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– ¿Puedo serles de utilidad?

El mendigo de la barba rojiza miró a Lawson de arriba a abajo, como a un intruso. Era bastante más alto que Lawson, en verdad era corpulento pese a sus años y a su desolado aspecto. Lawson pensó que aquel hombre podría pegarle con facilidad, o que los otros dos podrían sujetarle y él meter rápidamente la mano y llevarse el Epigrama de lealtad, o, lo que era peor, el Watt mecanografiado, cincuenta mil libras. Se arrepintió de haber abierto la puerta. Se estaba exponiendo a un asalto.

– Sí, sí puede -dijo al cabo de unos segundos el mendigo corpulento-. Cuénteles a estos amigos quién es el rey de Redonda. Dígaselo. Usted debe saberlo.

Lawson lo miró perplejo. Casi nadie sabía nada sobre el rey de Redonda, sólo algunos bibliófilos y eruditos, gente de gran cultura, personas expertas. No vio, sin embargo, por qué no había de contestar.

– Se llamaba John Gawsworth, aunque ese no era su verdadero nombre, sino Armstrong. Heredó casualmente el título de rey de Redonda o Redundo, una isla deshabitada de las Antillas, pero nunca tomó posesión. Sin embargo se dedicó a crear nobleza, unos títulos ficticios para sus amigos, como este del poeta Dylan Thomas. -Y Lawson señaló el panfleto a su izquierda-. Él era un escritor muy menor. ¿Por qué les interesa?

– ¿Veis cómo es lo que os había dicho? ¿Cómo iba yo a saber todo esto? -dijo el mendigo alto, volviéndose hacia los otros dos. Luego se volvió a Lawson-: ¿A cuánto venden este Epigrama?

– No sé si podrían comprarlo -dijo Lawson con paternalismo y falsa vacilación-. Vale quinientas libras.

– Pues mira, quinientas que has perdido -intervino el jockey del abombado cráneo en tono de guasa-. ¿Por qué no nos das unos cuantos títulos y se los vendemos a este señor?

– Calla, imbécil, os estoy diciendo la verdad. Ese panfleto fue mío, la lealtad es hacia mí. -Y, volviéndose de nuevo hacia Lawson, el hombre de la barba rojiza añadió-: ¿Usted sabe qué fue de John Gawsworth?

Lawson empezaba a cansarse de aquella conversación.

– La verdad es que no. Me parece que murió. Su figura es oscura. -Y Lawson miró hacia Watt, que por suerte seguía allí (no lo había robado nadie desde dentro de la tienda, ningún otro empleado, mientras él estaba fuera, absurdamente, en la puerta con unos mendigos).

– No, señor, se equivoca -dijo el mendigo-. Es verdad que fue un escritor menor y que su figura es oscura, pero no es verdad que haya muerto. Estos dos no quieren creerme, pero John Gawsworth soy yo. Yo soy el rey de Redonda.

– Oh, vamos -dijo Lawson con impaciencia-. No estorben más, apártense ya del escaparate, están borrachos y si se caen podrían romperlo y hacerse daño. Vayanse ya. -Y con un movimiento rápido se metió otra vez en la tienda y cerró la puerta con pestillo.

Regresó a su mesa y se sentó. El mendigo corpulento lo miraba ahora con frialdad al otro lado de la vitrina. Parecía ofendido. Estaba airado. Aquellos ojos castaños sí que eran tibios, fríos, di-suasorios, más que los suyos, azules, disuasorios, fríos. Los otros dos pordioseros reían y daban empellones al corpulento, como diciéndole: «Venga, vamonos ya» (pero Lawson no lo oía). El mendigo, sin embargo, seguía quieto, como si fuera parte del pavimento, mirando a Lawson con fijeza y frialdad y ofensa. Y éste no pudo resistir su mirada, bajó la vista e intentó enfrascarse de nuevo en la confección del próximo catálogo, el 251 desde la fundación de Rota, la librería exquisita de la que era gerente. Así quizá desaparezca de nuevo, pensó. Si no lo miro ni lo veo, desaparecerá, como la otra vez. Aunque luego volvió, pensó.

Aguantó con los ojos bajos hasta que notó que había más luz. Entonces se atrevió a levantarlos y vio el escaparate despejado. Se puso en pie y se acercó a controlar de nuevo lo que había expuesto en él. Vio en la acera la botella de cerveza hecha añicos. Pero allí seguían, a salvo, a la espera de compradores bibliófilos y distinguidos, Salmagundi, trescientas cincuenta libras, y Oliver Twist, trescientas, y La Chute dedicada, seiscientas, y Jacob's Room, dos mil, y Un epigrama de lealtad, quinientas, y Watt, cincuenta mil. Respiró aliviado y cogió entre sus brazos el texto mecanografiado de Watt. Lo había mecanografiado el propio Beckett, que nunca se fió de otras manos. Quizá debía retirarlo, cincuenta mil libras. Lo llevó hasta su mesa para meditarlo, y allí se permitió, durante un instante, un pensamiento absurdo. Si el Epigrama de lealtad hubiera tenido la firma de Gawsworth, su precio se habría doblado. Mil libras, pensó.

Lawson levantó la vista, pero el escaparate seguía despejado.

Mientras ellas duermen

Para Daniella Pittarello,

por sus tantos conocimientos útiles

Durante tres semanas los vi a diario y ahora no sé qué habrá sido de ellos. Probablemente no vuelva a verlos, al menos a ella, pienso, se da por supuesto que las conversaciones y aun las confidencias veraniegas no deben llevar a ninguna parte. Nadie está en contra de esta suposición, ni siquiera yo mismo, que ahora me estoy preguntando por ellos o quizá los echo un poco de menos. Vagamente de menos, como todo lo que desaparece.

Casi todas las veces los vi en la playa, donde en principio resulta difícil fijarse en nadie. A mí me lo resulta particularmente, puesto que soy miope y prefiero ver borroso antes que volver a Madrid con una especie de antifaz blanco por culpa de un bronceado imperfecto en el rostro, y las lentillas nunca las llevo a la arena y el agua, donde podrían perderse para siempre. Aun así, desde el primer momento estuve tentado de rebuscar y sacar las gafas que mi mujer, Luisa, guardaba dentro de la funda en su bolsa, y en realidad la tentación provenía de ella, que, por así decir, me iba radiando los movimientos más peculiares de los más peculiares bañistas a nuestro alrededor.

– Sí, lo veo, pero borroso, no distingo las facciones -decía yo cuando ella, en voz baja innecesaria por el estruendo playero, divertida, me llamaba la atención sobre algún personaje. Yo guiñaba los ojos una vez y otra, sintiendo gran pereza ante la idea de buscar mis gafas para al poco, satisfecha mi curiosidad, volver a dejarlas en su lugar recóndito. Hasta que la propia Luisa, que sabe las cosas más raras e insignificantes y siempre me sorprende con sus conocimientos útiles, me pasó su sombrero de paja tejida -más a mano que las escondidas gafas, pues estaba sobre su cabeza- y me aconsejó mirar a través de sus intersticios. A través de ellos, en efecto, descubrí que veía casi como si llevara los lentes, con más nitidez aunque mi campo visual se redujera muchísimo. A partir de aquel hallazgo yo mismo debí de convertirme en uno de los más peculiares o estrafalarios bañistas, habida cuenta de que con frecuencia tenía un sombrero de mujer con cintas puesto ante la cara, sujetado con mi mano derecha, a través del cual oteaba de aquí para allá a lo largo de la playa vecina a Fornells, donde nos alojábamos. Luisa, sin decirme nada ni poner mal gesto, hubo de comprarse otro sombrero que le gustaba menos, pues el suyo, con el que tenía a bien proteger su rostro -su rostro tallado y candido y aún sin arrugas-, pasó a ser de mi exclusivo uso, nunca sobre la cabeza, sino ante mis ojos, el sombrero con el que veía.

Un día nos distraíamos siguiendo las hazañas de un marinerito italiano, esto es, de un insubordinado niñito de apenas un año que llevaba por todo atuendo un gorro de marinero y que, según íbamos anticipando, destrozaba fortificaciones de arena de sus hermanos o primos mayores y probablemente amistades firmes de sus progenitores con tanta facilidad como consumía agua salada (yo creo que tragaba litros) al menor descuido de las familias que lo acompañaban. El gorrito lo perdía con demasiada frecuencia y entonces quedaba completamente desnudo y volcado en la orilla, como un Cupido abominado. Otro día seguíamos los comentarios despóticos y las perezosas andanzas de un inglés de mediana edad -la isla perdida de ingleses- que opinaba de continuo sobre la temperatura, la arena, el viento y las olas con tanto énfasis y grandilocuencia como si cada vez estuviera emitiendo una profunda máxima o aforismo largamente meditados. Aquel hombre tenía la virtud, cada vez más en desuso, de creer que todo es importante, todo lo que de uno mismo proviene, es decir, tenía la virtud de saberse único. Su carácter holgazán era visible en la posición de sus piernas -siempre estiradas sin armonía- y en el hecho de que no se quitara la camiseta verde con que resguardaba del sol su redondeado tórax ni siquiera para entrar en el agua. Claro que no nadaba, y cuando se adentraba un poco, caminando, en el mar, era sólo persiguiendo a algún otro vastago de su raza para fotografiarlo en acción con mejor perspectiva o desde más cerca. Con el estómago verde mojado -pero no, por ejemplo, el pecho-, regresaba hasta la orilla mascullando sentencias inolvidables que desmenuzaba el viento al tiempo que, inseguro tal vez de que su cámara no hubiera recibido salpicaduras, se la ponía al oído como si fuera una radio, supongo que para comprobar de ese primitivo modo que no había sufrido daños. O quizá, pensábamos, se trataba de una máquina-radio.

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