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Lilburn, que rebasaba en un año la treintena, no había tenido el menor reparo en aceptar el puesto que a través de Mr Bayo le había ofrecido el director del Instituto Británico de Madrid. Más bien, de hecho, había sentido cierto alivio y algo que se asemejaba mucho al discreto regocijo, incompleto y átono, que sólo son capaces de experimentar en tales situaciones los hombres que si bien nunca se atreverían ni a soñar siquiera con unas categorías que desde un principio han admitido que no les corresponden, siempre esperan, sin embargo, mejorar de posición como lo más natural del mundo. Y aunque su trabajo en el instituto, en sí, no representaba mejora alguna, ni económica ni social, con respecto a su posición anterior, el joven Mr Lilburn tuvo muy en cuenta al estampar su firma en el poco ortodoxo contrato que Mr Bayo le había presentado durante su estancia veraniega en Londres que, si bien nueve meses en el extranjero equivalían a una invitación al olvido de su persona y de sus aptitudes en el ámbito de su ciudad natal y la pérdida -por otra parte no del todo irremediable, suponía- de su puesto, cómodo pero excesivamente mediocre, del Politécnico del Norte de Londres, también sugerían la nada desdeñable posibilidad de entrar en contacto con personajes de más alto rango administrativo y, sobre todo, con los prestigiosos integrantes del cuerpo diplomático. Y las relaciones con, por ejemplo (¿y por qué no?), un embajador podrían serle de gran utilidad, por muy esporádicas y superficiales que fueran, en un futuro no necesariamente muy lejano. Así pues, a mediados de septiembre, y con la indiferencia característica del hombre moderadamente ambicioso, hizo sus preparativos, recomendó a un sustituto de saber más exiguo que el suyo para el puesto que dejaba vacante en el Politécnico y se presentó en Madrid dispuesto a trabajar de firme si era necesario, a ganarse la estima y la confianza de sus superiores por lo que ello le pudiera reportar en el porvenir y a no dejarse seducir por la flexibilidad del horario español.

Pronto el joven Lilburn logró ordenar su vida en aquel país extranjero, y tras unos primeros días de vacilación y de relativo desconcierto (los mismos que se vio obligado a pasar en casa del anciano Mr Bayo y su esposa a la espera de que los anteriores inquilinos desalojaran definitivamente un pequeño ático amueblado que Mr Turol, otro de sus colegas españoles, le había apalabrado para el primero de octubre en la calle de Orellana: el precio del alquiler rebasaba el presupuesto de Lilburn, pero no era caro si se tenía en cuenta que la zona era céntrica y que ofrecía la incomparable ventaja de estar muy cerca del instituto), se trazó un meticuloso y -si ello era posible a lo largo del curso- invariable programa diario que en efecto, y aunque sólo fuera hasta el mes de marzo, consiguió mantener inalterado. Se levantaba a las siete en punto y, tras desayunar en casa y efectuar un breve repaso de lo que pensaba decir en cada clase de la mañana, se desplazaba hasta el instituto para impartir sus enseñanzas. Durante la hora del recreo charlaba con Mr Bayo y Miss Ferris acerca del lamentable estado de indisciplina en que se encontraba el alumnado español, y durante el almuerzo volvía a hacerles los mismos comentarios a Mr Turol y a Mr White. Repasaba las lecciones de la tarde durante la sobremesa, las exponía a continuación dosificando sus esfuerzos en mayor medida que por la mañana y, una vez terminadas, permanecía de seis a siete y media en la biblioteca del instituto consultando algunos libros y preparando las clases del día siguiente. Se acercaba entonces hasta la elegante casa de la señora viuda de Giménez-Klein, en la calle Fortuny, a fin de darle una hora de clase particular de inglés a su nieta de ocho años (este trabajo, sencillo y bien remunerado, se lo había proporcionado Mr Bayo, su protector), y finalmente regresaba a Orellana sobre las nueve y media o poco después, a tiempo de oír las noticias de la radio: aunque al principio no entendía casi nada, Lilburn estaba convencido de que era el mejor método para aprender a pronunciar el castellano correctamente. Entonces tomaba una cena ligera, estudiaba uno o dos capítulos de un manual de gramática española, memorizaba apresuradamente descomunales listas de verbos y sustantivos y, puntualmente, se acostaba a las once y media. El lector que conozca las calles de Madrid mencionadas y recuerde dónde se encuentran los edificios que ocupa el instituto podrá advertir con suma facilidad que la vida de Lilburn no podía ser otra cosa que metódica y ordenada, y que sus pies, con toda probabilidad, no darían más de dos mil pasos al cabo del día. Sus fines de semana, sin embargo, y con la excepción de algún que otro sábado en que asistió a cenas o recepciones ofrecidas a visitantes de universidades británicas de paso por Madrid (y, en una sola ocasión, a un cóctel de la embajada), eran un misterio para sus colegas y superiores, que suponían, basándose únicamente en el poco revelador hecho de que no contestaba jamás al teléfono durante esos días, que los emplearía en hacer breves excursiones a las ciudades más cercanas a la capital. En realidad, al parecer y por lo menos hasta el mes de enero o febrero, el joven Lilburn pasaba los sábados y domingos encerrado en su apartamento de Orellana debatiéndose entre los caprichos y veleidades de las conjugaciones castellanas. Y es de presumir que de la misma manera pasó las vacaciones de Navidad.

Derek Lilburn era un hombre de escasa imaginación, gustos vulgares y pasado irrelevante: hijo único de un matrimonio de actores medianos y de ocasión que habían alcanzado cierta popularidad (que no prestigio) durante los primeros años de la Segunda Guerra Mundial con un repertorio isabelino y jacobino que incluía a Massinger, Beaumont amp; Fletcher y Heywood el joven pero que sin embargo evitaba escrupulosamente a los autores de más talla como Marlowe, Webster o el mismo Shakespeare, no había heredado de sus padres nada que se pareciera a lo que antiguamente se llamaba vocación escénica; aunque cabría preguntarse si el espíritu de sus progenitores albergó tal cosa alguna vez: al término de la contienda, cuando los divos, deseosos de recuperar sus posiciones y necesitados de aplausos, volvieron a aparecer en los escenarios con ímpetu y regularidad, y las lentas obras de reconstrucción, así como el masivo regreso de la soldadesca hicieron de Londres una ciudad si no más angustiosa sí por lo menos más incómoda que mientras se prodigaron los bombardeos, los Lilburn, sin nostalgia al parecer, abandonaron la capital y la profesión. Se establecieron en la ciudad de Swansea y allí abrieron una tienda de ultramarinos, probablemente con el dinero ahorrado durante los años que habían consagrado al innoble e ingrato arte de la interpretación. De aquellos tiempos azarosos sólo quedaron algunos carteles que anunciaban Philaster y The Revenger's Tragedy y lo que, al hablar de ellos, me ha llevado a anteponer sus incursiones por el drama a su verdadera condición de comerciantes: pura anécdota. Ni textos ni erudición acompañaron la infancia del joven Lilburn, y puede asegurarse que ni siquiera gozó del único vestigio que de su paso por las tablas podía haber quedado en los tenderos de Swansea de forma impremeditada: una entonación enfática, petulante o afectada en las conversaciones domésticas y banales.

La muerte de su padre, ocurrida cuando el joven Derek acababa de cumplir los dieciocho años, le permitió hacerse cargo del negocio personalmente, y la de su madre, unos meses más tarde, le sirvió de buen pretexto para vender el establecimiento, trasladarse a Londres y costearse allí unos estudios superiores. Una vez terminados con la engañosa brillantez del aplicado, ejerció la docencia -sin que en el corto intervalo se le presentaran ningún tipo de dudas vocacionales- en escuelas estatales por espacio de algunos años, hasta que en 1969, gracias a su superficial e interesada amistad con uno de los profesores del centro, consiguió el puesto del Politécnico que ahora había desechado en favor de una breve estancia -temporada que, además, se adivinaba de transición- en el extranjero.

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