– ¡Muy prevaricación! -dijo el hijo un poco aturdido por el desorden que empezaba a reinar y aumentando en vez de puntualizar.
– ¡Vicario de la vicarización! -soltó sobresaltada la hija, quien queriendo repetir el alarde de la vez anterior y fallando, dijo una gran confusión. -¡Oooh, desatino, mal, mal! -exclamaron los otros tres con desilusión.
– Eso es un sinsentido -dijo el judío mientras se acababa el jamón-; y yo no respondo con sentido a los sinsentidos. Aun así (y pase por esta vez), os diré, respecto a la prevaricación de que me acusáis, que la discreta presencia de mi buen padre, que aún no es cristiano ni lo será (por su edad), en aquel rincón, no me convierte en prevaricador. Pues como muy fácilmente podréis comprobar si os acercáis a él -y, levantándose, se aproximó al anciano escandalosamente judío por su postura y por su actitud y le acarició la barba fluvial-, es sordo y ciego y no sabe ni que no soy ya judío ni que estoy comiendo la carne del cerdo llamada el jamón. Mal ejemplo, en consecuencia, no le puedo dar; malamente lo podría incitar. Y tampoco quisiera, que un muy buen padre es él.
El noble, su mujer y sus hijos se volvieron hacia el rincón y luego conferenciaron de nuevo y otra vez. Al cabo de unos segundos, el hacendado, golpeando con fuerza la mesa, exclamó:
– ¡Veamos ahora, señor!
Y encarándose con el judío (inequívoco) le dijo así:
– Supongo que, como cristiano muy nuevo que sois, no habréis tenido ocasión de probar hasta ahora las lentejas con tocino, de muy sabroso sabor. -No por cierto, ¿por qué lo decís? -Muy buenas haylas en la cocina hoy -contestó el hacendado-. Bonísimas. ¿Las queréis probar?
Al instante apareció un criado con ellas y a los cinco sirvió. Ya empuñaba la cuchara el judío innegable, dispuesto a empezar, cuando el noble se lo impidió:
– ¡Alto!
– ¿Qué pasa? ¿He hecho algo? -¿Qué me vais a pagar? -¿Pagar? Lo que me pidáis, señor. Muy buen dinero tengo de usura, y hombre justo y honrado debéis ser vos. ¿Qué pedís?
– ¡La primogenitura! ¡Nada menos, señor! -gritó el hacendado con aire triunfal.
– Eso tendríais que pedírselo a vuestro hermano mayor -respondió el judío absoluto con benevolencia.
– ¡Aah! ¿No sois vos acaso mayor que yo? ¿Y no somos todos hermanos a los ojos de Dios?
– ¡Mal cristiano! -gritó la mujer del noble, que llevaba ya un rato comedida e impaciente, al ver que la astucia había surtido su efecto.
El hacendado, viendo que su esposa se le había adelantado (y no habiendo estudiado ni gramática ni latín), dudó unos instantes y sólo pudo decir:
– ¡Pésimo, pésimo cristiano!
– ¡Peor que pésimo! -dijo su hijo soliviantado.
La hija, a pesar de haber estudiado gramática, sólo acertó a balbucir con gran trabazón:
– ¡Pesimismo cristiano!
– ¡Isimo, ísimo! -la corrigieron a coro los otros tres.
– Eso es un desatino blasfemo que ya pagaréis -repuso el judío con calma-. Pero aun así os diré yo que el pesimismo no es malo, y que más vale eso que lo contrario a la hora de temer a Dios nuestro señor que está en los cielos y cuya ira es terrible; aunque a su diestra se siente -añadió- su hijo el señor Jesucristo, que bien misericordioso es.
La hija del noble, que nuevamente había echado por tierra con su torpeza el asunto y el plan, fue rápida: se esmeró:
– Y el Espíritu Santo, ¿dónde se sienta él? ¡Contestad a eso, contestad si sois buen cristiano, señor!
– El Espíritu Santo, hija mía, no se puede sentar -le respondió el judío cabal-: no se encarnó, como el Hijo; no es ni ha sido de carne, así pues, sino espíritu, y ni siquiera tiene representación: como os digo, no se lo puede sentar.
El noble hacendado y su familia volvieron a agruparse y al cabo de unos segundos fue la mujer (que era muy apasionada) quien levantó la voz:
– ¡Moro! -le gritó al judío-. ¿Y la paloma qué? ¿Qué con la paloma? ¿No se representa acaso así al Santo Espíritu? No concebís la representación del Espíritu porque sois moro de espíritu. -Y añadió, arrogándose partes que no le correspondían ya-: ¡Moro y más que moro!
– ¡Morazo! -dijo el hijo rápidamente antes de que nadie le pisara la expresión.
– ¡Sarraceno, mahometano, muslime, tunecino, infiel, musulmán, perro, pagano, salvaje, aborigen, abrótano, aborto! -gritó la hija intentando resarcirse con sus sinónimos de los fallos anteriores y haciendo ver que sabía gramática y latín.
Esta vez fue el padre en persona quien quedó en la estacada y sólo pudo atinar a decir:
– ¡Aborto de mora!
– Si soy aborto de mora, señor -le respondió el judío-, es que no he llegado a nacer. Y así, ¿de qué modo podría ser moro si ni siquiera
nací?
De nuevo se reunió en conciliábulo la noble familia:
– Bss bss.
Dijo el hacendado por fin:
– Aún está sin resolver lo de vuestras lentejas, señor. La primogenitura, ¿me la vais a dar o no? ¡Dádmela ya si queréis comer!
– Está bien, señor noble -le respondió el judío (total)-, ya os la doy puesto que tanto insistís.
– ¡Esaú! -se anticipó exultante la mujer, que no quería quedarse atrás y sabía a qué se atener (o cuan difícil aquello sería de apostillar).
– ¡Hermano de Jacob! -puntualizó el hijo en altísima voz.
– ¡Hijo de Isaac, nieto sarnoso de Abra-ham! -matizó la hija en un alarde de erudición.
– ¡Hebreo, judío, so israelí! -gritó el noble con exaltación.
Repuso el nuevo cristiano tras pensárselo muy bien:
– Llevad cuidado, señor, que del anciano judío que hay sentado en el rincón no es ahora el primogénito ningún otro más que vos.
Con estupefacción e ira se volvieron los otros tres hacia su cónyuge, padre, progenitor.
– ¡Es impío!
– ¡Y es apóstata!
– ¡Casi moro!
– ¡Mal cristiano! -apostilló quien judío ya no era.
Y mirándose entre sí, al unísono exclamaron:
– ¡Y además prevaricador!
Gualta
Hasta los treinta años yo viví tranquila y virtuosamente y conforme a mi propia biografía, y nunca había imaginado que olvidados personajes de mis lecturas de adolescencia pudieran atravesarse en mi vida, ni siquiera en la de los demás. Cierto que había oído hablar de momentáneas crisis de identidad provocadas por una coincidencia de nombres descubierta en la juventud (así, mi amigo Rafa Zarza dudó de sí mismo cuando le fue presentado otro Rafa Zarza). Pero no esperaba convertirme en un William Wilson sin sangre, ni en un retrato desdramatizado de Dorian Gray, ni en un Jekyll cuyo Hyde no fuera sino otro Jekyll.
Se llamaba Xavier de Gualta, era catalán como su nombre indica, y trabajaba en la sede barcelonesa de la empresa en que trabajaba yo. La responsabilidad de su cargo (alta) era semejante a la del mío en la capital, y nos conocimos en Madrid con ocasión de una cena que iba ser de negocios y también de fraternización, motivo por el cual acudimos acompañados de nuestras respectivas esposas. Nuestro nombre coincidía sólo en la primera parte (yo me llamo Javier Santín), pero en cambio la coincidencia era absoluta en todo lo demás. Aún recuerdo la cara de estupefacción de Gualta (que sin duda fue la mía) cuando el maítre que los guiaba les señaló nuestra mesa y se hizo a un lado, dejando que su vista se posara en mi rostro por primera vez. Gualta y yo éramos físicamente idénticos, como los gemelos del cine, pero no era sólo eso: además, hacíamos los mismos gestos al mismo tiempo, y utilizábamos las mismas palabras (nos quitábamos la palabra de la boca, según la expresión coloquial), y nuestras manos iban a la botella de vino (del Rhin) o a la de agua mineral (sin gas), o a la frente, o a la cucharilla del azucarero, o al pan, o con el tenedor al fondo de la fondue, siempre al unísono, simultáneamente. Era difícil no chocar. Era como si nuestras cabezas exteriormente idénticas también pensaran lo mismo y al mismo tiempo. Era como estar cenando delante de un espejo con corporeidad. No hace falta decir que estábamos de acuerdo en todo y que -pese a que intenté no saber mucho de él, tales eran mi asco y mi vértigo- nuestras trayectorias, tanto profesionales como vitales, habían sido paralelas. Este extraordinario parecido fue, por supuesto, observado y comentado por nuestras esposas y por nosotros («Es extraordinario», dijeron ellas. «Sí, es extraordinario», dijimos nosotros), pero los cuatro, algo envarados por la situación tan anómala pero sabedores de que el provecho de la empresa que nos había reunido estaba por medio en aquella cena, hicimos caso omiso del hecho notable tras el asombro inicial y fingimos naturalidad. Tendimos a negociar más que a fraternizar. Lo único nuestro que no coincidía eran nuestras mujeres (pero en realidad ellas no son parte de nosotros, como tampoco nosotros de ellas). La mía es un monumento, si se me permite la vulgaridad, mientras que la de Gualta, chica fina, no pasaba, sin embargo, de ser una mosquita muerta pasajeramente embellecida y envalentonada por el éxito de su cónyuge arrasador.