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De todos los que han pasado por allí, ya sea como profesores, como alumnos o como meros asiduos a la biblioteca, es bien sabido que las puertas del instituto se cierran a las nueve en punto (es decir, media hora más tarde de que finalicen las últimas clases nocturnas). El encargado de hacerlo es el portero, por llamarlo de alguna manera convencional, ya que sus funciones, y esto es poco menos que una norma en este tipo de centros mixtos de enseñanza, con frecuencia se apartan de las propias de su título y en cambio se asemejan mucho a las del bibliotecario y el bedel. Este hombre ha de vigilar las entradas y salidas de las personas ajenas al edificio, atender a las variadas órdenes, recados o requerimientos del profesorado, borrar los encera dos que por descuido u olvido han quedado al final del día invadidos por números, nombres ilustres y fechas señaladas, procurar que nadie salga de la biblioteca con un libro sin que el hecho haya sido debidamente registrado y, finalmente -y dejando de lado algunas otras tareas de menor cuantía-, cerciorarse de que a las nueve menos cinco el edificio está desierto y, si así es, cerrar las puertas hasta la mañana siguiente. Fabián Jaunedes, el hombre que ocupaba este ajetreado puesto de portero cuando el joven Derek Lilburn llegó a Madrid, llevaba cerca de veinticuatro años haciéndolo con la perfección del que casi ha creado el cargo que desempeña. Por eso, cuando a principios de marzo, y con cierta precipitación y urgencia, hubo de ser hospitalizado y operado de cataratas y en consecuencia se vio obligado a abandonar sus quehaceres al menos mientras durara su recuperación (que a todas luces sería incompleta o parcial y que en cualquier caso representaría siempre un periodo de tiempo mayor del deseado por los responsables del centro), la vida interna del instituto sufrió más alteraciones de las que habría cabido suponer en un principio. El director y Mr Bayo descartaron casi inmediatamente la posibilidad de contratar a un sustituto, pues por un lado, pensaron, difícilmente podrían encontrar en un plazo breve a alguien que gozara de buenas referencias y que estuviera dispuesto a comprometerse tan sólo por lo que restaba de curso para luego, quizá, ser a su vez reemplazado (y aunque desconfiaban del pronto restablecimiento del viejo portero les parecía que ofrecer el puesto vacante por un número de meses superior a cinco equivaldría a prescindir definitivamente de Fabián y, por tanto, sería un feo gesto de deslealtad para con él, que tan leal había sido y tan buenos servicios les había prestado durante tantos años). Y por otro, con esa capacidad, o turbia necesidad que tienen las personas de cierta edad o de torpe imaginación para confundir las renuncias o concesiones más intrascendentes con rasgos verdaderamente épicos, consideraron que a la vista del inesperado contratiempo, al cual ellos más bien habrían calificado de adversidad, no estaría de más un pequeño sacrificio por parte de todos y cada uno de los profesores, que muy bien podrían repartirse las diversas tareas del portero ausente y demostrar así de paso su abnegación al centro. La bibliotecaria quedó encargada de controlar el paso de desconocidos por la puerta principal, que ella podía divisar con suma facilidad desde su posición habitual; Miss Ferris de mantener al día, sin permitir que se amontonaran, los anuncios y convocatorias de los tablones de la entrada; Mr Turol de inspeccionar cada cierto número de horas el estado de los lavabos y la caldera; a aquellos profesores que terminaban sus clases a las ocho y media se les encomendó vivamente que no olvidaran hacer que alguno de los alumnos limpiara la pizarra antes de partir; y, por último, se estableció un equitativo turno entre los miembros del personal a los que no se había asignado ninguna misión específica: alguien debía permanecer siempre en el edificio hasta las nueve de la noche para comprobar que todo quedaba en orden y cerrar las puertas con llave. Y aunque ello suponía un grave percance para el rígido horario de Lilburn, éste no tuvo más remedio que faltar un día a la semana a su cita con la pequeña Giménez-Klein y contribuir con sus superiores y colegas al buen funcionamiento del instituto que-, dándose en la biblioteca hasta las veintiuna, como era de rigor, todos los viernes a partir del mes de marzo.

Fue entonces, el primer viernes en que le tocó cumplir con su nueva obligación, cuando Mr Bayo reavivó en su memoria, con la misma despreocupación que le había hecho preguntarse a Lilburn, extrañado, al incorporarse al instituto, si aquel hombre de talante serio y conducta irreprochable tendría capacidad para la extravagancia, la advertencia inicial que ya en su momento le había producido cierta sensación de desasosiego:

– Esta noche -le dijo durante la hora del recreo-ya sabe: no se preocupe del fantasma. Creo que ya se lo expliqué por encima en su día, pero vuelvo a recordárselo por si lo ha olvidado, ya que hoy le corresponde a usted quedarse de guardia y podría sobresaltarse con los ruidos que hace el señor de Santiesteban. A las nueve menos cuarto oirá abrirse una puerta de golpe y escuchará siete pisadas de ida y, tras un breve silencio, otras ocho de vuelta. Luego, la puerta que se abrió se cerrará, sin tanto estrépito, por cierto. No se asuste ni haga ningún caso. Esto es algo que sucede desde no se sabe cuándo, por supuesto desde antes de que el instituto tuviera su sede principal en este edificio. No tiene nada que ver con nosotros por tanto y, como podrá imaginar, estamos más que acostumbrados; no digamos el pobre Fabián, que era por lo general el único que lo escuchaba. Solamente le ruego que, puesto que usted se queda con las llaves hasta el lunes y por tanto habrá de ser el primero en llegar ese día para abrir, no se olvide de retirar del corcho que hay justo enfrente de mi despacho el escrito de dimisión. Hágalo nada más entrar, por favor. Aunque todo el mundo está al corriente de la existencia del señor de Santiesteban (a nadie se le oculta, créame, y a nadie, tampoco, molesta ni altera su presencia, por otra parte muy discreta), procuramos que sin embargo no interfiera de manera ostentosa en las vidas de los alumnos, que, como niños, son más sensibles que nosotros a esta clase de inexplicables acontecimientos. Acuérdese, pues, si no le importa, de quitar el papel. Y, por supuesto, simplemente tírelo a la papelera más cercana. ¡Imagínese si los guardáramos! A estas alturas tendríamos una habitación llena. ¡Cada vez que lo pienso! ¡Qué disparate! Noche tras noche, a la misma hora, el mismo texto; idéntico, sin una palabra, sin una sílaba cambiada. A eso se le llama perseverancia, ¿no cree usted?

El joven Lilburn no hizo comentario alguno y se limitó a asentir con la cabeza.

Pero al anochecer, mientras corregía unos ejercicios en la biblioteca a la espera de que llegara la hora de cerrar el edificio y marcharse a casa, oyó, en efecto, que una puerta se abría con gran violencia haciendo vibrar unos cristales, y a continuación unos pasos firmes y decididos -por no decir soliviantados-, un breve silencio que duró segundos, de nuevo otra tanda de pasos, ahora más sosegados, y finalmente la misma puerta (era de presumir), que se cerraba con suavidad. Miró el reloj que colgaba de una de las paredes de la habitación en que se encontraba y vio que eran las ochó y cuarenta y seis minutos. Más irritado que sorprendido o atemorizado, se levantó de su silla y salió de la biblioteca. En el corredor se detuvo y guardó silencio, a la expectativa de que se produjesen nuevos ruidos, pero no oyó nada. Recorrió entonces el edificio en busca de algún alumno rezagado o bromista a quien procuraría hacer ver, más que otra cosa, lo improductivo de su travesura, pero no encontró a nadie. Dieron las nueve y entonces decidió marcharse sin darle más vueltas al asunto; pero cuando ya se disponía a salir recordó una de las observaciones -la que tal vez más le había llamado la atención- que le había hecho Mr Bayo: subió al primer piso y se acercó al corcho que había en el pasillo, frente al despacho de su superior. Solamente vio, clavado con cuatro chinchetas, un prospecto de sobras conocido que anunciaba un ciclo de conferencias acerca de George Darley y otros poetas menores románticos que un profesor visitante de Brasenose College iba a pronunciar a partir de abril. Y no había nada en absoluto que se pareciera a una carta de dimisión. Más tranquilo, y también más satisfecho, se encaminó hacia la calle de Orellana y ya no volvió a acordarse del episodio hasta que el lunes, a media mañana, Miss Ferris le salió al encuentro tras una de sus clases y le comunicó que Mr Bayo deseaba verle en su despacho.

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