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XII

Todavía no salgo de mi asombro pese a que después de tantos años nada debería haberme sorprendido, menos aún después de haber comprobado que su estado habitual es el de enajenación. Bien es verdad que la posibilidad de un enfrentamien-to explícito y directo no escapaba al círculo de mis conjeturas, pero tampoco es menos cierto que la tenía por la más remota de todas ellas: los prolongados años de taciturnidad, la convivencia (de manera inexpresa, pero) ya estatuida sobre la base del supuesto mutuo y de la arbitraría predicción que descarta lo predicho, la delimitación de los terrenos no por impuesta menos inviolable, la habían relegado al último lugar. Si hubiera seguido al pie de la letra los preceptos que rigen el futuro, no otra cosa se me habría aparecido más probable, semejante posibilidad habría pasado a ocupar el primer término, se habría convertido en la certidumbre inapelable de lo que me aguardaba; pero, ¿cómo seguir esos preceptos infalibles sin con ello invalidar su contenido? Lo que más me duele es no haber sabido responder, enmudecido por la incredulidad, a su mendacidad y a su impudencia. Diríase falta de experiencia, más bien fue estupefacción desprevenida, disculpable en toda circunstancia, ¿no es así? Me comunicó, con un día de antelación, que deseaba hablar conmigo, tener unas palabras, pero se negó a especificar el tema hasta, según su propia expresión, haber meditado cabalmente lo que tenía que decirme. Veinticuatro horas más tarde comprendí que lo que había hecho durante ese tiempo no era meditar, sino memorizar: con el aspecto reluciente de quien se dispone a asistir a su primera fiesta, tan bien peinado, arreglado y compuesto como no lo había visto jamás, se presentó en mi despacho a la hora convenida y a mi provocador y bien?, contestó sin ningún preámbulo con un discurso resoluto, desafiante, audaz, perfectamente elaborado, en el que se adivinaba la académica puntuación de la escritura y en el que, a lo largo de los quince minutos que duró, no cesó de acusarme, con la pedantería que los mismos términos proclaman, de iniquidad, contumacia, protervia y prevaricación. De esas cuatro cosas precisamente, esos fueron los sustantivos que utilizó. Expuso los motivos que le habían impulsado a aventurarse de aquella manera y se quejó de mi inaccesibilidad a sus prodigados detalles y a su evidente voluntad de acabar con los recelos y tensiones que ya hacían insufrible la enemistad. El texto recitado, salpicado aquí y allá de metáforas inútiles por su transparencia, era, sin embargo, arrogante y duro, estaba enteramente desprovisto de los tonos de la súplica, lo dictaba la exigencia. Las razones se sucedían ordenadamente y no faltó algún que otro silogismo de baja factura. Sus quejas, dentro de una exageración que lindaba con la falacia, no eran injustas ni disparatadas desde su posición; pero él ignora que desde la mía sólo son improcedentes y una desfachatez: aún no está en edad de comprender que me ha hecho la vida imposible, que su mera presencia es un tormento, que ha arruinado mi fulgurante y prometedora carrera, que además, con su alegato, no ha hecho más que agravar todo el asunto, que ahora ya es irremediable que acabe con él cuando llegue el momento, que por su culpa he sido víctima de la mediocridad y del desánimo, que sé muy bien que tras de su corrección se ocultan la perfidia y el rencor. No se da cuenta tampoco de que con su denuncia es ahora más endeble y vulnerable, que a mis ojos su prestigio se ha perdido para siempre; más que de prestigio habría que hablar de avasallamiento y tiranía, de inexpugnabilidad, de despotismo, de terquedad, de inmundicia y de impiedad. ¡Ah, el día que yo pueda hacer caer sobre ti todo el peso de la ley no escrita, ese día te arrastrarás jadeante ante mis pies y lamentarás cada palabra pronunciada en medio de tu locura precoz!

XIII

Insospechadamente se me ha afeado mi conducta; sólo ha sido una tímida insinuación no exenta de respeto, pero ha bastado para que el pálido y exiguo velo del disimulo cayera hecho jirones, dejando al descubierto su recóndito afán; se me ha afeado mi conducta para con él, y ese es el resultado de haber permitido que una desconocida al fin y al cabo penetrara en mi casa y en mi intimidad y gozara de una confianza otorgada sin cortapisas ni recelo que ahora me veré obligado a retirarle: haciendo caso omiso de los atenuantes, de sus invocaciones a un ayer que ya carece de memoria, y a pesar de su bisoñería. No puedo ser condescendiente con ella, y sus visitas deben cesar inmediatamente, tocar a su fin definitivo antes de que sus descabelladas proposiciones lleguen a oídos de él y encuentren un eco no por mitigado enteramente inocuo. No hay mayor peligro que el de la connivencia. Yo, al hacerle mi narración, no le pedía ni su interpretación ni su opinión, ni tan siquiera comprensión: sólo, si acaso, solicitaba un interés por mi persona que, por otra parte, parecía ya haber manifestado en algunos campos de manera bien sobrada; fue eso, su tenacidad y no otra cosa, lo que en verdad le despejó el camino hasta mi alcoba, que llenó (y se lo agradezco) de fragancia y esplendor. Pero a todo bienestar le corresponde un exceso que lo troca en malestar, y para delimitar sin riesgo y con precisión la longitud del trayecto que se puede recorrer en uno y otro sentido indistintamente antes de hollar el enfangado terreno donde ceden los rieles, se requieren grandes dosis de talento y tacto, mucho mayores de las que (y lo lamento) mi preciosa admiradora parece haber conseguido reunir a lo largo de su breve y lozana existencia. Lo que aún no sé es cómo decírselo: comunicarle que nuestras entrevistas van a quedar no interrumpidas, ni espaciadas (mal menor), sino para siempre canceladas, es tarea delicada, y pienso si no sería más prudente no dar (sí, injustamente) ni aviso ni explicación de mi brusca decisión: aun a expensas de tener que soportar un asedio tanto más insulso cuanto que estaría guiado por la miopía del desconcierto. Si yo fuera capaz de desterrar todo afecto y sentimiento y entregarme a la irrisión, el proceso, sin embargo, podría resultarme divertido: ya la veo haciendo llamadas telefónicas que el energúmeno, provisto de órdenes tajantes, se encargaría de contestar con enorme ambigüedad; enviando billets-doux que tal vez, si estuviera dispuesto (cosa que dudo) a participar en la comedia, le mostraría a él para compartir mi regocijo y mi hilaridad; aporreando la puerta incansablemente con el cabello alborotado: la combinación, mal puesta expresamente, estoy seguro de que le asomaría por debajo de la falda. Más tarde, la actitud contraria: amenazas de abandono definitivo, ignorando (o haciendo como que ignora, engañándose a sí misma, perdida ya por la ilusión) que es ella quien ya lo está; imprecaciones abstru-sas que acabarían por erigirse en disparates, por alcanzar tan graciosa dimensión; tremendos esfuerzos y complicados arabescos para lograr que yo esté al tanto de sus inofensivas aventuras, no dictadas por el gusto sino por la estrategia; y a todo ello yo respondería siempre con el silencio, ¡con el silencio, que ella vería al principio como espejismo de claudicación! Hasta tal punto sería cruel que al final, harta y aburrida y deseosa de variación, se retiraría del escenario con alivio; pero también con la eterna amargura del desconocimiento, sin saber las causas ni las condiciones de mi abandono y con la certeza y el rubor de haber perdido tanto el tiempo como la dignidad. Demasiadas vejaciones para mi pacífico corazón. No me atrevería, no tendría el valor suficiente para llevar a cabo semejante felonía. No, no, no, ni hablar del peluquín.

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