigilando el escaparate. Sin embargo estaba nervioso, y por eso levantaba la vista de la mesa en cuanto notaba que había alguien, alguna figura, parada delante de la vitrina. Incluso cuando los transeúntes pasaban levantaba la vista (aunque no se pararan). Esta vez la dejó levantada, porque vio ante sí, parado, a un mendigo de aspecto fiero. Llevaba el pelo algo largo y una barba rojiza de pocos días, era corpulento y tenía una gran nariz que parecía partida. Sus ropas eran astrosas y de color indefinido, como las de cualquier pordiosero, y en la mano derecha sostenía una botella de cerveza ya mediada. Pero no bebía, es decir, no se la llevaba a la boca de vez en cuando, sino que estaba absorto, mirando fijamente el escaparate de Bertram Rota. El señor Lawson se preguntó qué estaría mirando. ¿Camus? Había expuesto en la vitrina, abierto por la página indicada, un ejemplar de La Chute dedicado por el propio autor. Pero no, La Chute lo había colocado a la derecha, junto al texto mecanografiado de Watt, y el mendigo tenía la vista clavada en el lado izquierdo. Allí había expuesto Salmagundi y la segunda edición de Oliver Twist, trescientas libras, de 1839. Quizá Dickens podía interesar al mendigo más que Faulkner. A Dickens podía haberlo leído en la escuela, no a Faulkner, pues aquel hombre no tendría menos de sesenta años, tal vez más.
El señor Lawson bajó la vista un instante, creyendo (pero sin pensarlo) que quizá de este modo el mendigo desaparecería. En seguida volvió a levantarla, y para su sorpresa descubrió que el hombre ya no estaba, el escaparate no tenía ninguna figura delante. Se puso en pie y controló, empinándose un poco, que todo estaba en orden en la vitrina. Quizá debía retirar Watt de allí, cincuenta mil libras, o dejar sólo las primeras páginas. Volvió a su sitio y durante un par de minutos fijó su atención en el nuevo catálogo que estaba confeccionando, pero otra vez notó que había menos luz (alguien amortiguaba la que venía desde la calle) y se vio obligado a alzar los ojos. Allí estaba de nuevo el mendigo con su botella en la mano (a aquella cerveza ya no le quedaba espuma), acompañado ahora por otros dos, a cual más desharrapado. Uno era joven, un negro con mitones verdes y pendiente muy visible en la oreja izquierda; el otro, de la misma edad que el primero, con un cráneo abombado que hacía aún más pequeña la gorra de jockey llena de churretones (morada y blanca, pero el morado había palidecido y el blanco era amarillo) con que intentaba cubrirlo. El pordiosero de la barba rojiza los instaba a acercarse y cuando los hubo convencido los tres miraron el escaparate, de nuevo hacia el lado izquierdo, y el primer mendigo señaló algo con su dedo fuliginoso. Lo señaló con orgullo, porque tras señalarlo sonrió y se volvió hacía sus compañeros, primero hacia el negro, luego hacia el jockey, con satisfacción manifiesta. ¿Salmagundi? ¿Dickens? También estaba en esa zona del escaparate un curioso documento: un panfleto de ocho páginas que en la descripción del catálogo anterior Lawson había titulado Un epigrama de lealtad. Se trataba de tres poemas de Dylan Thomas que no figuraban en ningún otro sitio. Abrió un cajón y sacó el catálogo en que se anunciaba, el 250 desde la fundación de Rota, y releyó rápidamente la descripción: «Impreso privadamente para los miembros de la Corte del Reino de Redonda, [1953].» Hacía diecisiete años. «Treinta ejemplares conmemorativos, numerados por John Gawsworth. Muy raro. Estos tres poemas, que no constan en la bibliografía de Rolph sobre Thomas, son testamentos de la "lealtad" del poeta hacia John Gawsworth, Juan I, King of Redonda, quien nombró a Thomas "duque de Gweno" en 1947. £500.» Quinientas libras, no está mal para unas pocas hojas impresas, pensó Lawson. Tal vez los mendigos estaban mirando aquello. Vio que el de la barba rojiza se señalaba ahora a sí mismo, dándose unos golpecitos en el pecho con su dedo índice. Los otros dos también lo señalaron, pero como se señala, también con el dedo índice pero a distancia, a quien provoca irrisión. Los tres charlaban y discutían ahora, Lawson no oía nada, pero le estaban poniendo nervioso, ¿por qué habían decidido pararse tanto rato delante de su escaparate? No es que las ventas de Rota dependieran de los transeúntes, pero en todo caso estaban ahuyentando, con su presencia temible, a cualquier posible cliente distinguido. Sólo la gente distinguida compraba en Rota. Tampoco podía echarlos, no estaban infringiendo ninguna ley, estaban sólo mirando un escaparate de libros antiguos. Pero en ese escaparate estaba Watt, y Watt valía cincuenta mil libras.
Lawson se levantó y se acercó a ellos, por su lado de los cristales. Quizá si notaban que él los vigilaba desde el interior acabarían por marcharse. Cruzó los brazos y los miró fijamente, con sus ojos azules. Sabía que tenía unos ojos tibios, azules, fríos, sabía que podía disuadir con la mirada, iba a disuadirlos con la mirada. Pero los tres pordioseros seguían enzarzados en su discusión, no le hacían caso o su presencia, aunque más cercana, les resultaba indiferente. De vez en cuando el primer mendigo volvía a señalar el escaparate, y ahora a Lawson ya no le cabía duda de que su interés estaba centrado en el Epigrama de lealtad. Lawson ya no pudo resistir. Abrió la puerta y desde el umbral se dirigió a ellos.