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La joven, que se fue haciendo mayor, guardó celosamente el secreto y le hablaba con cada vez más confianza, pero sin obtener nunca respuesta: los fantasmas no siempre pueden o quieren hablar. Y con esa siempre mayor y unilateral confianza transcurrieron los años, y ella tuvo ya buen cuidado de no volver a mencionar el nombre «Jesús» en ningún contexto, y de evitar toda palabra que empezara como «guajiro» o «Guajardo», y de desterrar para siempre de sus lecturas a la China y a La Meca. Hasta que llegó un día en que el hombre no se presentó, y tampoco lo hizo durante los días ni las semanas siguientes. La joven que ya era casi vieja se preocupó al principio como una madre, temiendo que le hubiere sucedido algún percance grave o desgracia, sin darse cuenta de que ese verbo, suceder, sólo cabe entre los mortales y que quienes no lo son están a salvo. Cuando reparó en ello su preocupación dio paso a la desesperación: tarde tras tarde contemplaba el sillón vacío e increpaba al silencio, hacía dolidas preguntas a la nada, lanzaba reproches al aire invisible y maldecía el pasado al que temía que hubiera él vuelto; se preguntaba cuál había sido su falta o error y buscaba con afán nuevos textos que pudieran atraer la curiosidad del guerrillero y hacerlo volver, nuevas disciplinas y nuevas novelas, y procuraba encontrar nuevas entregas de Sherlock Holmes, en cuya habilidad y lirismo confiaba más que en casi ningún otro cebo científico o literario. Y seguía leyendo en voz alta a diario, por ver si él acudía.

Una tarde, el cabo de meses de desolación, se encontró con que la señal del libro de Dickens que le estaba leyendo pacientemente en ausencia no se hallaba donde la había dejado, sino muchas páginas más adelante. Leyó con atención allí donde él la había puesto, y entonces comprendió con amargura y sufrió el desengaño que a toda vida alcanza, por recóndita y quieta que sea. Había una frase del texto que decía: «Y ella envejeció y se llenó de arrugas, y su voz cascada ya no le resultaba grata». Cuenta don Alejandro de la Cruz que la anciana se indignó como una esposa repudiada, y que lejos de resignarse y callar le dijo al vacío con gran reproche: «Eres injusto, y tú quisiste ser siempre un hombre justo, o eso se cuenta ahora. Tú no envejeces y quieres voces gratas y juveniles, y contemplar caras tersas y luminosas. No creas que no lo entiendo, todavía eres joven y lo serás ya siempre, y quizá no tuviste mucho tiempo para demasiadas cosas que te pasaron de largo. Pero yo te he instruido y distraído durante años, y si gracias a mí has aprendido tantas cosas y no sé si a leer incluso, no es para que ahora me dejes mensajes ofensivos a través de mis textos que he compartido contigo siempre. Ten en cuenta que cuando murió la señora yo podía haber leído en silencio, y no lo hice. Podía haberme marchado de Veracruz, y no lo hice. Comprendo que puedas ir en busca de otras voces, nada te ata a mí y es cierto que nunca me has pedido nada, luego tampoco nada me debes. Pero si conoces el agradecimiento, Emiliano», y esta fue la primera vez que lo llamó por su nombre, sin saber si era escuchada, «te pido que al menos vengas una vez a la semana a oírme y tengas paciencia con mi voz que ya no es hermosa y ya no te agrada, porque no va a traerme más amores. Yo me esforzaré y seguiré leyendo lo mejor posible. Pero ven, porque ahora que ya soy vieja soy yo quien necesita de tu distracción y presencia. Ya no me sería fácil pasarme sin ver tus ropas agujereadas. Pobre Emiliano», añadió con más calma, «cómo te dispararon».

Según el estudioso don Alejandro de la Cruz, el fantasma del hombre rústico y soldado eterno que acaso había sido Zapata no fue enteramente desaprensivo y atendió a razones o supo lo que era el agradecimiento: a partir de entonces, y hasta su muerte, Elena Vera esperó con ilusión e impaciencia la llegada del día elegido en que su impalpable amor silencioso accedía a volver al pasado de su tiempo en el que en realidad ya no había ningún pasado ni ningún tiempo, la llegada de cada miércoles, cuando él quizá regresaba cada vez de Chinameca, asesinado, triste y exhausto. Y se piensa que tal vez fueron aquellas visitas y aquel oyente y aquel pacto los estímulos que la mantuvieron frente al mar y todavía viva durante bastantes años, es decir, todavía con presente y pasado y también futuro, o quizá son nostalgias.

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