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El espejo del mártir

Áspera militiae invenís certamina fugi,

Nec nisi lusura novimus arma manu.

Ovidio

– Ha habido verdaderos dramas en el ejército, se lo aseguro; el suyo no es un caso aparte, por mucho que su reprobable exceso de individualismo le haga pensar lo contrario. Ha habido falacias, invectivas, maledicencia; ajusticiamientos de carácter meramente diplomático, deserciones a mansalva, regimientos enteros diezmados para dar un escarmiento, una lección; consejos de guerra contra altos cargos, traiciones y delaciones, espionaje interno, amotinamientos, insubordinaciones y mucha insolencia; actos de indisciplina que han costado batallas cruciales, sedición, sentimientos malsanos, casos de homosexualidad, rebeliones, atropellos;…casos de homosexualidad, todo tipo de aberraciones carnales, morbosidad; y pánico, mucho pánico. Y, por encima de todo, implacabilidad. Esto entre nosotros: el ejército es injusto siempre, tiene que ser injusto para ser un auténtico ejército. ¿No conoce usted, por ejemplo, el caso del capitán Lou-vet, durante la campaña rusa de Napoleón? ¿No lo conoce? ¿De veras? Louvet era un valiente (tengo para mí que fue un valiente), y sin embargo, según todos los indicios, acabó fusilado por los suyos. ¿Por qué? Por una razón muy sencilla y a la vez inapelable: el ejército no admite la duda, la desconoce y en última instancia niega su existencia; y su caso era dudoso, muy dudoso. Es posible, sí, que la evidencia obrara a su favor, pero no basta con semejante testimonio en nuestro seno. Parecía decir la verdad y los hechos tendían a apoyar su versión, por eso había dudas; pero, ¡justamente!, no existía certeza; y, más que eso, lo que había era una irregularidad de por medio, suficiente por sí sola para condenarlo. Podía habérsele desterrado, haber suprimido su nombre de las matrículas y los archivos, como va a hacerse con usted prácticamente (usted va a ir a la isla de Bormes por tiempo indefinido, hasta nueva orden, ¿comprende?), pero, ¡ah!, siempre quedaba la posibilidad de que escapara, de que regresara, de que eludiera la deportación, incluso de que se alzara en armas contra nosotros (nunca se sabe), arrastrando tras de sí algunas compañías leales a su persona o enfervorizadas por el remordimiento. El heroísmo tiene adeptos y produce ceguera; es admirable, sí, pero si se le une el infortunio el resultado es fanatismo. Por eso ya no hay héroes individuales, porque fomentan un entusiasmo desmedido y nocivo, despiertan las ansias de emulación y las tropas ya sólo piensan en hazañas improbables, en proezas singulares y en la gloria en general. Incluso se ha tenido que acabar con el genio militar, con el gran estratega: aunque de adhesión más minoritaria (únicamente entre los oficiales, ¿sabe?), también esa figura provocaba delirios e idolatría. El ejército es anónimo, tiene que ser anónimo…

El coronel se pasó un dedo por la punta de la lengua (fue un gesto fugaz) y se alisó una ceja que se le levantaba.

– Anónimo. Así que no conoce usted el caso del capitán Louvet, del ejército francés… ¡Pero hombre de Dios, si es muy famoso! Descanse, descanse y figúrese: un soldado valioso, arrojado, con excelentes condiciones, batallador, un poco ingenuo (era un teórico), seguramente lo que le perdió. Su historia fue muy comentada y más tarde silenciada, no se sabe a ciencia cierta… ¡Pero esa es la esencia del ejército! No se sabe; aunque esté constituido por individuos, el ejército no es una unidad; ni aun haciendo abstracción de esa multitud de individuos que lo componen siempre de manera circunstancial. Y al no ser unidad, ni sabe ni se deja saber, porque ¿acaso lo que no es unidad puede conocer o ser conocido? ¿Puede ser conocido lo que no es unidad ni divisible en unidades por lo único que tiene capacidad cognoscitiva, a saber: la unidad? Vea usted que escapa a nuestra comprensión, como muchas otras cosas que nos empeñamos en entender. El ejército es incognoscible, y sin embargo no es tampoco una patraña. ¿Qué es, pues? Ah, yo no lo sé ni pretendo saberlo; es indefinible, ahí radican su grandeza y su misterio. No, no me pregunte, yo sólo sé que es múltiple y anónimo (múltiple en virtud de que no es uno, pero irreductible a partes e incontable según ellas); y que se lo entiende mal. Se lo toma por lo que no es porque se lo trata de entender (hay colegas, camaradas que se jactan… ¡y yo recomendaría la abstención!), y al final de tal empresa no caben más que el desconcierto o el error… Pues bien, no se sabe a ciencia cierta cómo acabó Louvet porque su episodio estaba de tal modo imbricado en lo que podríamos denominar los supuestos esenciales o fundamentos de la corporación, y hasta tal punto participaba de su espíritu más íntimo e incontaminado, que todas las vicisitudes inherentes al caso se negaban a revelarse y se adivinaban incognoscibles; y el ejército, al silenciarlo, no hizo sino dar configuración palpable y sancionar, con sus atribuciones más temporales, lo que ya era de por sí un estado real y verdadero, hondo, tajante e incuestionable: arrojó un velo figurativo sobre el velo transcendente que ocultaba el resplandor ya polvoriento de los hechos; con su decisión prestó encarnación a los dictados eternos de la ley natural. ¿Cómo no conoce usted el caso Louvet? ¡Si es paradigmático! Es muy ilustrativo de la tragedia del ejército (porque el ejército también es trágico, ¿lo sabía?; por estructura y por definición). Y no toda corporación es de naturaleza trágica, ese es un mérito que prácticamente nos cabe en exclusiva, y se lo debemos a nuestro profundo sentimiento de las jerarquías, tan arraigado y cabal que cualquier tergiversación o trastorno de las mismas desemboca indefectiblemente en la tragedia. Usted sabe que la tragedia, para producirse, precisa de un cuerpo rígido de leyes como entorno, de una normativa inviolable cuyo desacato revista tal gravedad que el conflicto suscitado por la transgresión y por la intromisión de un segundo corpus doctrinal (cuando lo hay, cuando merece ese apelativo) incompatible con la vieja legislación (vieja en tanto que es inmemorial, no crea: su vigencia es asombrosa e imperecedera) sólo pueda tener por desenlace la catástrofe; así, la historia toda del ejército, o mejor dicho su errática y siempre declinante trayectoria no es más que un jalonamiento, tumultuoso y caótico, de diferentes prótasis, epítasis y catástasis simultáneas (o atemporales quizá, si me apura usted: ya sabe, exposición, nudo y climax), que en un momento y lugar determinados se unen, o más propiamente convergen, y, manifestándose instantánea y excepcionalmente en el Tiempo, adquieren un orden fugaz y un sentido efímero para a continuación deshacerse en una catástrofe común. Esta catástrofe puede tomar la forma de un destino unívoco y personal, como en el caso Louvet, o presentarse bajo la apariencia arrolladora… ¿qué le diré?, de un exterminio imprevisible y masivo de tropas, por citar tan sólo un par de ejemplos de los sinnúmero dados a través de todas las épocas y por darse en el futuro. O también de ambas cosas a la vez, una de las características del ejército en su vertiente o modo fenoménico es la ubicuidad. Pero vea usted que la meta continuamente renovada del ejército (siempre la misma y ajena a toda voluntad con visos de humanidad) consiste en hallar cauce a los parsimoniosos meandros y entresijos de un itinerario deslavazado, anómalo y torrencial, para acto seguido desintegrarlo en un océano redolente de pasado y extenderlo entre los acuosos desperdicios acumulados por la actividad acéfala, perpetuamente creadora y destructiva, de los tiempos. Le diré que ese cauce momentáneo, una vez disuelto en el bajío de desechos, queda irreconocible para siempre: hay que aceptar la imposibilidad de su recuerdo.

El coronel se echó levemente hacia atrás (con la punta del largo cortaplumas que hasta aquel instante había guardado bajo la axila, en posición de fusta o bastón de mando) una indómita onda del cabello que le bailaba por la frente: fue un gesto juvenil y enteramente perfunctorio.

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