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– Mr Lilburn -le dijo el anciano profesor de historia cuando estuvo ante él-, ¿recuerda usted que le rogué encarecidamente que no olvidara retirar esta mañana, antes de hacer ninguna otra cosa, las cartas de dimisión del señor de Santieste-ban del corcho de ahí fuera?

– Sí, señor, lo recuerdo perfectamente. Pero el mismo viernes por la noche, después de oír las pisadas que usted me anunció, subí para cumplir su encargo y no vi nada en el corcho. ¿Es que acaso debería haber vuelto a mirar esta mañana?

Mr Bayo se dio una leve palmada en la frente como quien cae en la cuenta de algo y contestó:

– Oh, claro, en realidad es culpa mía por no habérselo advertido. Sí, Mr Lilburn, sólo tenía que haber mirado esta mañana. En fin, no tiene ninguna importancia en realidad, tampoco es la primera vez que esto sucede. Pero sépalo para la próxima vez: la carta aparece de madrugada, aunque es de suponer que el fantasma del señor de Santieste-ban la clava en el corcho a las nueve menos cuarto. Sí, ya sé que resulta inexplicable, pero ¿acaso no lo es la misma presencia de este caballero? Bueno, eso era todo, Mr Lilburn; y no se preocupe: a los niños se les habrá pasado la excitación esta misma tarde.

– ¿Los niños?

– Sí, han sido los de tercero los que me han hecho darme cuenta de que las cartas seguían ahí fuera. Los oí alborotar en el pasillo, salí a ver qué ocurría y me los encontré manoseando las tres cuartillas muy agitados.

Lilburn, entonces, hizo un ademán de exasperación y dijo:

– No entiendo nada, Mr Bayo. En verdad le estaría muy agradecido si me diera usted ahora mismo una explicación detallada y coherente de los hechos. ¿Qué es esto de las tres cartas, por ejemplo? ¿Cuál es la historia de ese fantasma, si es que realmente existe? Me ha hablado usted sin cesar de escritos de dimisión, pero aún no sé de qué diablos dimite el tal señor de Santiesteban cada noche. En fin, estoy desconcertado y no sé qué pensar.

Mr Bayo esbozó una sonrisa melancólica y respondió:

– Ni yo tampoco, Mr Lilburn, y crea que me gustaría, al cabo de tantos años de estar aquí, conocer los pormenores de la sin duda amarga historia del señor de Santiesteban. Pero no sabemos nada en absoluto acerca de él. Su nombre no nos dice nada ni por supuesto figura en anuarios, diccionarios o enciclopedias de ningún tipo: no fue un hombre famoso o al menos no hizo nada en vida que fuera digno de mención. Quizá tuviera alguna relación con el anterior propietario del edificio, el hombre que lo mandó construir alrededor de 1930, no recuerdo ahora en qué fecha exacta: era un caballero de inmensa fortuna y grandes inquietudes artísticas y políticas; fue una especie de protector de los intelectuales izquierdistas durante los años de la Segunda República española y murió arruinado. Pero no lo sabemos a ciencia cierta ni, de hecho, poseemos ninguna información concreta que nos permita suponer tal relación. También podría ser que su estrecha vinculación al edificio proviniera de su… ¿conocimiento, amistad, trato profesional? con el arquitecto, un personaje asimismo interesante: sus obras eran bastante avanzadas para la época y se suicidó, arrojándose al mar durante una travesía en barco, cuando aún era relativamente joven. Pero tampoco hay manera de averiguarlo. Todo esto no son más que suposiciones, Mr Lilburn, e hipótesis que ni siquiera me atrevo a formular en su totalidad por falta de datos.

– Es todo muy raro y muy curioso -comentó Lilburn.

– Ya lo creo -dijo Mr Bayo-. Y si he de serle sincero, le diré que hace ya mucho tiempo, cuando yo era algo mayor que usted ahora y acababa de entrar en el instituto, las misteriosas pisadas del señor de Santiesteban despertaron mi curiosidad y lograron quitarme el sueño durante algunos meses; no exageraré si digo que estuvieron a punto de convertirse en una obsesión. El caso es que desatendí mi trabajo y me dediqué a hacer indagaciones. Visité a los respectivos parientes del antiguo propietario y del arquitecto y les interrogué acerca de la posible amistad de estos dos hombres con un cierto Leandro P. de Santiesteban, pero jamás habían oído tal nombre; consulté la guía telefónica en busca de algún Pérez de Santiesteban, por ejemplo (pues aún ignoro qué significa esa P: tal vez la primera parte de un apellido compuesto, quizá sólo Pedro, Patricio, Plácido, no lo sé), pero no hallé ninguno; en mi desmedido afán por conocer la historia del fantasma fui al registro civil con la esperanza de encontrar alguna partida de nacimiento que por lo menos me diera una pista, aunque fuese falsa: un apellido parecido hacia el que dirigir mis investigaciones; pero no obtuve ningún resultado positivo y sí, en cambio, problemas con los funcionarios, que me tomaban por loco, y con la policía, pues mi conducta, en aquellos tiempos tan alarmistas, les resultaba muy sospechosa; finalmente fui a ver a todos los Santiesteban de la ciudad, que son bastantes. Pero nunca había habido nadie llamado Leandro en sus respectivas familias y algunos no me quisieron recibir siquiera. En fin, todo fue en vano y me vi obligado a desistir invadido por la desagradable sensación de haber perdido el tiempo y hecho el ridículo. Como el resto de las personas que trabajan en el instituto, ahora me limito a aceptar la innegable existencia del fantasma y a no prestarle la menor atención, habida cuenta de que hacerlo es inútil y sólo proporciona sinsabores e insatisfacción. No puedo, por tanto, contestar a las preguntas que me ha hecho, Mr Lil-burn, y créame que lo siento. Pero le aconsejo que haga como los demás: no se preocupe por el señor de Santiesteban. No molesta, no es desde luego peligroso y lo único que hace es dejar cada noche una carta de dimisión que a nosotros no nos cuesta ningún trabajo retirar al día siguiente.

– De eso precisamente -dijo Lilburn- iba a hablarle de nuevo. ¿Y la carta de dimisión? Allí explicará algo, ¿no? ¿De qué dimite? ¿Y por qué hoy, como usted ha mencionado antes, había tres?

Mr Bayo, entonces, se inclinó hacia la papelera que tenía al lado y extrajo unas hojas arrugadas que extendió al joven Lilburn al tiempo que decía:

– Hoy había tres por la sencilla razón de que es lunes y, como es normal, no ha habido nadie en el edificio durante el fin de semana para retirar ni la del viernes, ni la del sábado, ni la de ayer domingo. Usted tendría que haberlas quitado del corcho esta mañana temprano, pero ha sido culpa mía y no suya, como ya le he dicho, que no lo hiciera. Tenga.

Lilburn cogió las cuartillas, de papel corriente, y las leyó con detenimiento. Estaban escritas a mano con pluma estilográfica y el texto era el mismo, sin la menor variación, en las tres. Decía así:

«Querido amigo:

A la vista de los lamentables acontecimientos de los últimos días, que por su índole no sólo van en contra de mis costumbres sino también de mis principios, no se me ofrece otra alternativa, pese a ser muy consciente de los graves perjuicios que le ocasionaré con mi decisión, que la de dimitir de mi cargo de manera irrevocable.

Y me permito hacerle saber, asimismo, que repruebo y condeno enérgicamente la actitud adoptada por usted con respecto a dichos acontecimientos.

Leandro P. de Santiesteban

– Como ve -dijo Mr Bayo-, el escrito no revela nada. Más bien hace todo mucho más incomprensible todavía, dado que este edificio era una casa particular y no una oficina o equivalente, es decir, un lugar donde hubiera gente con cargos de los que poder dimitir. Hemos de conformarnos con contemplar el enigma sin tratar de descifrarlo.

Pasaron los meses de marzo y abril, y el joven Lilburn, cada viernes, desde la biblioteca, escuchaba los invariables pasos del señor de Santiesteban en el piso de arriba. Procuraba seguir los consejos que le había dado Mr Bayo y hacer caso omiso de aquellas misteriosas pisadas, pero a veces, de manera inopinada, se sorprendía a sí mismo meditando acerca de la personalidad y la historia del fantasma o contando mecánicamente el número de pasos en una y otra dirección. A este respecto había comprobado que, en efecto, como su superior le había dicho en una ocasión, el señor de Santiesteban daba primero siete pasos y luego, tras la pausa, ocho, para cerrar la puerta a continuación. Y fue durante las vacaciones de Semana Santa, que pasó en Toledo, cuando se le ocurrió una posible explicación a tal circunstancia. Este pequeño hallazgo, que en realidad no era más que una conjetura cuya veracidad no podría confirmar, le excitó sobremanera y le hizo esperar con impaciencia el momento de regresar a Madrid y poder contárselo a Mr Bayo.

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