En 1898, cuando, casado y con siete hijos y ya teniente coronel, vio que el comodoro Schley llevaba las de ganar y comprendió que Cuba estaba a punto de caer en poder extranjero, se negó a ver ondear otra bandera que no fuera la española en el puerto de La Habana. Malvendió apresuradamente sus posesiones, se hizo a la idea de abandonar para siempre su tierra natal y, pese a no haber salido jamás de la isla y padecer de vértigo Méniére, se embarcó con toda su familia rumbo a España. Cuando había transcurrido tan sólo una semana de travesía, un espantoso ataque de esta enfermedad acabó con su vida: meditaba acodado sobre la barandilla de la cubierta, preguntándose con curiosidad (permitiéndose incluso una cierta ilusión) por el país cuyo nombre conocía tan bien, cuando de repente, sin duda tras oír ruidos pavorosos y luego ya nada a juzgar por sus aspavientos fugaces de dolor primero y de estupefacción después, cayó fulminado. Su cadáver fue arrojado al océano con una bala de cañón. Iba a cumplir los cincuenta.
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Su primogénito, llamado Isaac Custardoy como él, prosiguió en España la carrera militar que ya había iniciado en Cuba bajo los auspicios de su padre. Siendo auténtica o incuestionada su vocación, y no careciendo de voluntad, fue ascendiendo a gran velocidad hasta alcanzar el rango de coronel y convertirse en ayudante de Fernández Silvestre. Vivía en Madrid, y sintiéndose desde muy joven responsable de sus hermanos y hermanas menores, velaba siempre por ellos y procuraba no abandonar nunca la capital. En 1921, sin embargo, no tuvo más remedio que partir hacia Marruecos acompañando a su amigo y superior. En medio del desastre de Annual, cuando las tropas españolas se hallaban ya dispersas y derrotadas por los cabileños de Abd-el-Krim, el general, Custardoy y el hijo de aquél, víctimas del desconcierto, el pánico masivo y la confusión, quedaron aislados de los restos del grueso: desamparados, pero con una camioneta a su disposición. Silvestre se negó a abandonar el campo y Custardoy se negó a abandonar a su superior: entre ambos convencieron al hijo de que intentara salvar la vida y huyera en el vehículo. Los dos militares quedaron solos ante la desbandada general y nunca se hallaron sus cadáveres. De Custardoy se encontraron tan sólo los gemelos de campaña y sus correajes de coronel. Presumiblemente fueron empalados. Isaac Custardoy contaba cuarenta y cinco años de edad. Sólo dejó mujer.
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Su mejor amigo pasó toda su vida dedicado a resolver el enigma: ¿por qué la predicción del pordiosero mulato se había cumplido cabalmente y con absoluta exactitud en sus dos primeras partes y en la tercera no? Nunca había habido un hijo mayor del hijo mayor. Pensar en un vastago espúreo era demasiado banal. Si nada se hubiera cumplido… Si todo se hubiera cumplido… En cualquiera de los dos casos, ¡qué tranquilidad! Pasó toda su vida dedicado a resolver el enigma.
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Cuando ya era viejo y estaba aburrido de inactividad, sólo gustaba de leer la Biblia. Y un día, releyendo por enésima vez, se paró donde dice: Tenía Abraham ochenta y seis años cuando Agar le parió a Ismael. Y más adelante se volvió a detener: Era Abraham de cien años de edad cuando le nació Isaac, su hijo. Y pensó que el nacimiento de Isaac ya lo había anunciado Yavé mucho antes de que naciera Ismael, el hijo de Agar, que ya tenía trece años de edad cuando Sara dio a luz. Aquello le llevó a preguntarse y a reflexionar: «¿Dónde estuvo Isaac durante todo ese tiempo, desde que se lo profetizó hasta que nació, desde que se lo vaticinó hasta que fue concebido? Pues tuvo que estar en algún lugar, porque ya desde entonces se sabía de él: no sólo Yavé; también Abraham y Sara sabían de él.» Y aquello le llevó aún más lejos, a su problema; le llevó a pensar: «El nieto de Isaac Custardoy había sido anunciado también, pero nunca había nacido, no había llegado a nacer ni a ser engendrado. Pero el pordiosero mulato y el mismísimo Custardoy sabían también de él desde 1873. ¿Dónde había estado desde entonces? En algún lugar tenía que estar.»
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Siguió cavilando y dedicó lo que le quedaba de vida a resolver el enigma. Y cuando ya iba a morir, escribió en una hoja sus pensamientos:
«Adivino que voy a morir, emprenderé mi último viaje. ¿Qué va a ser de mí? ¿A dónde iré? ¿Iré a alguna parte? ¿A dónde iré? Atisbo la muerte porque he estado vivo y he sido engendrado, porque estoy vivo aún; la muerte, así, es imperfecta, no todo lo abarca, no puede impedir que exista otra cosa distinta de ella, que desde allí se la espere y desde allí se la piense: tiene que transigir. Sólo le pertenece del todo quien no ha llegado a nacer; más aún, quien no ha sido engendrado ni concebido. El que no se concibe es quien muere más. Ése ha viajado sin cesar por la senda más tortuosa, por la más intrincada: por la senda de la eventualidad. Ese es el único que no tendrá patria ni sepultura jamás. Ese es Isaac Custardoy. Yo, en cambio, no soy.»
El fin de la nobleza nacional
– ¡Impío! -le dijo el noble al judío en un arranque de mal humor.
– ¡Impío! -repitió la mujer del noble, que sólo intervenía cuando la pauta era clara y sabía a qué atenerse.
– ¡Más que impío! -subrayó y aumentó el hijo del noble, que a su vez temía tanto a su madre que sólo se atrevía, de vez en cuando, a puntualizar.
– ¡Hasta la médula impío! -matizó la hija del noble, que había estudiado gramática y se complacía en hacer bien patente su superioridad cuando había una discusión.
Protestó el visible judío alisándose el babero: la boca llena y levantado el tenedor:
– Soy cristiano, bien que nuevo, desde ayer; ni vos, señor, ni vuestra esposa, ni tampoco vuestros vastagos pese a su corta edad, podéis acusarme de impío por comer de este jamón.
– ¡Apóstata, pues! -exclamó el noble hacendado, el índice bien estirado en postura de acusación.
– ¡Más que apóstata! -gritó su mujer ya acalorada, en estado de suprema agitación.
– ¡Hasta la médula apóstata! -bramó el hijo del hacendado, que al ver usurpada su parte no encontró ya más remedio que usurpar la de su hermana a su vez.
Hubo un breve silencio, todos a la espera de que la hija, que había estudiado gramática y además latín, fuera capaz de superar la fórmula que, siendo de su creación, le habían robado del modo más natural.
– ¡Apóstol de los apóstatas! -dijo por fin con el rostro enrojecido de esfuerzo y concentración.
– ¡Bravo, mucho, ele! -aplaudieron los otros tres.
– Si en eso quedamos -dijo el judío notorio mientras masticaba el jamón-, os lo he de negar también: no hubo más apóstol de los apóstatas que Judas el Iscariote, quien puede decirse que al traicionar a su señor a sabiendas de que era su Dios, renegó de su fe sin percatarse, ya que no lo hizo de manera explícita, bien es eso verdad, ni como ordenan los preceptos de la apostasía convencional. Así pues…
El desconcierto hizo acto de aparición.
El noble hacendado y su mujer, el hijo y la hija se agruparon y, abrazándose todos las espaldas, conferenciaron en baja voz. Tras los cuchicheos se hizo el silencio, y el hacendado, con una sonrisa de satisfacción como la que suelen exhibir los expertos en acertar adivinanzas cuando han tenido tiempo de pensárselo bien, exclamó:
– ¡A ver esta! ¡Prevaricador! -Y señaló al anciano, visiblemente judío por su actitud, que estaba más allá, en un rincón.
– ¡Sí, prevaricación! -dijo la mujer con tanto entusiasmo que sin querer introdujo una variante en su papel, lo cual no fue nada bien visto por su marido y señor.